Casa del ex comisario Salas, Das
Kate colgó por tercera vez el teléfono y buscó a Miguel. Sólo iba a acercarse a la finca para ver qué le pasaba a Dana. Su hermano hablaba por teléfono y colgó en cuanto la vio.
—Dana no ha venido y no me coge el móvil.
—A mí tampoco. Le acabo de dejar otro mensaje. ¿Te dijo que no vendría?
—¿A mí? No, ¿por qué?
—No sé cuán enfadada la dejaste…
—¡Serás idiota! Me dejó una nota en la que me decía que nos veríamos aquí.
Miguel sonrió e inmediatamente frunció el ceño.
—Entonces sí que es raro. Mira, voy a la finca a ver lo que ha pasado. Sólo me lo explico si ha ocurrido algo con algún caballo o la han llamado por una urgencia —comentó preocupado.
—O no tiene batería.
Miguel la miró acusador y Kate enarcó las cejas. Esa costumbre suya de soy-el-más-bueno la ponía de los nervios.
—Iré yo —anunció Kate.
—No, mejor quédate y cuando la encuentre te llamo.
—Ni hablar, pero si quieres puedes venir conmigo.
—Alguien tiene que quedarse por si el abuelo necesita algo.
—¿Y Tato? —propuso Kate.
Ambos le buscaron.
Al fondo de la sala, casi al lado de la bodega, Tato estaba discutiendo con una chica. Miguel la miró.
—Creo que necesita toda la energía para convencer a Martina de que deje a Nina vivir con él.
Kate buscó a su sobrina. Ver discutir a sus padres no debía de ser nada agradable para ella aunque estuviese más que acostumbrada a esos enfrentamientos.
Nina permanecía sentada en una de las butacas con las piernas cruzadas, los auriculares puestos y la atención en la pantalla de su iPod, aunque cada pocos segundos miraba de soslayo hacia donde estaban sus padres como para cerciorarse de que ambos seguían allí. Kate los miró indignada. ¿Acaso no veían el tiempo que estaban desperdiciando y el mal que le hacían?
—Vale, me quedo, pero llámame —cedió pensando en Nina—. Y échale bronca por no avisar. Ah, y cuando volváis trae la maleta que he dejado en la entrada de la casona. Así me podré ir directa al túnel.
Miguel asintió y ambos se dirigieron a la escalera. En lo alto, el ex comisario y el sargento empezaban a bajar. Al llegar a su altura, Miguel se detuvo un instante y le comentó a su abuelo que iba a buscar a Dana. Él asintió y continuó bajando la escalera. Kate se había quedado abajo, de pie, sin saber hacia dónde dirigirse, cuando la BlackBerry vibró en su bolsillo. La sacó pensando en Dana.
El número que aparecía en la pantalla le recordó que en el desayuno no lo había cogido y descolgó sólo para decirle a quien llamaba que esperase un momento. Luego empezó a subir la escalera. Necesitaba un lugar tranquilo, porque el andorrano siempre acababa sacándola de quicio y no quería dar un espectáculo delante de los invitados. Escondió la mano con el teléfono en la espalda y, al cruzarse con el sargento en la escalera, él le sonrió. ¿Qué le pasaba ahora?
Kate entró en el estudio del abuelo, cerró la puerta y carraspeó antes de contestar.
—Sí.
—…
—No me dejaste alternativa.
—…
—Lo sé, pero un trato es un trato.
—…
—¿De cuánto estamos hablando?
—…
—Hazlo y yo me ocuparé de hablar con quien sea necesario. Cuento con que habrás sido discreto…
—…
—Yo nunca falto a mi palabra y no espero menos de mis colaboradores.
—…
—Bien. En cuanto lo tengas te diré cómo hacérmelo llegar. Por cierto, vamos a necesitar también una copia de cómo quedan los listados de movimientos después de la modificación. Y quiero que sea igual que la que reciba el fiscal.
—…
—Lo sé, pero tampoco lo estaba el dinero para tu contacto. Digamos que estamos en paz.
—…
—Eso es irrelevante, y créeme: cuanto menos sepas, mejor.
—…
—De acuerdo.
Después de colgar, Kate se acercó a la ventana y tiró con la mano de la butaca del abuelo para sentarse frente al ventanal. Apoyó los pies sobre el radiador y cogió aire. Pero en seguida necesitó encogerse y descansó los codos en las rodillas. ¿Dónde narices se habría metido? Miró la pantalla y volvió a marcar el número de Dana. Nada. Dudó si llamar a Miguel, pero lo más probable era que ni siquiera hubiese llegado a Santa Eugènia.
Fuera había cesado la aguanieve y bajo el sol tenue de noviembre las gotas de agua brillaban como diamantes sobre el césped del jardín. Kate pensó que era difícil ver algo así donde ella vivía. Visualizó la terraza del piso de Barcelona y se avergonzó de que no hubiese nada de verde en ella. Ahora que le daría el dinero a Dana tendría que olvidarse de comprar el ático, pero se prometió a sí misma que pondría unos parterres y los llenaría de plantas verdes.
Detectó movimiento y miró hacia el jardín. Allí estaba Martina, la madre de Nina, discutiendo con Tato. Le tentó abrir la ventana para gritarles que dejasen de esconderse tras esas discusiones absurdas. Llevaban quince años peleándose por cualquier cosa con tal de no afrontar su relación. Imaginó a Nina observándolos desde el sofá, escondida tras su iPod. Miedo a las relaciones: ése era el problema de Tato.
Kate hizo rodar la butaca con los pies y reconoció el sobre que le había entregado el sargento a su abuelo nada más llegar junto con una bolsa de papel marrón. Entonces ya le había picado la curiosidad. Vigiló la puerta y dudó si debía echar el seguro, pero extendió la mano, lo cogió y levantó la pestaña. No estaba cerrado y dentro había varios papeles y un CD. Se acercó a la puerta y la cerró por dentro. Luego extrajo el contenido.
Fotos de una botella de brandy desde varios ángulos. Una de ellas era en papel de fax con anotaciones a pie de página en azul. Se preguntó si lo habría escrito el sargento y por qué le entregaba esas fotos a su abuelo. Kate había reconocido la botella en seguida. Hacía años que estaba allí. La buscó con la mirada. Era una de las que estaban sobre la bandeja. También había dos copas; una estaba medio llena y la otra casi vacía. El abuelo se servía muy poco y nunca dejaba nada, así que dedujo que el sargento no bebía. Recordó la sin alcohol del Insbrük y la teoría de Paco sobre los abstemios: lo eran por gusto cuando el alcohol no les interesaba, o por necesidad si no debían o no podían beber. Kate dudó de que al sargento no le gustase el alcohol.
Leyó la nota que acompañaba a las fotos mientras su ceño se iba frunciendo. Bernat había muerto envenenado por el contenido disuelto en esa botella, y no sabían su origen. El sargento pedía ayuda al abuelo probablemente para averiguar de dónde había salido. Kate se concentró en las fotos y buscó detalles en cada milímetro de la etiqueta mirándola una y otra vez. Recordó algo y empezó a abrir los cajones del escritorio. En el segundo encontró lo que buscaba. Cogió la BlackBerry y colocó la enorme lupa del abuelo entre el fax y el objetivo. Hizo fotos de todos los documentos y varias del fax aumentado. En este último descubrió el dibujo de parte de un logo. Luego mandó las imágenes por correo a Luis para que buscase en la Red cualquier cosa que pudiese parecerse a ese dibujo.
Al salir, se detuvo y volvió atrás. Cogió la botella de la bandeja y miró en la etiqueta. No había ni rastro del logo.
Se preguntó si el abuelo tendría algo que ocultar, a pesar de que aparentemente era un hombre sobrio y recto que nunca dejaba entrever su opinión si no era con algún propósito, un hombre que no tenía la necesidad de hablar para imponer su voluntad. Kate sabía que durante los años que había estado al frente de la comisaría había permanecido al margen de los poderes fácticos del valle, pero podía imaginarle perfectamente pergeñando un plan para conseguir un objetivo. De hecho, había varios episodios en su propia vida que daban fe de ese gusto casi obsesivo por el control de las vidas ajenas.
Salió del despacho cavilando sobre si esa repentina búsqueda de complicidad con el sargento no ocultaría algún otro interés.
La puerta de la entrada estaba abierta y se acercó fastidiada a cerrarla. La gente poco cuidadosa con esos detalles no merecería que la invitasen. Entonces miró afuera buscando al culpable y descubrió al abuelo y al sargento en la puerta del cobertizo sobre el que Salas-Santalucía había habilitado tiempo atrás un pequeño apartamento. El ex comisario cerraba con llave y J. B. le hablaba sujetando un casco en la mano. Cuando Kate reconoció el adhesivo en el casco, la rabia empezó a encenderla.
¿Qué narices hacía uno de los cascos de su padre en manos del sargento? Permaneció de pie, esperando a que se acercasen para quitarle lo que no le pertenecía a nadie más que a ella. Le sudaban las manos a pesar del frío, y contuvo las ganas de gritarle al abuelo que no podía regalar lo que no era suyo. Cuando llegaron a la escalera, Kate abrió la puerta de par en par, se quedó plantada delante del abuelo y luego miró directamente al casco. Cuando volvió a buscar los ojos del ex comisario, él le sostuvo la mirada y después se volvió hacia el sargento:
—Puede que le esté un poco grande, pero los Salas somos cabezones.
No obstante, el sargento le ofreció el casco a Kate, y ella, sorprendida, avanzó dos pasos para cogerlo.
—Miguel ha llamado desde la finca. Chico le ha dicho que Dana salió hace un par de horas y nadie sabe dónde está. Dice que vayas y esperes allí mientras él la busca.
—¿Y esto? —interrogó mostrándole el casco.
—Miguel se ha llevado tu coche porque el suyo le da problemas y le he pedido al sargento que te acompañe hasta la finca. Como sólo lleva un casco hemos cogido el de tu padre.
El ex comisario se volvió hacia J. B. y le ofreció la mano.
—Gracias por todo, sargento, en cuanto sepa algo se lo haré saber.
—Señor, tiene mi número anotado en el informe.
Kate ya no podía contenerse e interrumpió la conversación.
—¡¿Cómo que se ha llevado mi coche?! —Era indignante.
El abuelo la miró severo.
—El suyo no arrancaba y se ha llevado el tuyo. ¿Hay algún problema?
Sí, sí lo había, pero empezaba a estar harta de que cada vez que discutía con alguien de la familia el sargento estuviese presente. Además, Tato podía dejarle el coche, no tenía por qué ir con un desconocido. Y hacía años que no montaba en moto. Pero entonces recordó que, el día de la mudanza, la pick-up de Tato estaba hecha una pena.
El abuelo pareció leerle los pensamientos.
—El sargento tiene una OSSA. Pensé que te gustaría. Puede que hasta te deje conducir. ¿Verdad?
Un silencio elocuente y el miedo en los ojos del sargento la hicieron decidirse.
—Voy a por la chaqueta.
Desde la entrada le oyó decir:
—Señor, ¿cree que puedo dejarla? Usted mismo dijo que llevaba años sin tocarlas.
—No se preocupe, no creo que tenga el permiso en regla.
Pero se equivocaba. Se lo había sacado a los dieciséis y lo había renovado por si algún día volvía a sentir la necesidad de montar una moto. Las cosas siempre pasan por algo, decía Kate, y se le ocurrió que ésa podía ser la oportunidad de poner al sargento de su parte. Salió abrochándose la chaqueta, se cruzó el bolso y se probó el casco mientras le decía al abuelo que en cuanto encontrasen a Dana y recuperase el coche se marcharía a Barcelona porque Miguel había quedado en ocuparse de recoger la sala de abajo.
Pasó por alto el evidente descontento de su abuelo y miró desafiante al sargento.
—¿Vamos?
Él asintió resignado y Kate contuvo la sonrisa. Seguro que le temblaban las piernas sólo de pensar que conduciría ella.
Se dirigieron hacia la moto; lo único que quebraba el silencio era el rumor de las piedras del camino al deslizarse bajo sus pies. Al llegar, Kate se volvió. Como sospechaba, el abuelo había desaparecido. Observó al sargento. Aún podía hacerle sufrir un poco más, lo merecía. Y, cuando vio que ya se había puesto el casco y completamente vencido le ofrecía las llaves, contuvo la sonrisa.
—Mejor conduce tú. No quiero que le pase algo a tu moto y me cueste un dineral.
No le vio la cara, pero oyó con claridad el suspiro de alivio. Antes de ponerse los guantes, el sargento preguntó.
—¿Guante o bolsillo?
La pilló por sorpresa y denegó la oferta.
—Quédate los guantes. No hagas de Fittipaldi, ya usaré los bolsillos —respondió metiendo las manos en ellos—. ¡Ah!, y me debes una —advirtió.
El sargento asintió.
Bien, le quería de su parte para cuando le recordase las fotos que le había enviado al móvil. Porque al cabo de quince minutos entrarían en la finca Prats y ése sería el momento de cobrarse el favor.
El sargento conducía bien. En las primeras curvas le pareció que no iban sincronizados y Kate se esforzó por ajustarse a sus movimientos, tal como le había enseñado su padre. Cada conductor tiene su manera de conducir y debes aprender a identificarla, decía siempre.
Al incorporarse a la carretera, Kate le rodeó la cintura y estuvo atenta. Pronto se dio cuenta de que un par de segundos antes de la curva él se inclinaba levemente hacia el lado contrario. En el tercer o cuarto giro, ella empezó a hacer lo mismo. A partir de entonces sólo se concentró en la carretera y en las sensaciones que llevaba tanto tiempo sin sentir. Respiraba hondo cuando podía y mantenía el cuerpo en tensión cuando era necesario, pero casi no sentía las manos. Dudó un instante y al final las metió en los bolsillos de la cazadora del sargento. Seguro que estaba sonriendo, pensó, y al recordar el diente se alegró de no poder verlo.
En cada curva notaba cómo él encogía los abdominales, y eso le recordó a su padre. E hizo lo mismo que entonces. Apoyó el cuerpo en su espalda y pensó en lo que habría podido ser de su vida si él no hubiese muerto. Tal vez nunca habría salido del valle y ahora serían los propietarios de un taller. Se le anegaron los ojos y los cerró. Cuando bajó la cabeza notó que él reducía la velocidad.
Estaban entrando en la finca. Kate sacó las manos de sus bolsillos y se irguió. Él tardó unos segundos más en hacerlo. Al fondo, bajo el sauce, estaba aparcado su A3.
Y verlo le recordó que ya pertenecía a otro lugar, y que el trayecto en moto era sólo un guiño del pasado que le hacía sentir Barcelona y el bufete demasiado lejos.
El sargento detuvo la moto y se quitó el casco. Fin del trayecto, le oyó decir. Kate bajó de la OSSA y abrió el capó del coche para dejar el casco en la maleta. Puso el bolso al lado para que no rodase en las curvas y se secó los ojos mientras guardaba el móvil en el bolsillo. Cuando estuvo lista se volvió. Él la estaba mirando y se masajeaba el pelo.
—¿Estás bien? —se interesó.
Kate asintió.
—Sí —se oyó.
—Al final has preferido los bolsillos…
Kate sonrió y le sostuvo la mirada hasta que, como la noche anterior en el Insbrük, los ojos azules del sargento volvieron a dirigirse a sus labios. Esta vez Kate hizo lo mismo, y al instante la imagen de la chica de la bomber plateada cruzó su mente.
—Bueno, es tarde. Gracias por traerme.
El sargento no se movió. Parecía relajado y ahora que él estaba en deuda con ella por no haberle exigido conducir era el momento de aprovecharlo.
—Mira, la verdad es que tengo trabajo en Barcelona… y no puedo quedarme. Así que confío en que ahora que sabes lo del quad de Santi la dejarás en paz.
Él la miró desorientado. Luego sonrió sin despegar los labios. Hasta que alzó una ceja.
—¿Estás segura de que quieres hablar de ese quad? Si lo hacemos vamos a tener que charlar sobre lo que hacías en una propiedad privada sin invitación…
—Entonces ¿no vas a tener en cuenta lo que sabes?
—Yo no he dicho eso, pero si el bastón tiene las huellas de tu amiga voy a necesitar una explicación muy convincente.
—Se pelearon, forcejearon, él quería pegarle y ella se defendió.
—¿Y él acabó muerto?
—Eres… muy simple en tus conclusiones, sargento.
Kate intuyó que le había enfadado. Bien, un poco de sangre.
—No voy a entrar al trapo —dijo Silva sonriendo—. Hoy no, es domingo.
—Lo dicho, pésimo. Me pregunto si estás aquí por eso. Un estupa en este valle perdido da que pensar…
Los ojos del sargento se clavaron en los suyos y Kate los vio oscurecer de forma peligrosa.
—No te busques problemas conmigo, letrada, no te conviene —le advirtió.
—Lo único que me interesa de ti es que dejes en paz a Dana y hagas de una puñetera vez tu trabajo para que yo pueda irme tranquila.
Kate había levantado la voz. No había forma con el maldito sargento. ¿Es que no se daba cuenta de nada?
Él se ajustó los guantes.
—Lo que me extraña es que doña superabogada sabionda no sepa ya quién le mató.
—¿Estás ciego?, ¡fue Santi! Tiene el quad y, si el patrimonio que va a heredar no te parece un móvil lo bastante claro, es que no conoces a la gente de por aquí.
Silva miró al cielo.
—Además —añadió Kate—, ambos sabemos que lo que mató a Bernat no fue el atropello ni el bastón. Fue el brandy.
Ahí sí la miró directamente y Kate supo que había acertado.
—¿Tú cómo sabes eso?
—¿Vas a negarlo?
—No tengo por qué, ni siquiera tengo que hablar de esto contigo. —Silva negó con la cabeza—. ¡Hay que joderse!
—Sí, hay que joderse, sobre todo porque vas a dejar que se salgan con la suya y acaben con ella, que es justo lo que quería el malnacido de Bernat. Y al final lo habrá conseguido.
—A las pruebas me remito. Y al móvil.
—¡Y un cuerno! Sólo te remites a las que te interesan. Cómo vas a relacionar a Dana con la botella, ¿eh? Si ni siquiera eres capaz de averiguar de dónde ha salido…
—¡Claro, seguro que tú lo sabrías nada más verla!
—¿Me estás retando? Porque eso se puede interpretar como un permiso para investigar por mi cuenta.
—¡Pero si haces lo que te da la gana! No veo que hayas necesitado permiso de nadie para meterte en casa de Bernat y sacar esas fotos ilegales.
—Eso es verdad, no lo necesito, pero no voy a correr el riesgo de que me inhabiliten. Ahora ya sabes lo que hay. Dime lo que vas a hacer.
—No te metas en mi terreno y yo no me meteré en el tuyo.
—Entonces te propongo un trato. Si averiguo de dónde salió la botella, la dejarás en paz.
—¿Y si está implicada?
—Por el amor de Dios, ¡no lo está! Además, hay un mínimo de quince personas más en el valle que ganaban con su muerte tanto como ella. Para empezar, todos los de la lista que te di.
—¿Cómo sabías lo de la botella?
Kate se encogió de hombros y vio en sus ojos el instante en el que J. B. ató cabos.
—¿Sabe tu abuelo que tiene a una fisgona ladrona en su propia casa?
—No metas a mi abuelo en esto. Esto es entre tú y yo.
Él enarcó las cejas.
—Vaya, eso es nuevo.
Kate notó cómo empezaba a arderle la cara. Lo tergiversaba todo, igual que Miguel.
—No te confundas, tenemos un trato. Y estoy convencida de que en el fondo tienes dudas sobre si fue Dana, así que haz tu trabajo y busca de una vez al verdadero culpable —respondió, y pulsó el mando del A3 para cerrar el coche.
J. B. sonrió y, dejando claro que la conversación se había acabado, se puso el casco. Aun así, Kate estaba convencida de que en cuanto el origen de la botella exculpase a Dana, conseguiría que la dejasen en paz. Tampoco le pareció que fuese a denunciarla a ella y, dado que ya había utilizado la lista, parecía dispuesto a usar sus pesquisas, de modo que sólo tenía que mantener una buena relación con él hasta que todo acabase. Eso no parecía tan difícil, aunque su última sonrisa la había hecho desear desaparecer.
Se forzó a no olvidar que el sargento era una pieza más del caso Bernat, igual que el técnico andorrano lo era en el caso Mendes; peones a los que debía tener de su parte y utilizarlos si quería salir airosa de ambos casos. Nada más.
Y, del mismo modo que con el asunto de Mendes, algo le decía que no se confiase y que, mientras intentaba averiguar quién había mandado el brandy a Jaime Bernat, lo mejor sería prepararse para una probable citación por si al final no quedaba más remedio que llegar ante el juez. La pena era que eso supondría el inicio del procedimiento y el consiguiente escándalo para Dana.
Le había observado ponerse el casco y decidió que allí ya no hacía nada.
—Bueno, ya nos veremos —se despidió.
Cuando iba hacia la casa notó su mirada en la espalda.
—Te pareces a él más de lo que crees —le oyó gritar en el momento de poner la moto en marcha.
Cuando el sargento se alejaba, Kate alcanzó la casa. Sabía perfectamente a quién se refería, pero no era verdad. Ella no quería controlar la vida de todos ni cada uno de sus movimientos. Ni siquiera cuestionaba las decisiones de los demás, como hacía el abuelo, y, sobre todo, jamás se metía en las vidas ajenas. El ventanal de la biblioteca le recordó la anotación en la agenda de Dana y la tarjeta. Negó con un movimiento de cabeza. Ella no la cuestionaba, sólo estaba dolida por su falta de sinceridad y la deslealtad con Bassols. Y puede que también por que no aceptase sus consejos. Pero no intentaba controlarlo todo, sólo evitar que ella sufriera, hacerle la vida más fácil y ocuparse de lo más duro en su lugar.
Entonces, ¿por qué estaba tan dolida, o enfadada, o lo que fuese que la hacía sentir tan mal? Al fin y al cabo, ella misma había sido la primera en decirle a Dana que debería hablar con un penalista. Se había portado como una idiota al ignorar el hecho de que Dana era libre de elegir en quién confiar. Tal vez era bueno que buscase otros apoyos. Ella misma se lo había dicho, ¡acéptalo! Sólo que no esperaba que el nuevo apoyo fuese Miguel…
Aunque si lo pensaba bien no sabía de qué se extrañaba, porque su hermano siempre estaba reclamando atención, y parece ser que ya no le bastaba con la familia. Ahora también quería la de Dana, que siempre había sido la única que no le hacía más caso a él que a ella. Hasta ahora, claro.
Y eso la molestaba casi tanto como que Dana no le hubiese hablado de sus problemas económicos o que Miguel la hubiese acusado de ser la causa de la mala predisposición del sargento contra ella. Puede que más aún, porque al fin y al cabo eso era algo subjetivo, la opinión de su hermano. Pero quitarle a Dana era otra cosa. Quizá se hubiese comportado como una idiota al subestimar a la policía del valle o la importancia del caso Bernat. Quizá no había actuado con el sargento de una forma absolutamente correcta. Pero todo eso estaba más que justificado si tenían en cuenta el momento profesional que estaba viviendo, con su ascenso y el caso Mendes. Lo que pasaba era que allí todos iban a la suya sin tener en cuenta que ella tenía su propia vida.
El termómetro de la entrada marcaba tres grados. Kate se dirigió a la sala con la chaqueta puesta y encendió el fuego. Por lo menos le dejaría la casa caliente. A saber en qué finca perdida estaba cuidando de alguna vaca… Mientras observaba prender la llama de una pequeña chispa que poco a poco se transformó en una gran hoguera, se le ocurrió que tal vez Dana ya no quisiese su ayuda. Y, en tal caso, puede que no debiera imponérsela. Esa idea la hizo sentir extrañamente liberada durante un instante. Hasta que recordó sus dedos encapuchados, el temblor de las manos y la amenaza que había lanzado Santi, en el cobertizo de los Bernat, de quedarse con toda Santa Eugènia.