Hospital de Puigcerdà
Jorge Marós colgó el teléfono y se quedó mirando a su colega con actitud perpleja.
—Es increíble lo maleducada que puede llegar a ser la gente —exclamó.
El otro asintió en silencio.
—No es fácil de encajar —se oyó una voz— que no quieran decirte nada cuando tienes un ser querido en el hospital y no sabes lo que le ha pasado. Ponte en su lugar.
Lía, la hermana menor del director del hospital de Puigcerdà, el cirujano traumatólogo Jorge Marós, acababa de hacer una de las cosas que más sacaban de quicio a su hermano; entrar en una conversación sin que la invitaran. Él se lo hizo saber con la mirada. Ella, por respuesta, cogió la bandeja con las medicaciones de la segunda planta que acababa de preparar y le dio la espalda con más salero del necesario.
—Recuerda dejar ese móvil con sus efectos, no vaya a perderse y tengas que vértelas con el maleducado al que acabas de poner de los nervios —le aconsejó al salir.
Los dos hombres se miraron y Marós echó el móvil en la bolsa de plástico con la etiqueta.
—Para lo que le va a servir.
—Vamos, hombre, hemos visto cosas peores.
—Los párpados son un puzle, las córneas están muy dañadas y tal vez haya que recomponerle la cara. Eso sin contar con los daños neurológicos que aún no podemos concretar.
—Ese optimismo tuyo…
—Míralo como quieras, pero la cosa es así.
—¿Sigue en coma?
Marós asintió mientras leía un documento con el bolígrafo entre los labios.
—Entonces, cuando despierte veremos más cosas.
—Si lo hace, sí.
—¿Vas a ver el partido?
—No, tengo guardia —comentó Marós mientras introducía unos documentos en su maletín.
—¿Y el portátil?
Marós negó con la cabeza.
—Quiero aprovechar para preparar la ponencia. Además, tengo papeleo para parar un tren.
—Eres mi ídolo, tío. Bueno, me voy. Nos vemos el martes. Si hay algo me llamas.
Marós negó con la vista puesta en el documento de entrada.
—No creo que te necesite, están los nuevos y a ésta no le bajará la inflamación hasta dentro de unas semanas. La luna delantera le ha destrozado la cara. —Y mirando el informe añadió—: Por cierto, ¿tú no tienes uno de esos Wrangler?
—Ni lo mientes, tío, ni lo mientes.