Finca Prats
A media tarde, Kate ya había dejado la maleta en el coche y se había tomado dos infusiones de menta con limón. Comenzó a anochecer y, a pesar de los mensajes que había enviado, seguía sin noticias de ninguno de los dos. Sólo justificaba su silencio que estuviesen en alguna granja sin cobertura, ayudando a parir a una vaca o a una yegua. O que se hubiesen quedado sin batería, cosa nada extraña en Dana. Mientras tanto, Kate se debatía entre esperarla o marcharse a Barcelona.
Atizó el fuego, le echó otro tronco y se acercó a la ventana. Fuera sólo quedaba encendida la luz interior del A3, como un faro en medio de la oscuridad. Seguro que Dana vería algún tipo de señal en eso, aunque la verdad es que Kate había olvidado apagarla y lo único que esperaba era que el descuido no hubiese agotado la batería. Fue a por el mando a distancia del vehículo, que había dejado en el bolsillo de la chaqueta, abrió la puerta principal y cerró el coche desde allí. Gimle la había seguido, e incluso había asomado el hocico a la puerta, pero cuando Kate hizo ademán de cerrarla el golden volvió adentro sin protestar.
El termómetro exterior pasaba de los once bajo cero y, aunque aún no eran las siete, las nubes que ocultaban la luna hacían que pareciese noche cerrada. Las nostálgicas tardes de domingo continuaban siéndolo a ciento cincuenta kilómetros de Barcelona.
El técnico tampoco había respirado. Kate se preguntó si lo del tipo que le ayudaba sería verdad o sólo un modo de aprovecharse de ella y sacar algo más de dinero. De todos modos, lo único que le importaba era que cumpliese con su cometido; Paco estaría conforme en aumentar el presupuesto con tal de resolver el asunto. En el reloj de la sala empezaron a sonar las siete y Kate miró por enésima vez la pantalla de la BlackBerry. Acercó una de las butacas al ventanal bajo la atenta mirada de Gimle y apagó la luz de la sala. Miró la chimenea y echó otro tronco. Luego se sentó arropada con una manta. La casa estaba en penumbra, sólo quedaba encendida la pequeña luz de la mesilla de la entrada. Y, fuera, el coche parecía una sombra solitaria bajo un cielo plomizo de azules y grises como los de su infancia.
Había dejado tres mensajes a Miguel, había llamado varias veces al móvil de Dana, y empezaba a pensar si no se habrían olvidado de ella. Había discutido con Dana, y Miguel siempre iba a la suya, así que a lo mejor estaban ya en casa del abuelo y no se habían acordado de que ella seguía esperando. Esa idea la enfadó. Y, como de costumbre, empezó a dar vueltas a una situación que de forma progresiva y enfermiza fue convirtiendo a Dana y a Miguel en los culpables de todos sus males. Porque a ellos qué les importaba que los demás tuviesen que volver a Barcelona conduciendo de noche, o que estuviesen preocupados ante la ausencia de noticias. Cuando apareciesen por la puerta los pondría buenos. De hecho, lo que se merecían era encontrar la casa vacía. Sí, eso haría, dejar una nota e ir tirando. Al fin y al cabo existían los teléfonos, y no era ella la que debía llamar para disculparse. Dana tenía que dar la cara, y no sólo por no haber ido a la comida ni haber llamado para excusarse. No, también por tener una cita con el capo de los Bassols y no haberla avisado.
Porque esas citas no se conseguían de hoy para mañana. Y ella, mientras tanto, preocupada como una imbécil por lo que le había dicho Miguel, que la culpa de que el sargento no dejase en paz a Dana era suya. Idiota. Pero ¿qué se creían que iba a hacer el bufete Bassols con el sargento? ¿Intentar convencerle? No, probablemente ignorarle y prepararse para acudir ante el juez. Pero ella había querido evitar eso, porque sabía de sobra el mal que algo así podía hacerle al apellido Prats y lo fácil que era que todo se complicase una vez llegados a ese punto.
Y por primera vez se preguntó si Dana tendría algo que ver en la muerte de Jaime Bernat. La había llamado, era cierto, pero también lo era que tenía hora con uno de los penalistas más importantes de la ciudad y la cita era para el martes. Debía de haberla pedido hacía semanas. Incluso antes de la muerte de Bernat. ¿Para qué necesitaba Dana un penalista antes…? A no ser que supiese que iba a necesitarlo. O puede que no contase con ella, pero al ver que la cosa se complicaba decidiese llamarla mientras esperaba la reunión con el verdadero especialista. No creía posible algo así, pero al fin y al cabo tampoco que Miguel pudiese llegar a ser su confidente.
Necesitaba una explicación, pero no estaba dispuesta a volver a Barcelona de madrugada, así que llamó a casa del abuelo.
Al quinto tono, Nina respondió irritada. Le aseguró que no sabía nada, que no había visto a nadie, que el abuelo estaba despidiendo a los últimos invitados y que muchas gracias por dejarle a ella sola el honor de recoger después de la fiesta. Kate preguntó por Tato, y Nina respondió enfadada que «ésos» llevaban horas discutiendo fuera y que, la verdad, prefería recoger sola que aguantar sus tonterías. Kate prometió compensarla y ella, más tranquila, que la llamaría si aparecían.
Marcó sin confianza el número de Dana, en un último intento, pensando en que luego se iría. Se levantó y empezó a doblar la manta sobre la butaca. Ya la esperarás solo, advirtió mirando a Gimle, yo me voy a casa. Puso el móvil en manos libres y lo dejó sobre la mesa para echar un par de troncos más en la chimenea por si Dana llegaba tarde. Buscó los ojos de la viuda, pero no pudo discernir lo que veía en ellos. El tono del teléfono al otro lado de la línea vacía fue creciendo hasta producir un extraño eco en la sala. Dana había encontrado un nuevo protector y por fin ella podía despreocuparse. Cuando recuperó la BlackBerry dispuesta a marcharse, descolgaron… y respondió la voz de un hombre que no era Miguel.