Alma de mi alma

La aldea se hallaba en las inmediaciones de Villar del Humo, un poco al oeste, como quien va en dirección a Carboneras de Guadazaón. Era un sitio muy parecido a otros dispersos por la serranía de Cuenca, pero a la vez diferente. Para empezar, ni siquiera aparecía en los mapas. Sus pobladores lo llamaban Torrelila, aunque su nombre no guardaba relación con los amasijos de campánulas que inundaban las faldas de la sierra y que se extendían como una alfombra hasta el río; tampoco tenía que ver con el color de los azafranes que abundaban en la zona.

Torrelila debía su nombre a una criatura feérica. Según la leyenda, era un espíritu más antiguo que la propia aldea y vivía en un manantial desde hacía siglos. Le llamaban «La mora de la fuente» y muchos aseguraban que era posible verla el día de San Juan, cuando abandonaba su mansión acuática y se sentaba junto a un torreón semiderruido para peinar sus cabellos. Algunas viejas suponían que estaba emparentada con las mouras gallegas, que también salen a peinarse en esa fecha; otras afirmaban que era prima de las xanas asturianas, habitantes de arroyos y ríos, y que padecen igual obsesión por acicalarse. De cualquier manera, el hada de la sierra vestía una túnica lila, a diferencia de sus parientas del norte que preferían el blanco.

Ángela no sabía nada de eso cuando llegó a Torrelila; y de haberlo escuchado, tampoco habría mostrado el menor interés. Ella y sus padres estaban demasiado ocupados en remozar la diminuta vivienda que se hallaba a unos cien pasos de la casa del tío Paco. Años atrás, la choza había servido de almacén. Ahora la luz del sol penetraba por los agujeros del techo, y la frialdad vespertina se colaba por las ventanas cuarteadas.

Por suerte, era la época de menos trabajo en el campo. Las espigas apenas asomaban y sólo era necesario cuidar que las malas hierbas no ahogaran los retoños. Pedro, el tío Paco y otros dos lugareños se afanaron en reparar la casa, mientras las mujeres bordaban cobertores y cortinas. Entre puntada y puntada, la esposa de Paco, una aldeana rolliza y de nariz roja, alertaba a Ángela sobre los modos y costumbres de la zona.

—No te alejes de los trillos —advertía doña Ana—. Por esta sierra vagan todo tipo de criaturas… ¡Y no te fíes de ningún desconocido, por muy inofensivo que parezca! No vaya a ocurrirte como a la pobre Ximena, que se tropezó con el mismísimo diablo cuando éste tocaba su flauta en la cueva de las pinturas, y desde entonces anda loca de remate…

Ángela la escuchaba a medias, preguntándose a ratos qué habría sido del Martinico. El duende no había vuelto a aparecer desde que pasaran por Ciudad Encantada, donde se detuvieron un rato a descansar, fascinados por la belleza de esos parajes. La región debía su nombre a un conjunto de piedras talladas por la mano milenaria de las aguas. Vagar entre ellas era como pasear por un pueblo fantasmagórico o por los jardines de algún castillo mítico.

El Martinico, que los había perseguido haciendo toda clase de ruidos y quebrando ramas a su paso, guardó un silencio de muerte cuando vislumbraron la silueta de los promontorios. Ángela pensó que por lo menos el fastidioso duende no era indiferente a ciertos actos de Dios. Horas más tarde, notó que parecía haberse eclipsado. No le dio mucha importancia, pues supuso que estaría explorando algunos de los recovecos —escaleras, toboganes, senderos— que abundaban en el lugar. Sólo dos noches después de llegar a Torrelila se dio cuenta de que no había vuelto a verlo. ¿Se habría librado de él para siempre? Tal vez sólo fuera un duende que buscaba un sitio mejor para vivir.

—…pero ese estado le dura pocas horas —decía doña Ana, tras comprobar la terminación de un volante—. Así es que ella sigue esperando por algún mozo que la libere del hechizo; y aquel que lo logre, se casará con ella y conseguirá muchas riquezas… algunos dicen que hasta la inmortalidad.

Ángela no supo si la mujer había estado narrando un cuento de hadas o una leyenda de la zona, pero no se molestó en averiguar. En ningún caso le interesaba. Absorta en su labor, ni siquiera notó que los hombres ya estaban de regreso, hasta que su madre le pidió ayuda para sacar el asado del horno.

Cada mañana escuchaba el mudo quejido de la sierra, como si allí palpitara un sufrimiento antiguo. Por las tardes, al final de sus labores, salía a vagar por las inmediaciones en busca de algunas hierbas para cocinar, después de meter en su morral pan, miel y alguna fruta que se iba comiendo por el camino. Recorría los trillos apenas hollados y se perdía entre el follaje multiverde de la cordillera. Poco a poco sintió regresar su melancolía: la misma que precediera la llegada del Martinico; pero ahora venía cargada de angustia. Quizás fuera aquel silencio expectante de los bosques. O ese latido omnipresente que golpeaba, constante y doloroso, su corazón.

Así transcurrieron algunas semanas.

Una mañana se deslizó de su cama más temprano que de costumbre y decidió salir en busca de hierbas. Toda la noche había sentido una rara ansiedad, y ahora su pecho palpitaba mientras subía hacia una zona que nunca antes había explorado.

Impulsada por su instinto, anduvo en dirección a la cumbre oscurecida de nubes. El viento soplaba con un ulular extraño y muy pronto descubrió el origen del sonido: el aire jugueteaba entre los resquicios de un torreón que se caía a pedazos junto a una fuente. Agotada por la subida, se detuvo a descansar.

Pese a la cercanía del verano, los entornos de la sierra rezumaban su frialdad matutina. Ángela levantó el rostro al sol para sentir sus rayos, que ya comenzaban a calentar con fuerza. A sus espaldas, el susurro de unas gasas cubrió la voz de la brisa. Ángela se volvió sobresaltada. Junto a la fuente, una joven se peinaba con los pies sumergidos en el agua.

—Hola —dijo Ángela—. No te sentí llegar.

—No me viste —le aclaró la otra, sin dejar de acicalarse—. Ya estaba aquí cuando apareciste por ese trillo.

Ángela no replicó. Observó las hebras doradas que caían sobre los hombros de la desconocida y sintió un ramalazo de inquietud, pero la joven abandonó su arreglo y le sonrió.

—No deberías andar por estos lugares.

—Ya me lo advirtieron —reconoció Ángela, recordando las palabras de doña Ana.

—Una joven se expone a muchos peligros en esta sierra.

—Tú también eres joven y estás tan campante, peinándote en el bosque.

La desconocida contempló a Ángela unos segundos, antes de afirmar:

—Algo te está sucediendo.

—¿A mí?

Pero la otra se limitó a observarla, esperando una respuesta. Los pies de Ángela juguetearon con un helecho empapado en rocío.

—Ni yo misma lo sé —admitió finalmente—. A veces quiero llorar, pero no encuentro razón.

—Mal de amores.

—No estoy enamorada.

—Arranca ese helecho y llévalo a casa —recomendó la doncella—. Te dará suerte.

—¿Eres bruja?

La desconocida se rió, y su gorjeo fue como el murmullo de los arroyos que bajan de las cumbres. Ángela observó la peineta que la joven enterraba de nuevo en sus cabellos y tuvo un presentimiento.

—Te diré algo más —continuó la doncella, estudiando las nubes que comenzaban a sombrear la mañana—. Hoy es un día especialmente peligroso… ¿Trajiste miel?

—¿Quieres? También tengo pan.

—No es para mí. Pero si te encuentras con alguien más, ofrécele lo que llevas.

—Nunca le he negado comida a nadie.

—Nadie te pedirá nada; eres tú quien deberá ofrecer, hoy o cualquiera de estos días en que empieza el verano. —Los ojos de la doncella se oscurecieron—. Si no lo haces…

Dejó la frase inconclusa, pero Ángela prefirió no escuchar algo que podría atemorizarla aún más, pues acababa de notar la extremidad que afloraba bajo las gasas violetas que se hundían en la fuente; una extremidad muy diferente a la tez sonrosada de la doncella, porque era una cola escamosa y verde que se retorcía bajo la superficie líquida.

—Y tú —añadió Ángela, temblorosa—, ¿no necesitas nada?

La doncella volvió a sonreír.

—Sí, pero no está en tus manos ofrecérmelo.

Ángela se puso de pie, indecisa.

—Sé quién eres —susurró, debatiéndose entre la pena y el error.

—Todos saben quién soy —repuso la doncella sin inmutarse.

—Perdona, pero soy forastera en la zona… ¿Hay otras como tú?

—Sí, pero viven lejos —contestó la joven, mirándola fijamente—. Por aquí habitan otras criaturas que tampoco son humanas.

—¿Duendes? —aventuró Ángela, pensando en su Martinico.

—No. Algunas han estado aquí mucho antes de que llegaran los hombres; otras vinieron con ellos. Yo misma soy extranjera, pero me siento parte de este lugar y apenas recuerdo el mío. —La joven alzó el cuello y pareció olfatear el aire—. Ahora vete. No me queda mucho tiempo.

Ángela no quiso averiguar qué le ocurriría a la doncella cuando se le terminara el tiempo. Arrancó el helecho, dio media vuelta y emprendió el regreso sin mirar atrás.

—Niña, ¿dónde te habías metido? —la regañó doña Clara, junto al fogón de leña donde se asaba un cuarto de cabra.

Ángela se apresuró a sacar las hierbas aromáticas que recogiera, pero guardó el helecho tras unas vasijas, indecisa sobre lo que haría con él.

—Tío Paco tiene una visita esperando para comer, y tú perdida por ahí. ¿Por qué demoraste tanto? —repitió y, sin dejarle responder, agregó—: Lleva el pan y sirve el vino. Pusimos la mesa debajo del viñedo.

—¿Cuántos somos?

—A ver: Ana y tío Paco, dos vecinos, nosotros tres, doña Luisa y su hijo.

—¿Doña Luisa?

—La viuda que vive cerca de la salida del pueblo.

Ángela se encogió de hombros. Había conocido a mucha gente desde su llegada, pero no tenía cabeza para tantos rostros. Antes de salir, tomó la cesta de pan y el garrafón de vino. Doña Ana repartía platos y cubiertos en torno a la mesa ocupada por los hombres y una señora vestida de negro.

—Angelita, ¿te acuerdas de doña Luisa? —le preguntó su padre en cuanto la vio aparecer.

La muchacha asintió, pensando que jamás la había visto.

—Este es Juan, su hijo.

—Puedes decirle Juanco —propuso la mujer—. Así lo llamaba su padre, que en paz descanse, y así le llamo yo.

Ángela se volvió hacia el joven. Unos ojos oscuros, como el fondo de un pozo, se alzaron para mirarla, y ella sintió que se hundía en ese abismo.

La tarde se les fue en discutir cuál era la mejor manera de tostar las estigmas, cómo atacar el gusano que se comía las plantas, y el modo en que un cultivador de la zona estaba desgraciando la reputación de todos, alterando el azafrán con carbonato y otras porquerías. El asado desapareció en medio de abundantes libaciones de tinto. Los hombres siguieron bebiendo mientras las mujeres, incluida la viuda, entraban a la casa con los platos y los restos de la comida.

—…Es que quiero hacerlo antes de que oscurezca —decía doña Luisa—. Ahora mismo, aunque todavía es de tardecita, no me atrevería a ir sola.

—Ángela puede acompañarte —dijo Clara—. Deja que el muchacho se quede un rato con los hombres… Niña, ve con doña Luisa y ayúdala a encontrar unos helechos.

Por primera vez, la joven pareció salir de su estupor. Recordó la planta que tenía escondida.

—¿Para qué?

—¿Para qué va a ser, niña? —la conminó su madre, bajando la voz—. Hoy es el día de San Juan.

—Con esos helechos se curan empachos y fiebres el resto del año —explicó doña Luisa.

—Vamos, apúrate que se hace tarde.

Ángela tomó su morral y salió tras la viuda.

—Y tú también deberías recoger algunos —le aconsejó doña Luisa, cuando ya se alejaban de la casa—. Son buenos para atraer los amores y la buena suerte.

Ángela enrojeció, temiendo que la mujer hubiera descubierto lo que ya se había asentado en su corazón, pero la viuda parecía absorta en repasar los arbustos del trillo.

La muchacha la guió por un sendero que se desviaba del camino que recorriera horas antes. No quería asustar a la buena mujer con la visión de un hada peinándose al borde de su fuente. Así es que la condujo en dirección contraria, hacia una zona especialmente boscosa. Anduvieron media hora, antes de que Ángela se detuviera.

—Voy a mirar por este lado —murmuró la joven—. Detrás de aquel árbol hay varias cuevas.

—Bueno, yo buscaré por aquí, pero te advierto que no caminaré más de veinte pasos sola. Si no encuentro nada, te esperaré en este sitio.

Cada una tomó por un sendero distinto. Ángela anduvo un corto trecho y, casi enseguida, tropezó con un mazo de helechos aún húmedos de rocío. Recogió una cantidad suficiente para la viuda y para ella. Había decidido que un solo helecho no sería suficiente para conseguir lo que tanto necesitaba ahora…

Un silbido se extendió sobre los árboles y ella se detuvo a escuchar. No era un sonido repetitivo, como el de cualquier pájaro de la sierra, sino un clamor armonioso y continuo, la cadencia esquiva de una música como jamás oyera. Volvió la cabeza para ubicar su origen y, presa de una súbita urgencia, salió a buscarla.

La melodía fue saltando de roca en roca, y de árbol en árbol, hasta la entrada de una cueva. Ahora brotaba con acordes de cascada prístina y espumosa, de tempestad veraniega, de noches antiguas y heladas… En aquella canción vibraba la sierra y cada criatura que la habitaba. Ángela penetró en la gruta, incapaz de sustraerse a su llamado. En el fondo, junto a las llamas que alumbraban el lugar, un anciano tocaba un instrumento construido con cañas de diferentes tamaños. El soplo de sus labios arrancaba una oleada de cadencias graves o agudas, gráciles o ríspidas. Ella contempló los dibujos que adornaban las paredes rocosas: enormes bestias de alguna época remota y figuritas humanas que se agitaban a su alrededor. Pero no se movió hasta que el músico alzó la vista y dejó de tocar.

—Son muy antiguos —explicó él, notando su interés.

Después hizo un gesto como si quisiera desentumecer sus extremidades, y ella descubrió que sus pies se parecían a las patas de las cabras, y notó dos cuernecillos medio ocultos bajo los enmarañados cabellos. Recordó la historia sobre el demonio de la sierra, pero su instinto le indicó que aquel viejecito con pezuñas debía ser una de esas criaturas de las que hablara el hada lila. Instintivamente abrió su morral, buscó el tarro de miel que le sobrara del desayuno y se lo tendió. El anciano olió su contenido y la miró con sorpresa.

—Hacía siglos que nadie me ofrecía miel —suspiró.

Metió un dedo en el almíbar y lo chupó con deleite.

—¿Eres de aquí? —preguntó Ángela, más curiosa que atemorizada.

El viejo suspiró.

—Soy de todas partes, pero mi origen se encuentra en un archipiélago al que se llega cruzando el mar —y señaló en dirección al oriente.

—¿Viniste con los hombres?

El viejo movió la cabeza.

—Los hombres me echaron, aunque no a propósito. Más bien se olvidaron de mí… Y cuando los hombres olvidan a sus dioses, no queda otro camino que ocultarse.

Ángela comenzó a sentir un escozor en la nariz, síntoma de confusión. Una cosa, eran los espíritus de la sierra —cuya existencia había aprendido a aceptar después de la aparición del Martinico—, y otra la existencia de muchos dioses.

—¿No hay un solo Dios?

—Existen tantos como quieran los hombres. Ellos nos crean y nos destruyen. Podemos soportar la soledad, pero no su indiferencia; es lo único que puede volvernos mortales.

La joven sintió lástima de aquel dios solitario.

—Me llamo Ángela —y le tendió una mano.

—Pan —respondió él y le alargó la suya.

—Creo que no me queda —dijo ella, buscando en su morral.

—¡No, no! —se apresuró a aclarar el anciano—. Ese es mi nombre.

La muchacha se quedó de una pieza.

—Deberías cambiártelo. Confundirás a todos.

—Nadie recuerda —suspiró él.

—¿Recordar qué?

El rostro del viejo se iluminó.

—No importa. Has sido muy amable conmigo. Puedo ayudarte en lo que quieras. Todavía conservo algunos poderes.

El corazón de Ángela latió sin concierto.

—Hay algo que quiero más que nada.

—Dime… —comenzó a decir él, pero se interrumpió para mirar algo detrás de la joven.

Ella se volvió. De pie, junto a la entrada de la cueva, el Martinico brincaba y hacía unas muecas absolutamente idiotas.

—No puedo creerlo —gimió Ángela—. ¡Creí que te habías ido al infierno!

Se mordió la lengua, mirando de reojo al viejo, pero éste no pareció ofendido. Por el contrario, preguntó con genuina sorpresa:

—¿Puedes verlo?

—¡Claro que puedo! Es una maldición.

—Puedo librarte de ella.

—¿Y me ayudarías a conseguir algo más?

—Sólo puedo ayudarte con una cosa. Aunque si uno de tus descendientes necesitara de mí, incluso sin conocer nuestro pacto, podría otorgarle lo que quisiera… dos veces.

—¿Por qué?

—Es la ley.

—¿Cuál ley?

—Ordenes de allá arriba.

Así, pues, existía un poder más fuerte que el de los dioses de la sierra. Pero ese poder había restringido sus posibilidades de escoger.

Observó angustiada las cabriolas del Martinico y pensó en la mirada que aguardaba por ella en las faldas de la sierra.

—Muy bien —decidió—. Tendré que seguir viviendo con mi maldición a cuestas.

—No entiendo —repuso él—. ¿Qué puede ser más deseable que librarte de eso?

Y la joven le contó al dios Pan sobre el dolor de un alma que ha descubierto su propia alma.

Juan le aseguró que la había amado desde el momento en que la vio, pero ella sospechaba que aquel convencimiento era una creación del dios exiliado —la obra perfecta de un espíritu antiguo—. Cada mes iba a la cueva a dejarle miel y vino, segura de que el anciano se zampaba sus golosinas con deleite, aunque nunca pudo verlo de nuevo.

Su noviazgo, por otro lado, no fue muy largo. Duró el tiempo suficiente para que Juan terminara de construir el nuevo hogar, ayudado por varios aldeanos, en una parcela vacía que se hallaba cerca de la casa de sus padres. Mientras los hombres se afanaban cortando, lijando y clavando tablones, las mujeres ayudaron a la novia con el ajuar, hilando y tejiendo toda clase de manteles, cortinas, ropa de cama y alfombras.

Los primeros meses de matrimonio fueron idílicos. Por alguna razón, el Martinico volvió a desaparecer. Quizás había comprendido que existía alguien más importante en su vida y se había retirado a algún rincón de la cordillera. No le dolió su ausencia. Era un duende malcriado que sólo producía molestias, y pronto lo olvidó. Además, comenzaron a surgir otros problemas.

Por un lado, los gusanos devoraban las cosechas de la zona y Juanco se devanaba los sesos pensando en una solución. Por si fuera poco, Ángela lo sorprendió varias veces leyendo un papel misterioso que siempre guardaba cada vez que ella se acercaba. ¿Quién podría escribirle a su marido? ¿Y por qué tanto secreto? Además, su propia salud pareció declinar. Siempre estaba cansada y vomitaba con frecuencia. No le dijo nada a su madre, porque no quería que volviera a llevarla a una curandera. Sólo cuando notó que los lazos de su vestido apenas cerraban, sospechó lo que ocurría.

—Ahora sí tendremos que hacerlo —dijo Juan al recibir la noticia.

—¿Hacer qué?

El hombre sacó de su bolsillo aquel papel arrugado y se lo tendió.

—¿Qué es? —preguntó ella, sin intentar leerlo.

—Una carta de tío Manolo. Me ha escrito varias veces, diciéndome que necesita un ayudante. Quiere que vayamos allá.

—¿Adónde?

—A América.

—Eso está muy lejos —replicó la joven y se acarició el vientre—. No quiero viajar así.

—Escúchame, Angelita. La cosecha está perdida y no nos queda dinero para reponerla. Muchos vecinos ya se han mudado o están empezando otro negocio. No creo que vaya a haber más azafrán por aquí. Podríamos ir más al sur, pero no tengo dinero ni quien me lo preste. Esto del tío Manolo es una buena oportunidad.

—No puedo dejar a mis padres.

—Será por poco tiempo. Ahorraremos algo y después regresamos.

—Pero ¿qué voy a hacer sola en un país extraño? Necesito a alguien que sepa de niños.

—Mamá vendría con nosotros. Siempre me ha dicho que le gustaría ver a su hermano antes de morir.

Ángela suspiró, casi vencida.

—Tendrás que hablar con mis padres.

Pero la noticia les cayó como un rayo, y poco pudo decir Juan para consolarlos. El propio Pedro había hablado con su mujer sobre la posibilidad de marcharse a la ciudad, pero doña Clara no quiso ni oír hablar de eso. Y ahora, de pronto, se enteraba de que no sólo se separaría de su hija, sino que ni siquiera vería nacer a su nieto. Sólo se tranquilizó un poco cuando supo que Luisa los acompañaría. Al menos, la mujer estaría junto a su hija durante el parto.

Entre los cinco empacaron lo necesario. Como el viaje hacia la costa era largo y Juan no quería que sus suegros desandarán solos el camino de vuelta, los convenció para que se despidieran allí mismo. Entre lágrimas y consejos se dijeron adiós. Ángela nunca olvidaría la silueta de sus padres, a la vera de aquel trillo polvoriento que moría en la puerta de su casa. Fue la última imagen que tuvo de ellos.

***

Desde la popa del barco vio esfumarse la línea del horizonte. Perdida en la bruma de las aguas grises, su tierra semejaba un país de hadas, con sus torrecillas y palacetes medievales, sus tejados rojizos y la agitación portuaria que ahora se alejaba de ellos.

La joven se quedó mucho rato en cubierta, junto a doña Luisa y Juan. Su marido hablaba sin cesar, haciendo planes sobre su nueva vida. Parecía ansioso por emprender algo distinto y había oído hablar mucho de América; un lugar mítico donde todos podían enriquecerse.

—Tengo frío —se quejó Ángela.

—Ve con ella, Juanco —lo animó doña Luisa—. Yo me quedaré un poco más.

Amorosamente, la ayudó a arrebujarse en su chal y, juntos, bajaron las escaleras hasta el camarote. Juan tuvo que forcejear un poco con la cerradura oxidada del modesto aposento. Después se apartó para dejarla pasar. Ángela gimió.

—¿Qué te pasa? —preguntó él, temeroso de que el parto ya hubiera empezado.

—Nada —susurró ella, cerrando los ojos para borrar la visión.

Pero su treta no resultó. Cuando volvió a abrirlos, el Martinico seguía sentado en medio del desorden de ropas, cubriéndose cómicamente la cabeza con su mejor mantilla.