Perdóname, conciencia

Caridad se asomó a la ventana y observó a los primeros transeúntes. La madrugada había dejado un rastro húmedo en el antepecho de madera. Era su último día en aquella casa a la cual había llegado con tanta esperanza, soñando que su vida sería otra e imaginando muchos desenlaces, pero ninguno como ése.

Después del entierro de Florencio había regresado a la tienda, dispuesta a sacar adelante el negocio. Aunque no sabía de números y malamente de letras, se las arregló para mantener a flote aquel almacén de ultramarinos, aunque la oferta de productos mermó bastante sin la habilidad del difunto para regatear y conseguir buenos precios. Además, los proveedores no parecían responder a sus demandas del mismo modo en que habían respondido a las de Florencio. Tuvo que buscar un intermediario, pero no fue igual.

Tal vez hubiera podido permanecer allí, ganándose la vida a duras penas o quizá prosperando, pero finalmente decidió irse por razones que nunca le confesaría a nadie: la sombra de su marido la perseguía. A cada rato escuchaba sus pasos. Otras veces sentía su respiración detrás de ella, sobre su nuca. O le llegaba su olor, arrastrado por el viento. Varias noches notó que el colchón de su cama se hundía bajo el peso de un cuerpo que se acostaba junto a ella… No pudo aguantarlo y decidió vender. Con ese dinero compraría otro local e iniciaría un negocio distinto. Quizás una tienda de artículos para damas.

Esa mañana se levantó más temprano que de costumbre. A mediodía llegaría el notario, que le haría firmar unos papeles. Tiritando de frío —cercano ya el invierno tropical, que suele ser mojado y taladrante—, levantó el quinqué. Todavía estaba oscuro en el interior de la casa, aunque ya las calles se clareaban con un brillo que dejaba en los objetos un halo dorado. Así iluminada, la ciudad semejaba una visión espectral. La luz del trópico impregnaba la isla con esa magia; algo que sus habitantes apenas notaban, demasiado abrumados por sus problemas… Y el principal problema de Caridad era su hija, una niña ansiosa por conocerlo todo, pero extrañamente silenciosa. La mujer nunca sabía qué pensamientos transitaban detrás de aquellos ojos, en los que —eso sí— resplandecía la misma pasión que llenara la mirada de su padre.

Caridad colocó el quinqué en el suelo y se agachó a encender el horno de leña para calentar agua. Observó cómo las llamas lamían los carbones que se ruborizaban hasta volverse rojas brasas, antes de palidecer y teñirse de gris. Así estaba, en la contemplación de aquella metamorfosis, cuando unos dedos rozaron sus hombros. Pensó que su hija se había despertado y se dio vuelta. La imagen de su marido, con el pecho destrozado a machetazos y el rostro lleno de sangre, se alzaba ante ella. Dio un grito y retrocedió, volcando el quinqué sobre las llamas del horno. El metal estalló en medio del fuego y el combustible multiplicó la hoguera, que salió de su entorno de piedra para cubrir las paredes de la cocina, quemándole levemente las piernas. Durante unos instantes se afanó por apagar las llamas, azotándolas con un trozo de tela que halló a mano; pero el fuego creció, alimentado por la seca madera.

—¡Mercedes! —gritó, lanzándose hacia el cuarto de su hija dormida—. ¡Mercedes!

La niña abrió unos ojos absortos y espantados, sin comprender aún qué ocurría.

—¡Sal de la cama! —rugió Caridad, sacándole las sábanas—. ¡Se quema la casa!

Cuando llegaron los bomberos, La Flor de Monserrat era un montón de ruinas humeantes que los vecinos contemplaban con una mezcla de horror y fascinación. Muchas mujeres se habían acercado a Caridad y le ofrecían agua, café y hasta traguitos de licor para que se animara, pero ella no hacía más que contemplar con la mirada perdida los restos de lo que fuera su mayor capital.

Al mediodía seguía allí, sentada junto al bordillo de la acera, balanceándose con las manos en torno a sus piernas, mientras su hija le acariciaba los cabellos y trataba de arroparla contra su pecho. Así las encontró el notario, que observó por unos instantes las ruinas y las dos criaturas sentadas en la acera, como si no comprendiera que ese desastre se relacionaba con él de alguna manera. Al final suspiró y, viendo que nada más podría hacer, dio media vuelta y se alejó.

Na Ceci se había levantado muy animada. Atrás habían quedado esos eternos calores estivales que siempre la ponían de tan mal humor. En casa, todos dormían. Decidió usar su brío madrugador para llegarse hasta La Flor de Monserrat y hacer su encargo habitual, ignoró los coches que pasaban vacíos por su lado y se fue a pie. Era sabroso pasear al aire libre, disfrutando de esa brisa fresquita como granizada. A sus sesenta y tantos años, parecía una mujer de apenas cincuenta que incluso algunos tomaban por cuarentona; y tenía un porte atractivo que muchas veinteañeras envidiaban. Era un ejemplar de hermosura en aquella tierra donde abundaban las bellezas.

Caminó con paso ligero, sorteando los charcos en medio de los adoquines. Mucho antes de llegar, el aire comenzó a traerle un tufillo al que no prestó atención hasta que dobló la esquina y descubrió el desastre. Durante unos instantes contempló los restos del incendio, inmóvil y estupefacta. Después vio las dos figuras agazapadas frente al edificio y se acercó a ellas casi con sigilo.

—Doña Caridad —llamó en susurros, porque no se atrevió a darle los buenos días.

La mujer alzó la vista, pero no aunó a responder. Sólo cuando volvió a contemplar su antigua casa, murmuró:

—Hoy no tengo jabones.

Cecilia se mordió los labios y observó a la criatura que continuaba aferrada a su madre.

—¿Tienes adonde ir?

La mujer movió la cabeza.

Cecilia le hizo señas a un carruaje que se había apostado en la esquina.

—Vamos —le dijo, inclinándose para ayudarla—. No pueden quedarse aquí.

Sin oponer resistencia, Caridad se dejó guiar hasta el coche. Ña Ceci gritó una dirección y el cochero azuzó a sus caballos que corrieron en dirección al mar, pero nunca llegaron a él. Tras andar algunas calles, se desviaron hacia la izquierda y se detuvieron en una barriada silenciosa.

Un hombre que las vio desde la otra acera, cruzó la calle.

—¿Cuánto es lo tuyo, linda? —preguntó, arrimándose a Caridad.

Por primera vez desde el desastre, la mujer reaccionó. Le dio un empujón al hombre que casi lo tumba. Éste se abalanzó hacia ella como si fuera a pegarle, pero doña Cecilia se interpuso.

—No estamos abiertos a esta hora, Leonardo. Y ella no está a la venta.

La actitud altiva de Cecilia fue suficiente para que el hombre retrocediera.

—Lo siento —murmuró Cecilia, mientras abría la puerta.

Caridad dudó unos segundos, pero acabó por cruzar el umbral. Dentro no vio una sala ni un comedor, sino un patio enorme enmarcado por cuatro galerías techadas y puertas a todo lo largo. Varias prendas femeninas descansaban sobre los muebles diseminados por doquier. Y de pronto recordó cómo había conocido a la mujer.

—¿Entonces los jabones…? —comenzó a decir, sin saber qué debía preguntar.

Doña Cecilia la miró unos instantes.

—Pensé que lo sabías —dijo—. Tengo una casa de citas.

No le quedaba otra alternativa. Era la calle o aquel prostíbulo. Doña Ceci dejó que se instalaran en el único cuarto vacío, abandonado por una pupila que había desaparecido sin dejar rastro. Cada tarde, madre e hija se encerraban en su habitación. Sólo por las mañanas permitía Caridad que la niña saliera a jugar al patio, mientras ella se empeñaba en servir de criada. Pero Cecilia ya tenía a una mujer que hacía la limpieza. Caridad aprovechaba cualquier descuido suyo para barrer, lavar alguna ropa que hubiera quedado abandonada o limpiar un poco. La mujer se quejó a doña Ceci, creyendo que intentaban quitarle su puesto.

—¿Por qué no trabajas de verdad? —le propuso una tarde—. Dejaré que escojas a tus clientes. Ya sé que vienes de otro ambiente y no estás acostumbrada.

—Nunca podría hacerlo.

—Eres más bonita que ninguna. ¿Sabes lo que podrías ganar?

—No —repitió Caridad—. Además, ¿qué ejemplo le daría a mi hija? Ya es casi una señorita.

Cecilia suspiró.

—Me apena decírtelo, pero si no trabajas no podrás quedarte. Llevo meses sin usar ese cuarto, y es dinero que pierdo. Ya tengo a dos muchachas interesadas en ocuparlo.

—En cuanto tenga un trabajo, podré pagarte por él. La gente necesita criadas…

—Nadie quiere niños ajenos en su casa —le aseguró doña Cecilia.

Caridad la miró aterrada.

—Yo podría… yo podría…

—Te estoy ofreciendo lo que no le ofrezco a ninguna: escoger sus clientes… Créeme, eso subirá tu precio.

—No sé —tartamudeó—. Déjame pensarlo.

—No tengas miedo. Llevo toda la vida en este oficio y no es tan malo como dicen.

—¿Toda la vida?

—Desde que era una criatura.

—¿Cómo…? —dudó—. ¿Cómo ocurrió?

—Vivía por la Loma del Ángel y jugaba por las calles medio desnuda, sin casa y sin familia, sobreviviendo como podía. Ya empezaba a tener pechos, pero no me daba cuenta. Me recogió una mujer que vendió mi virginidad por una fortuna, y aquí me ves: todavía no me he muerto. —Se rió suavemente—. Fíjate si me ha ido bien que hasta aparezco en una novela.

—¿En una novela? —repitió Caridad, que no entendía cómo alguien vivo podía aparecer en un libro.

—Cuando todavía andaba mataperreando por las calles, me descubrió un abogado que había abandonado su bufete para hacerse profesor. Siempre que me veía, me llamaba y me daba algunas monedas o caramelos. Creo que se enamoró de mí, aunque yo sólo tenía doce años y él debía de andar por sus treinta. Después que me llevaron al prostíbulo, dejé de verlo, pero luego me enteré por un cliente que el profesor había escrito una novela y que la protagonista se llamaba igual que yo.

—¿Escribió tu historia? —preguntó Caridad súbitamente interesada.

—¡Claro que no! Si no sabía nada mí. Su Cecilia Valdés y yo sólo teníamos de parecido el nombre y que habíamos correteado por la Loma del Ángel.

—¿Leíste la novela?

—Un cliente me la contó. ¡Dios mío! La de cosas que inventó don Cirilo. Imagínate que en la novela yo era una inocente muchacha, engañada por un niño blanco y rico que me seduce, y al final resulta que somos medio hermanos. ¡Qué perversidad! Al final, el niño rico paga con su vida, porque un negro celoso le dispara a la salida de la iglesia en el momento en que se está casando con una dama de alcurnia. Yo me vuelvo loca y termino en un manicomio… ¿Cómo pueden inventar tantos disparates los escritores? —Arrugó el ceño y pareció perderse en sus pensamientos—. Siempre he pensado que deben de andar medio trastornados.

—¿Y nunca volviste a verlo?

—¿A don Cirilo? Me lo encontré por casualidad un día. Había estado preso, creo que por algún lío político, y salió del país; pero regresó después de un indulto. Resultó que me tenía como el gran amor de su vida, aunque nunca nos dimos ni un beso. No me dejó ir hasta que no supo mi dirección. ¿Y puedes creer que vino varias veces al prostíbulo, preguntando por mí?

—¿Lo recibiste?

—Ni que estuviera loca. Ya le había contado la historia a la dueña anterior, que se asustó más que yo. Cada vez que venía, le decía que yo estaba ocupada. Nunca quise enredarme con lunáticos —suspiró—. Pero un día nos tropezamos en la calle y me dio lástima. Así es que le acepté una invitación para cenar. Vino a verme antes de irse a Nueva York. Después regresó un par de veces a La Habana, y siempre me traía flores o dulces, como si yo fuera una gran dama. La última vez fue hace tres años. Tenía más de ochenta años, y todavía tocó a la puerta de esta casa con un ramo de rosas.

—¿Volvió a Nueva York?

—Sí, y se murió casi enseguida… Pero la vida tiene cosas raras. ¿Te acuerdas de aquel joven que se nos arrimó cuando llegaste a casa?

—Sí.

—Se llama Leonardo, igual que el señorito blanco de la novela. Unos días después que murió don Cirilo, se apareció en mi puerta. Quería que lo atendiera, pero a esta edad no estoy para esos menesteres. Ya ha venido varias veces y siempre se va furioso con mis desplantes, sin interesarse por las muchachas. A veces creo que es la sombra del propio Cirilo, o una maldición que me dejó con esa novela suya… Bueno, ahora está obsesionado contigo.

Doña Cecilia pareció salir de su embeleso y se dio una palmada en la frente.

—¿Cómo no se me ocurrió antes? ¿Sabes quién es tu orisha regente?

—Creo que Oshún.

—Déjame hacerle una rogación. Ya verás que te quita ese miedo a los hombres.

Caridad vaciló unos segundos. No sabía si seguirse negando o dejar que la mujer hiciera lo que le viniera en ganas. Ella no creía que ningún orisha pudiera quitarle sus escrúpulos, pero no dijo nada. Quizás la ceremonia le daría algunos días más para pensar en lo que debía hacer. Una sola cosa le preocupaba.

—No quiero que Mechita se entere de nada.

—Lo haremos a la medianoche, cuando ella duerma.

Pero Mercedes no durmió esa noche. Un canturreo monótono y saltarín alejó el sueño que comenzaba a asentarse sobre sus párpados. Se deslizó de la cama y vio que su madre no estaba en la suya. Abrió la puerta con sigilo, pero sólo vio el fulgor de la luna que bañaba el patio desierto. Siguiendo la voz, avanzó por el pasillo hasta un ventanal de donde escapaba una luz temblorosa y amarilla. Sin hacer ruido, buscó una silla y se subió a mirar. En un rincón, una anciana sin dientes se mecía al ritmo de su propio canto mientras ña Ceci vertía un líquido oleaginoso sobre la cabeza de una mujer desnuda. El aroma punzón de la miel hirió su olfato. El oñí —como lo llamaba su madre con el mismo vocablo que usara Dayo, la abuela esclava— hacía brillar su piel.

—Oshún Yeyé Moró, reina de reinas, vierto esta miel sobre el cuerpo de tu hija y te ruego en su nombre que le permitas servirte —decía ña Cecilia, dando vueltas en torno a la figura inmóvil—. Ella quiere ser fuerte, ella quiere ser libre para amar sin compromisos. Por eso te pido, Oshún Yeyé Kari, líbrala de pudores, déjala sin miedo y sin vergüenza…

Las llamas de las velas se agitaron ante una corriente invisible, como si alguien abriera una puerta lateral. La mujer, que hasta el momento permaneciera inmóvil, pareció estremecerse bajo una ráfaga helada y deslizó las manos por sus muslos, esparciendo el oñí. Mercedes no podía verle el rostro, pese a la luna que centelleaba sobre ella desde la ventana.

—Oshishé iwáaa ma, oshishé iwáaa ma omodé ka siré ko hará bi lo sóoo…, —cantó la anciana negra con voz ahogada, mientras la mujer comenzaba a reír con suavidad y a moverse en un baile extrañamente voluptuoso.

La niña experimentó un cosquilleo entre las piernas. Oscuramente deseó que la miel cayera también sobre ella y se mezclara con el rocío que humedecía la ciudad y sus habitantes. Le hubiera gustado perderse en aquel trance que hacía reír a la mujer como si fuera una loca, y agitar sus caderas con un temblor telúrico.

Na Cecilia se apartó de ella. Ahora la ancestral voz africana transformaba el ritmo en una cadencia sensual y agitada como el galope de una bestia. La mujer desnuda se arqueó sobre sí y gimió.

—Es tuya, Leonardo —dijo doña Cecilia.

De las sombras surgió una figura. Mercedes reconoció de inmediato al hombre que las había asustado. La mujer le dio la espalda al hombre que se acercaba y, por primera vez, la niña vio el rostro de su madre. El hombre se pegó a ella, pero su madre, en vez de rechazarlo, dejó que la acariciara.

El patio empezó a dar vueltas alrededor de Mercedes y todo se puso más negro que la noche. La luna desapareció y el mundo también.

Leonardo tomó en sus brazos el cuerpo desnudo de Caridad y entró con ella a un cuarto aledaño, mientras el canto seguía estremeciendo la noche. Doña Cecilia abrió la puerta para salir al patio y encontró a la niña desfallecida. Enseguida comprendió lo ocurrido. La cargó y la llevó hasta la cama. Buscó agua en una jofaina cercana, pero no había.

Recordó el jarrón de miel que había dejado junto a la puerta y fue a buscarlo. Tomó un poco con el dedo y humedeció con ella los labios y las sienes de la criatura. El fuerte dulzor del oñí pareció reavivarla.

—Parece que estuviste soñando —le dijo doña Ceci cuando se encontró con la mirada de la niña—. Te caíste de la cama.

Mercedes no dijo nada. Cerró los ojos para que la dejara sola, y eso fue lo que hizo doña Cecilia.

Tan pronto como la puerta se cerró, se incorporó en su cama y descubrió el cántaro de miel. Sin pensarlo, metió su mano en la vasija. Afuera los tambores continuaban adorando a la orisha del amor, mientras Mercedes se untaba con miel todos los recovecos del cuerpo. Oñí para sus ardores, fuego para su impaciencia… El hechizo de Oshún había penetrado en ella.