Comisaría de Puigcerdà
A las ocho menos veinte se metió en su despacho con el café, el informe del ex comisario Salas-Santalucía bajo el brazo derecho y Tania cabreada al otro extremo de la línea. Hacía un frío de dos pares y ni siquiera la taza de café ardiendo que se había tomado en El Edén conseguía calentarle el cuerpo. Aunque no se podía decir lo mismo de la bronca que le estaba echando la leona… El expreso doble que llevaba en la mano era el segundo del día y al primer sorbo, con la distracción del teléfono y la entrada en comisaría, ya le había chamuscado la lengua. Y ahora la tenía como el esparto. J. B. cerró la puerta por dentro, dejó el informe y el café asesino sobre la mesa, y colgó la chaqueta en el perchero.
Se disculpó varias veces y escuchó sus justificadas quejas por haberla dejado esperando la noche anterior. Cada vez estaba más convencido de que no sería con ella con quien rompería sus tres reglas sagradas. Había que reconocer que era la segunda vez que se olvidaba de ella, y que la primera se lo había tomado muy bien, tal vez demasiado, pero tener esa espada de Damocles acechándole siempre no era para él. Habían salido dos veces, sí, y lo había pasado bien, cierto. Quedaría con Tania otro par más y, después, ella y sus reivindicaciones serían historia. Así que cuando ya colgaban, ella le propuso quedar y, cuando él se resistió diciendo que tenía mucho trabajo, ella prometió que esa cena en su casa no la iba a olvidar. Y él… no pudo negarse.
J. B. quería dedicar el día a poner orden y repasó sus objetivos: revisar los resultados del laboratorio, volver a llamar a la bodega para presionar, y examinar el croquis de las marcas de ruedas de la escena que había hecho el caporal para compararlo con las fotos de la científica. Todo era importante, pero la botella era lo principal. Y aunque el ex comisario se había comprometido a averiguar su origen, J. B. no tenía claro hasta qué punto podría ayudarle. Ahora que las ventas por Internet estaban tan en boga, no tenía ni idea de por dónde empezar hasta que supiese por qué canal se había comercializado o de qué tienda procedía.
Además, faltaba revisar el informe sobre el CRC, estudiar la posible implicación de alguno de sus miembros en la muerte de Bernat y, de paso, encontrar algún detalle en sus páginas que los relacionase con la muerte del padre de Miguel. Retiró la tapa del vaso y removió el contenido. Cuando dejó de humear, abrió el dossier del ex comisario, al tiempo que el primer sorbo le recalentaba la lengua rasposa.
Diez minutos más tarde sonó el teléfono.
—Arnau acaba de dejarme unos papeles para ti y se ha ido a La Seu por algo relacionado con el accidente. Yo tengo que salir, así que los dejo en tu casilla.
Y Montserrat colgó sin esperar respuesta.
J. B. miró la hora. No podía tratarse del bastón, porque en el laboratorio normalmente necesitaban más tiempo. En cualquier caso, nadie debía tener acceso a esos informes hasta que él investigase otros frentes, como el quad de Santi o el CRC. Necesitaba hablar con Montserrat y advertirle que nadie debía verlos.
Un par de horas más tarde, cuando ya había leído casi la mitad del informe que le había pasado el ex comisario, J. B. hizo una pausa. Extendió los brazos para desentumecer la musculatura y giró la butaca para echar un vistazo por la ventana. La cumbre del Puigmal seguía blanca. J. B. se preguntó cuánto tiempo necesitaría el sol para derretir toda esa nieve y recordó lo que había comentado Miguel en la fiesta sobre la temporada de esquí, el único período en el que afloraba vida en muchas de las urbanizaciones fantasma que sembraban el valle. Sus ojos repararon en el sobre de Desclòs que había recogido de su taquilla.
El sobre contenía el documento sobre el consejo que J. B. le había pedido. Según él, oficialmente el CRC lo formaban un grupo de propietarios que se ocupaba de regular las operaciones de compra y venta de terrenos en el valle. En sus estatutos constaba que los miembros eran elegidos por los ayuntamientos, pero no era difícil advertir que los nombres no habían variado desde hacía décadas y que los apellidos seguían siendo los mismos casi desde su fundación. Quedaba claro que su principal función era asegurarse de que la propiedad de las tierras del valle estaba en manos de los autóctonos y alejarlas de los especuladores. Lo que no quedaba tan claro era qué los legitimaba para decidir si las compras o ventas eran convenientes, y en cualquier caso, para quién lo eran. También parecían estar relacionados con las recalificaciones de tierras, una atribución que legalmente correspondía al departamento de gestión del suelo de cada ayuntamiento y que debía ceñirse al plan de urbanismo dictado por la Generalitat.
J. B. cerró el portafolios y se acercó a la ventana.
El aparcamiento estaba completo, aunque no en la zona de las motos. Ver la suya le recordó el trayecto con la hermana de Miguel. Sonrió al pensar que al final ella había metido las manos en sus bolsillos. Bien. Se le ocurrió que era como si hubiese dos personas en ella: la abogada inflexible y la niña de la foto, que de vez en cuando aparecía con su luz salvaje y la cercanía de un colega. Había que reconocer que sabía ir de paquete, pues cuando empezó a apretar en las curvas para comprobar si sólo sabía mandar, se había pegado a él como una profesional. Eso sí, al pisar el suelo había vuelto a la carga defendiendo a la veterinaria…
Se preguntó si estaría al corriente de lo que le había contado el ex comisario sobre su padre, de la supuesta relación de Bernat con su muerte. No era probable, y dio por hecho que tampoco sería capaz de encontrar al remitente de la botella, tal como había prometido. Bueno, por lo menos no podría quejarse de que él le hubiese puesto impedimentos, aunque decirle que la dejaba hacer mientras no se metiese en su terreno había sido arriesgado. Había que reconocer que la lista de enfermos que tomaban digoxina que le había proporcionado le ahorraría la visita a la farmacia. Llamó a la farmacéutica para anular la reunión y, mientras esperaba, abrió el cajón para ver la lista de la letrada. Seguro que ya estaba en Barcelona, con la toga puesta y machacando a algún infeliz. J. B. colgó tras dejar un escueto mensaje. Debía de ser un espectáculo verla en acción y, desde luego, era mejor tenerla a favor que en contra, igual que sucedía con el ex comisario. El teléfono sonó y evaporó esos pensamientos.