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Carretera de Pi a Santa Eugènia

A Desclòs se le podía reconocer, por lo menos, que no te crispaba discutiendo las órdenes. J. B. había captado en seguida que esa actitud tenía más que ver con la intención de eludir responsabilidades que con otra cosa, pero le facilitaba la vida, la verdad, así que tampoco iba a preocuparse por las razones que movían al neandertal que le había tocado por compañero. De camino hacia la finca Prats, repasó mentalmente la conversación que acababan de mantener con Santi y Casaus. Había un par de cabos sueltos. Buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó el último Solano. Debía acordarse de pasar por el quiosco y comprar una buena provisión de mentolados. Miró de reojo a Desclòs y le vio concentrado en su propio mundo, así que se metió el caramelo en la boca y decidió no masticarlo para que le durase cuanto más tiempo mejor. El familiar sabor dulzón del café con leche le hizo sentir bien de inmediato. «Estoy enganchado», pensó. Y, en ésas, recordó uno de los cabos sueltos.

—¿A qué se refería el alcalde con lo de la maldición de la veterinaria?

Arnau se movió incómodo en su asiento. J. B. contuvo la respiración y se concentró en el aroma y el sabor del caramelo para evitar el hedor que desprendía el caporal con cada movimiento. Desclòs seguía en silencio. Si esperaba a que olvidase la pregunta para no tener que responderla, se había equivocado de hombre. J. B. también permaneció callado. Al fin, Desclòs resopló.

—Bueno, las Prats siempre han tenido fama de medio brujas. Eso es lo que se dice —farfulló encogiendo los hombros como si aquello no fuese con él.

—¿Por qué todos dicen las Prats? ¿Acaso no fue un hombre quien ganó las tierras?

El caporal asintió algo más tranquilo, y J. B. intuyó que el asunto de la propiedad le resultaba menos comprometido.

—Supongo que es porque el abuelo de la veterinaria murió al poco tiempo de hacerse con las tierras. Pero tuvieron una hija, y ésta, otra. Y así sucesivamente. En esa finca los hombres mueren y las mujeres se quedan al mando. Además, del marido de la hija no se supo nunca nada, y eso es muy sospechoso —comentó con malicia—. De hecho, vivían las tres solas hasta que murió la madre de la veterinaria. Ya hace años. También corren rumores… Se ve que la encontraron en el bosque. El caso es que siempre han sido mujeres. Los hombres duran poco en esa finca —bromeó esperando complicidad.

—¿Y de dónde viene lo de la brujería? —insistió J. B. para mortificarlo.

El caporal le lanzó una mirada incrédula acompañada de un gesto de disgusto. J. B. lo ignoró y continuó en silencio.

Al fin, Desclòs suspiró, resignado.

—Desde siempre se han oído cosas sobre ellas, principalmente sobre la viuda, la abuela de la veterinaria. Parece que fue llegar ella a Santa Eugènia y que algunos vecinos empezaran a tener problemas en sus tierras. Dicen que sus cosechas eran mejores que las del resto de la zona por los hechizos que les hacía y las hierbas que les echaba. Se decía que atraían la fuerza de las tierras de los alrededores, o algo así.

J. B. sonrió. La envidia crecía incluso bajo las piedras, como la mala hierba. Su silencio obligó al caporal a continuar.

—Además, parece que la veterinaria no usa medicamentos con los animales que trata. Les da productos que fabrica ella y les pone emplastes de hierbas o algas que le traen de no se sabe dónde. A la gente no le gustan las Prats. Ésa es la fama que tienen las mujeres de la familia.

—En lo que me cuentas no veo indicios suficientes para que todos estén tan en su contra.

Arnau lo miró perplejo.

—¡Porque no las has visto! Son de lo más raras, como extranjeras, por estas tierras no hay nadie con esos pelos rojos y la cara tan manchada.

Incluso al propio Desclòs aquello debió de parecerle un argumento tan pobre que decidió seguir hablando.

—Y no se trata sólo de la brujería ni de que sus cosechas sean mejores o peores. Es por todo. Éste no es sitio para que las mujeres gestionen una finca tan grande. No saben cómo hacerlo. A diferencia de los demás propietarios, ellas siempre tienen problemas, les pasan cosas o sufren inundaciones y percances. Y encima van por libre, ni siquiera están en la cooperativa, ni colaboran con las cuotas como todos los propietarios. Son un peligro, y un fastidio, ¡y una molestia! —concluyó con irritación.

Las opiniones del caporal no le sorprendían. J. B. conocía su talante desde que coincidieron en la casa de ilegales de Urús, cuando le oyó soltar aquellas barbaridades sobre los inmigrantes y, en particular, sobre los bolivianos, a los que tachaba de vagos y ladrones. Ya entonces le dieron ganas de partirle la cara. Ahora, su discurso sólo confirmaba ese talante. Por otra parte, quedaba claro que el trasfondo era otro y que las Prats, con su independencia, suponían un ejemplo diferente que la gente tomaba como una amenaza para lo establecido. Probablemente eso era lo que las hacía tan «dañinas» para la comunidad. Lo había visto antes, en otros lugares donde comunidades cerradas con dependencia de las tierras, u otras necesidades, se dejaban embaucar por organizaciones dirigidas con astucia que únicamente servían a los intereses de unos pocos. Tendría que averiguar más sobre ese consejo del que todos hablaban con tanta ceremonia y del que había formado parte Jaime Bernat. Entre asociados, o lo que fuesen los del CRC, también podían existir rencillas. Guerras de poder. Eso no era nada nuevo. Por lo pronto, habría que ver si la autopsia arrojaba alguna luz sobre el caso.

Como de costumbre, pensar en una cosa le llevó a la otra y la autopsia le recordó a la forense. Cuando la llamase, sabrían más. Puede que la invitase a un café, y luego ya se vería. Oyó que Desclòs ponía el intermitente y volvió a pensar en la conversación que habían mantenido con Santi y Casaus.

—Y en cuanto a los arrendatarios, ¿a qué se refería Santi con lo de ponerlos en su contra?

El caporal se encogió de hombros. El encendido y absurdo discurso sobre las Prats le había dejado sin aliento. J. B. sonrió con la vista en la carretera.

—No tengo ni idea. Deben de ser asuntos de tierras. Podemos preguntarle a Santi cuando se le haga entrega de las pertenencias de su padre —propuso, mientras giraba para entrar en el camino que conducía a la finca Prats.

J. B. asintió en silencio, impresionado por lo que veía. La valla de piedra que rodeaba la hacienda y la magnífica puerta de hierro forjado con filigranas que enmarcaba la señorial entrada le habían dejado sin habla.