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Hospital de Puigcerdà

Un familiar directo. ¿Acaso había alguien más directo que ella? Salió disparada del salón con la BlackBerry en la mano, cogió la chaqueta del perchero y cerró de golpe. Cinco minutos más tarde, el A3 se incorporaba a la N-260 en dirección a Puigcerdà. Había recorrido el trayecto hasta allí maldiciendo la absurda confidencialidad que argumentaban al teléfono para ciertas cosas. La ponía enferma que obtener respuestas dependiese del humor del maldito funcionario. Eso sin olvidarse del descaro con el que, a veces, se distribuía sin control de ningún tipo la información privada.

Intentó mantenerse serena, pero la culpa por haber pensado tan mal de Dana la mortificaba como un pecado inconfesado. Mientras circulaba hacia Puigcerdà, con el cielo ya casi negro, empezaron a anegársele los ojos. No era momento de llantos. Ya imaginaba la cara de Dana si la veía llegar con aspecto lloroso. Ella, que siempre era la fuerte, no podía flaquear en un momento así. Además, seguro que no era grave. Pero, entonces, ¿por qué no había respondido ella misma? Pues porque en los hospitales nada más entrar ya te quitan el móvil, tonta.

Las luces del cruce de Ger la sacaron de sus cavilaciones y, de pronto, reparó en que ni siquiera había preguntado por Miguel. Puede que él también estuviese allí. Eso la hizo relajarse un instante, hasta que fue consciente de que nadie la había avisado. Tal vez no podían, y esa idea le aceleró las pulsaciones. El tipo del teléfono podía haberle dicho algo más, seguro. Averiguaría quién había respondido con el móvil de Dana y se ocuparía de que no pudiese volver a hacerlo. Ese incompetente, aparte de no aclararle nada, había empleado un tono que hacía sospechar lo peor, y ahora no podía dejar de pensar en que había ocurrido algo grave.

Por fin llegó a la rotonda del jugador de hockey y torció a la izquierda para entrar en la ciudad. Apenas podía soportar el dolor en el estómago y entonces fue consciente de que había hecho todo el trayecto desde la finca con el estómago encogido. Intentó relajar los abdominales, pero así también le dolían, y los mantuvo tensos mientras subía por la avenida Catalunya hasta llegar a la rotonda del casino Ceretà. La rodeó mientras dudaba si entrar directamente en el parking, pero vio que un poco más adelante un coche salía de una zona azul y se clavó con impertinencia tras él con el intermitente alerta. Así, cuando tuviese que llevarla a casa, estaría cerca y no tendrían que andar mucho. Se le ocurrió que ese hueco para aparcar era una buena señal.

Dos minutos más tarde Kate entraba en urgencias erguida, con las manos húmedas y clavando los tacones. No iba a dejar que ningún funcionario endiosado le diese largas por los lazos de sangre. Se plantó delante del pequeño mostrador de urgencias y miró a la chica como a un testigo de la oposición.

—Me han dicho que Dana Prats está en este hospital.

La joven con bata blanca asintió sin mirarla y se concentró en la pantalla del ordenador.

Kate escuchó el tecleo seco de sus dedos buscando información mientras notaba cómo el borde metálico del mostrador se le incrustaba en las palmas de las manos. Presionó aún más fuerte. El dolor la mantenía conectada, alerta a la respuesta de la recepcionista. Cabreada con el mundo. En un momento dado oyó a alguien hablando detrás de ella y recordó que no estaban solas. Que no se le acercasen a decirle nada, o lo lamentarían. A partir de ese instante fue consciente de las miradas que dirigían a su espalda las personas sentadas en la sala. Al entrar había visto a bastante gente, pero no podía decir cuántos eran ni de qué edad o sexo. En realidad, ni siquiera había pensado en si había una cola a la que ponerse. En seguida empezó a impacientarse.

—Dana Prats —repitió con sequedad.

La chica levantó la vista y Kate le sostuvo la mirada.

—Sí, está aquí. ¿Y usted es…?

—Su hermana. ¿Puedo verla?

La expresión de la joven cambió radicalmente. Kate la vio coger aire y tratar de sonreírle con esa conmiseración que suele preceder a las malas noticias. Eso le aceleró el pulso.

—Si se sienta, avisaré al doctor para que salga a informarla.

—Quiero saber qué le ha pasado.

—Creo que ha tenido un accidente. Siéntese y el doctor saldrá en seguida.

La joven descolgó el teléfono y pulsó una tecla.

—Doctor Marós, la hermana de Dana Prats está aquí. ¿Puede bajar un momento?

Kate se la quedó mirando en silencio con la mente en blanco mientras la recepcionista la evitaba. Malo, muy malo.

—Siéntese, ahora baja el director.

Nadie iba a moverla de donde estaba. Ni hablar. No hasta enterarse de lo que pasaba y ver a Dana. Y desde luego ella no era como esa panda de alelados a los que tenían sentados en aquella sala desde ni se sabía cuándo.

La recepcionista le lanzó una mirada intimidatoria que casi la hizo reír. No tenía ni idea de con quién se estaba midiendo. Entonces se acordó de Miguel y volvió a preguntar.

Tras volver a consultar el ordenador, la joven la informó de nuevo:

—No tenemos a nadie con ese nombre, lo siento.

Kate se dirigió a la puerta de entrada mientras buscaba la BlackBerry en el bolsillo de la chaqueta. La cogió y la mantuvo en la mano mirando la pantalla. Ni rastro de Miguel. Tenía que avisarle de que Dana estaba en el hospital, pero cuando fue a marcar dudó. Mejor esperaría a hablar con el doctor, pues tampoco sabría qué decirle. Estudió de nuevo a la chica del mostrador. Ahora atendía a una pareja de andinos que llevaban un bebé de meses en brazos. Aquello podía eternizarse y Kate no estaba dispuesta a dejar que eso pasase. Miró la hora. Casi eran las ocho y fuera ya era completamente de noche. Comprendió que no iba a poder irse a Barcelona. Bueno, después de que le dieran el alta la llevaría a casa y se iría por la mañana a Barcelona. En la finca, los bolivianos que la ayudaban en la hípica podían ocuparse de ella y Chico seguro que echaría una mano.

De repente, la palabra accidente acudió a su cabeza como una aparición. La recepcionista lo había dicho, un accidente. Kate notó la camiseta pegada a la espalda y se acercó a la puerta de la sala de espera. Pero no podía esperar ni un minuto más, así que, cuando la pareja que estaba ante el mostrador fue a sentarse, ella se acercó de nuevo.

—¿Va a tardar mucho? Porque no tengo toda la noche…

La chica la miró como si hubiese dicho algo impropio y Kate empezó a sulfurarse.

—Ya le he dicho que el doctor Marós está avisado. Tiene que esperar a que…

Kate dio un puñetazo sobre el pequeño mostrador y salió de la sala sin despedirse. Había dicho Marós, ¿no? Bien, pues ya daría con él por su cuenta.

Salió al hall del hospital y esperó sujetando la puerta de uno de los ascensores a que dos camilleros entrasen a una anciana que iba en silla de ruedas. Mientras lo hacía cruzó la mirada con uno de ellos, que le sonrió. Eso le dio una idea.

—Estoy buscando al doctor Marós. ¿Sabéis dónde puedo encontrarlo?

El que la había mirado le respondió:

—Hace una media hora que salió de quirófano. Debe de estar en la sala de descanso o en la UCI.

—O en el despacho de dirección —apuntó su compañero—. Pida en recepción que le avisen.

—Ya, pero es que quería darle una sorpresa.

Los chicos intercambiaron una mirada y ella les sonrió.

—Suba, es en la primera. Si no le encuentra en la sala de doble puerta, vaya al despacho de dirección, en la cuarta.

Dos minutos después, Kate llamaba con los nudillos a la puerta de la sala de médicos. Lo peor que podía pasar era que la echasen de allí, o puede que tuviese suerte y el doctor comprendiese la situación. En ese instante vibró la BlackBerry y Kate se quedó mirando la pantalla. Paco podía esperar, el resto del mundo también, hasta que ella hubiese visto a Dana.

Cuando puso la mano en la puerta, aún con la vista en la pantalla, alguien abrió y Kate se encontró con unos ojos verde esmeralda bajo un ceño fruncido.

—Sí…

Los suyos bajaron hasta la placa niquelada que rezaba Dr. Marós, y disparó.

—Doctor, me han dicho que usted me informaría sobre Dana Prats.

Cinco minutos más tarde, Kate permanecía sentada en la sala de médicos de la primera planta. Delante de ella estaba Jorge Marós. El doctor le describía la situación de Dana sin subterfugios. De forma mecánica, Kate tomaba aliento cada poco intentando asimilar lo que le estaba contando. Cuando el doctor acabó de describir el cuadro, ella se puso de pie, le dio las gracias y salió sin oír el último ¿está bien?

Cuando cerró la puerta por fuera y se encontró en el pasillo no recordaba por dónde había venido, hasta que vio la luz de los ascensores. Antes de llegar a ellos se metió en la escalera y empezó a bajar. No quería estar en un espacio cerrado. Tampoco abandonar el hospital y dejarla allí, aunque no pudiese verla. Llegó a la planta baja y se quedó quieta al pie de la escalera. No sabía qué hacer ni adónde ir. Pero, en cuanto las náuseas aparecieron, su cuerpo decidió por ella y apenas tuvo tiempo de llegar a la calle.

Vomitó en la entrada del hospital, sujetándose a la pared de piedra con una mano e intentando no manchar el cuello de la chaqueta con la otra. Semiagachada, pensó en Quasimodo. Y, cuando acabaron las arcadas, las lágrimas se mezclaban con la saliva, los mocos y el intenso deseo de retroceder en el tiempo. Buscó un pañuelo en el bolso y, con un gesto categórico, sin ni siquiera mirarlos, echó a los dos camilleros que se acercaban a socorrerla. Se sonó e intentó respirar hondo. Pero el ácido de la vomitona le había quemado la garganta y no podía. Tosió un par de veces y escupió otras tantas, hasta que pudo empezar a respirar bocanadas cortas. Cuando se vio capaz de caminar, se alejó del hospital en dirección al coche con la vista fija en el suelo. Ahora lamentaba no haberlo metido en el parking para poder ocultarse en él. Nada a su alrededor parecía real. Se secó los ojos y se sonó una vez más al cruzar la plaza. Luego levantó la vista hacia el último piso de los edificios que tenía delante para evitar las lágrimas, pero los ojos se le anegaban una y otra vez sin poder detenerlos.

Ni tan sólo cuando estuvo dentro del coche, fue consciente del trayecto que había hecho desde el hospital hasta allí. Sólo pensaba en dejar el vehículo en el parking, a salvo. Encerrada dentro, metió la llave en el contacto, pero el pulso le temblaba tanto que no tardó en comprender que necesitaba calmarse para poder conducir. Vale, piensa, Kate, piensa.

Habían operado de urgencia a Dana para extraer los cristales que se le habían incrustado en la cara y las manos al atravesar la luna delantera del coche. Padecía un traumatismo craneal severo y estaba fuertemente sedada. Permanecía en quirófano, pero iban a trasladarla al box de semicríticos de la planta baja. Allí tampoco podría recibir visitas. Aparentemente, no habían detectado hemorragias internas ni lesiones en órganos vitales, pero tenía un par de huesos rotos de los que el cirujano traumatólogo ya se había ocupado y no podían hacer nada más hasta ver su evolución. Tampoco sabían con seguridad qué daños sufriría en los ojos. Había que esperar a que la inflamación remitiese para apreciar el alcance real de las lesiones en las córneas, pero lo que habían visto en el quirófano no auguraba nada bueno. A pesar de ello, contaban con la posibilidad del trasplante. Nada bueno, ésas fueron las palabras que resonaban en su cabeza. Y ese recuerdo volvió a anegarle los ojos cuando se dio cuenta de que sólo había una persona en el mundo con la que quería hablar, y era Dana.

Necesitaba pedirle perdón y abrazarla. Decirle lo imbécil que había sido, lo egoísta y lo mala persona que se sentía. Se le ocurrió que Miguel aún debía de estar buscándola. Tenía que llamarle. Sacó la BlackBerry del bolsillo y marcó el número. Cuando él descolgó trató de hablar, pero algo estaba atrapado en su garganta y fue incapaz de articular palabra, sólo extraños sonidos que provocaban cada vez más preocupación en la voz del otro lado de la línea. Al fin pudo articular un par de frases que él pareció comprender y le oyó colgar.

Pensó si debía llamar a alguien más, pero solo se le ocurría ella. Sólo podía pensar en Dana. Era la única voz que quería oír, la única persona a la que quería ver. Cerró los ojos y al instante se encontró hablando con Dios, ese al que había olvidado desde siempre, ese con el que ahora intentaba negociar la vida de Dana a cambio de cualquier cosa, su trabajo, su propia salud, todo menos perderla así. Le suplicó que las dejara hacer las paces, poder abrazarla y pedirle perdón por haber sido tan engreída y estúpida, por no haberla llamado ni haber estado a su lado ese último año, por no haberla protegido suficiente del maldito Bernat o incluso de sí misma. Había actuado mal, lo sabía, y sólo pedía una oportunidad para no volver a fallar. Recurrió a la viuda, y le pidió ayuda también. Evocó su retrato con la esperanza de encontrar en sus ojos algo que la tranquilizase, pero fue inútil. Todo lo era.

Pero de repente, pensar en Santi e imaginarlo tranquilo en su casa mientras Dana se sujetaba a la vida por un hilo convirtió su congoja en una rabia que le quemaba el estómago.

Y decidió que nada iba a quedar así, no mientras ella estuviese allí. No pensaba irse a ninguna parte hasta recuperarla. Además, no recordaba haberle pedido nunca nada a Dios; el saldo debía de estar muy a su favor.

Se secó las lágrimas y se irguió concentrada en inspirar profundamente. Esconderse en el coche no servía de nada, así que lo puso en marcha y entró en el parking. No sabía cuántos días iba a permanecer allí pero, por el momento, todo el tiempo que fuese necesario lo pasaría sentada en una silla hasta que la dejasen verla.

Ya fuera del aparcamiento miró a la izquierda para cruzar la calle. Se acercaba una pick-up como la de Dana y, al ver la matrícula, el corazón le dio un vuelco. Miró al conductor y Miguel le pidió con la mano que le esperase. Kate se quedó donde estaba, quieta en la puerta del parking, sin pensar en nada excepto en que Miguel había llegado. Miraba absorta el escaparate de la librería de enfrente del aparcamiento. La dueña dibujaba con un espray de nieve el marco de una ventana inmensa con divisiones rectangulares que simulaban cristales, y al fondo de la tienda un árbol de Navidad demasiado verde esperaba su turno.

La Navidad anterior había estado envuelta en la tristeza por la pérdida de la abuela de Dana. Kate había subido el 24 por la tarde y el 27 había regresado al bufete para trabajar en uno de los famosos casos de Paco. Luego había vuelto al valle la primera semana de enero para la lectura del testamento, momento en el que había discutido con Dana por lo del abuelo. Desde entonces no habían vuelto a hablar hasta la invitación de Dana, que ella había rechazado en verano. Todo eso le llenaba la boca de un sabor amargo imposible de ignorar. Se había portado como una egoísta porque, después de habérselo pedido, podía haber subido y pasado unos días más con ella. Y luego, tanto tiempo sin dar señales de vida… Era imperdonable. Y, ahora, esto. Los ojos volvían a anegársele en el momento en el que notó que alguien le tocaba el codo. Cuando se volvió, Miguel le pasó el brazo sobre los hombros y ella se dejó abrazar un instante.

—Vamos, creo que ahora nos dejarán verla.

Kate le miró extrañada.

—El abuelo ha llamado al hospital. Será cuestión de minutos.

Se descubrió asintiendo sin saber por qué. En realidad, estaba sorprendida y, casi de inmediato, molesta.

De camino al hospital, mientras Miguel le contaba que el abuelo había contactado con un viejo conocido de la dirección del centro, notaba una irritación creciente por no haber conseguido ella que la dejasen ver a Dana. Entonces reparó en que ni siquiera se lo había pedido al doctor Marós. Los contactos del abuelo y su capacidad de resolverlo todo sin inmutarse la ponían enferma, aunque en este caso la beneficiase.

Cinco minutos después, ambos la contemplaban en silencio a través del cristal de la puerta de semicríticos. Kate estaba más tranquila ahora que la había visto; por lo menos respiraba sola. Había imaginado un manojo de tubos por todas partes y, sí, los había, pero ninguno en la boca, y eso la hacía sentirse optimista. A pesar de los vendajes que convertían a Dana en una momia de cintura para arriba, empezó a notar el estómago menos crispado.

Pero al mirar a su hermano comprendió que a él le ocurría todo lo contrario. Probablemente, sin saberlo, el doctor Marós y su crudeza habían sido la mejor preparación. Miguel tenía el mismo color de piel que cuando de pequeño se pasaba una semana en la cama por la fiebre, y mantenía una mano temblorosa en el marco del cristal que los separaba de Dana. Estaba inclinado hacia adelante con los ojos clavados en ella. Kate reparó en cómo sus dedos estaban blancos de apretar y sin saber por qué le imaginó destrozando la pared de un puñetazo. Pero no ocurrió nada de eso. Le observó de perfil. Miguel contenía las emociones mientras su nuez subía y bajaba. Luego, le vio enarcar los labios de una forma extraña hasta que abrió la boca.

—¿No tienes otra cosa que mirar?

Kate apartó la vista y buscó a Dana.

—Yo ya había hablado con el doctor y no la veo tan mal. Lo que te pasa es que te ha pillado desprevenido.

Miguel le lanzó una mirada que no pudo descifrar y apoyó la espalda en el cristal. Cerró los ojos. Kate estaba confusa por verle así. Pero pronto reapareció el Miguel de siempre.

—Bueno, no podemos hacer nada —resolvió—. Vámonos a casa.

—Pero ¿qué dices? Yo me quedo.

—¿Y vas a pasar una o diez noches en una silla de hospital? ¿No has visto cómo está? Y eso suponiendo que no te echen antes…

—Nadie va a echarme y no quiero dejarla sola.

—¿Sola? Pero si está lleno de enfermeras… Está mucho más sola en la finca.

Kate sintió que se retorcía por dentro.

—Y allí sí que la he dejado. Quieres decir eso, ¿no? —replicó picajosa.

—No te sulfures, no hablaba con segundas. Sólo digo que vengas a casa, si no quieres estar sola en la finca o en casa del abuelo…

Ninguno de los dos había advertido que el doctor Marós los observaba desde la puerta de la sala. Se había quitado la bata blanca. En su lugar vestía un jersey oscuro del que asomaba una camisa de cuadros celeste y unos pantalones negros. Kate le sonrió fugazmente con los labios. Cuando llegó hasta ellos le sorprendió de nuevo la intensidad del verde de sus ojos.

—Miguel, éste es el doctor Marós. Él ha sido quien me ha informado antes.

Miguel le ofreció la mano y tras un instante de duda, Marós se la estrechó.

—Le hemos asignado una de las habitaciones de la segunda planta. Si todo va como esperamos, podremos trasladarla en las próximas cuarenta y ocho horas. —Y mirando a Kate propuso—: Si quiere puede quedarse, la habitación es doble, pero está desocupada.

Kate asintió agradecida.

—Abajo tenemos sus cosas. Si bajan conmigo se las daré.

—¿Cuándo estará bien del todo? —preguntó Miguel.

—Es difícil saberlo. Además, es probable que algunas de sus lesiones deban tratarlas en Barcelona. De hecho, ya he hablado con un ex compañero del Traumatológico del Valle de Hebrón y, si no fuese por la petición expresa de su abuelo, la hubiese trasladado de inmediato. Pero por el momento vamos a tratarla aquí y dentro de unos días veremos cómo evoluciona. Hasta que la inflamación remita no podremos decir más sobre las secuelas que le podrían quedar.

—Pero… ¿sería mejor el traslado? —preguntó Kate con la mente en las manipulaciones del abuelo.

El doctor se encogió de hombros.

—Hemos hecho lo necesario. Por el momento, ni en lo que hemos visto ni en los resultados de las pruebas se ha detectado nada que se pueda tratar. Habrá que esperar a que no surjan complicaciones y a que remita la inflamación. Eso es lo que se puede hacer en cualquier hospital. Como le he dicho al ex comisario, por mí no hay problema en dejarla aquí e ir viendo su evolución. Lamento no poder ser más preciso. Mañana sabremos más.

Miguel la estudiaba mientras Kate se enfurecía en silencio por lo rápido que había sido el abuelo esta vez. Mantener a Dana en el valle, aun a costa de su salud, era su modo de obligarla a quedarse, porque él sabía que no la dejaría sola. Kate respiró hondo con la mirada en Marós. ¿Cómo podía un profesional dejarse mangonear así por un septuagenario que no tenía ni idea de medicina? De repente le costó contenerse y no preguntarle a gritos dónde estaban su criterio médico y su profesionalidad. Pero la mano de Miguel en el brazo la hizo reaccionar. A priori, tener a Dana en Barcelona era lo mejor. Ella podría trabajar, incluso acercarse al bufete algún momento, y Dana estaría en las mejores instalaciones y con el mejor tratamiento. Sin embargo, en el fondo Kate sabía que el escenario real sería diferente, que Dana acabaría pasando sola casi todo el día, lejos del valle y de la finca que tanto amaba, mientras ella se escapaba al bufete. Para Dana era mejor permanecer en su tierra, con sus amigos. Chico estaría ahí. Miró a Miguel y desvió la mirada hacia Dana justo cuando Marós empezaba a andar. Kate y Miguel le siguieron hasta la planta baja.

Quince minutos después, Kate entraba en la 202 seguida de Miguel. En el ascensor se habían enterado de que lo de la habitación era algo poco usual, y la mirada de Miguel le dejó claro que aquello también era cosa del abuelo. En realidad, a Kate nada podía extrañarle ya de sus tejemanejes, aunque eso no los hacía menos irritantes. Dejó el bolso sobre la cama y el de Dana al lado. Se sentó y contuvo el impulso de mirar dentro, apenas un momento.

Lo primero que vio fue una bola de papel arrugada. La sacó y no necesitó alisarla demasiado para saber de qué se trataba. Su propia letra en un lado del papel, y la de Dana en el otro. Parecía haber transcurrido una vida desde que había descolgado esa nota de la nevera durante el desayuno. La dobló y volvió a dejarla en el bolso. Se acercó a la ventana y cuando descorría la cortina oyó que Miguel se movía.

—Bueno, yo me voy. Vendré mañana antes de ir a trabajar. Si me necesitas antes, llámame.

Kate intuyó que su hermano se le acercaba por detrás y notó el pellizco en el hombro. Tuvo ganas de darse la vuelta y pedirle un abrazo, como en el aparcamiento, pero se sentía demasiado culpable por haber pensado tan mal de ellos mientras los esperaba en la casona Prats, así que se contuvo. En lugar de eso, asintió con la mirada fija en la torre de la plaza. Cuando oyó el golpe de la puerta cerró los ojos y dejó caer las lágrimas.

Nadie entró ni llamó a la puerta y Kate se fue calmando poco a poco. Desde la ventana de la habitación veía la torre de la plaza mayor, iluminada en colores vivos que cambiaban cada pocos minutos. Se le ocurrió que durante el día sería un cuarto soleado. Se volvió y examinó la habitación. Era muy austera, pero estaba sola, cosa que se agradecía. Tenía que prepararse para pasar varios días allí, puede que incluso algunas semanas. Tocó las sábanas y pensó en la alergia y en los productos con los que desinfectaban la ropa blanca del hospital. Sería un milagro sobrevivir a eso. Decidió que le pediría a Miguel un juego de cama y, en cuanto Dana estuviese mejor, podría bajar a Barcelona algunos días. Al pensar en la ciudad, recordó la llamada de Paco que había ignorado y descorrió las cortinas por completo pensando en cómo iba a decirle que permanecería en el valle unos días más. El reloj de la torre marcaba casi las once. Era tarde, y no le apetecía enfrentarse a él, así que decidió que le mandaría un mensaje a primera hora.

Puso sobre la cama la maleta que Miguel le había traído del coche y la abrió buscando con la mirada dónde instalar el Mac. Ignoró los rugidos de sus tripas y, cuando hubo guardado la ropa y sus cosas en el armario, dejó los bolsos sobre el alféizar.

La finca no podría funcionar sin Dana, y ella no tenía ni idea de lo que había que hacer. Abrió nuevamente el bolso de su amiga y sacó su móvil. Buscó en la agenda de direcciones por la M de Masó y luego en la C, pero no encontró lo que deseaba. Seguro que en las últimas llamadas había alguna suya, así que miró la lista. Pero el ceño se le frunció de inmediato. Mantuvo el pulgar en el aire, a dos centímetros de las teclas, tratando de asimilar lo que acababa de descubrir mientras sus ojos seguían clavados en el número de la última llamada entrante que Dana había respondido hacia las tres de la tarde, y en la que el teléfono había permanecido descolgado durante horas… El suyo.

Levantó la cabeza y su mirada se perdió en la oscuridad del cielo. La certeza de lo que acababa de averiguar cayó sobre ella como una losa y permaneció inmóvil intentando asimilarlo. No había dudas sobre lo que había ocurrido, incluso podía imaginarla buscando el móvil con la otra mano al volante. Entonces oyó la música del tono de la BlackBerry y dejó caer el teléfono de Dana en el bolso.

Al ver la pantalla carraspeó antes de responder.

—Sí…

—…

—Bueno, se ha retrasado porque los auditores estuvieron allí, pero confío en que se resuelva en seguida. De hecho, hablé con él ayer y estoy esperando su llamada de un momento a otro.

—…

—De eso quería hablarte. Iba a mandar un correo ahora mismo. Estoy en el hospital.

—…

—No, es Dana. Ha tenido un accidente y está en la UCI. Su coche ha caído por un puente y…

—…

—No, no hay nadie, voy a quedarme yo.

—…

—Lo sé, pero no puedo dejarla como está, no hasta que recupere la conciencia y vea que evoluciona bien.

—…

—No te preocupes, no fallará. Además, si el juez desestima las pruebas es probable que ni siquiera le necesitemos.

—…

—Ya te he dicho que tengo que quedarme. Serán sólo unos días, puede que dos o tres.

—…

—No estoy segura de entenderte. Paco, es como mi hermana y te estoy hablando de dos o tres días. El jueves puedo estar ahí.

—…

—Eso no va a ser posible.

—…

—Entonces no creo que tengamos nada más que hablar, y lamento que lo veas así porque…

¡Clic!

—Paco… ¿Paco?

La segunda vez en menos de una semana que la dejaban colgada al teléfono… Pero ¿qué clase de persona la trataría así en un momento como éste? El caso de su hermano le estaba desquiciando. Ni siquiera le había permitido acabar de exponerle la situación. De repente, la BlackBerry le pesaba en la mano y la dejó sobre la repisa de la ventana. No le sorprendía el tono de Paco, porque le había visto usarlo en el despacho con algunos de sus compañeros, pero jamás con ella. Claro que el hecho de que ella no tuviera más vida que el bufete tendría algo que ver… Igual que los fines de semana entregada a los casos, o que nunca se hubiera cogido vacaciones. Además, conocía el mal perder de Paco cuando no se acataban sus órdenes de inmediato, pero no pensaba que fuese a mostrarse tan terco ante una situación tan grave.

Se sentó en la butaca con la BlackBerry en la mano, como si aquel artefacto fuese su único contacto con el mundo, algo que no podía perder. Y, cuando recordó el móvil de Dana, la verdadera causa del accidente le secó la boca.

Cerró los ojos y el cuerpo de Dana envuelto en vendas sobre la cama del box ocupó por completo su mente… hasta que visualizó la cara de Paco. El rictus que dibujaban sus labios cuando se torcían sus expectativas apareció en el rostro de su jefe como una advertencia: no juegues, Kate… Y la arrogancia en su mirada la enervó.

Puede que hubiese llegado el momento de reordenar su lista de prioridades.