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Carretera de La Seu, km 68

Al final no había cogido el Mercedes porque para ir a La Seu no necesitaba lujos y la pick-up era más cómoda, más amplia y tomaba mejor las curvas. Además, un deportivo siempre hacía que la gente intentase identificar al conductor, y él quería pasar desapercibido. Incluso se le ocurrió que quizá el abogado subiese la tarifa si le veía en el cochazo. Santi puso el intermitente y se incorporó a la general.

Los domingos el tráfico iba en sentido contrario, así que seguro que a la vuelta encontraba algún atasco. Eso ya le puso de mal humor y aceleró para meterle presión al BMW X5 andorrano que tenía delante. El arrebato por lo ocurrido en la notaría ya se le iba pasando. De hecho, mientras desayunaba el pan con ajo se le ocurrió que, después de tantos años, ella no querría entrar en disputas con él. Siempre fue una niña buena y eso no tenía por qué haber cambiado. Pero del marido no sabía nada; puede que ése sí fuese un mal bicho. A lo mejor la estaba manipulando. ¿Por qué si no una Bernat iba a dar poderes a un extraño para que actuase en su nombre? Santi bajó la ventanilla y al inspirar notó un dolorcillo en el pecho. Repitió la inspiración, atento al dolor, pero esa vez no notó nada. Tranquilo, a lo mejor se conforman con cuatro duros. Al fin y al cabo la herencia es todo tierra, ¿y para qué quieren ellos tierra sin recalificar a doscientos kilómetros de su casa?

Cerca del cruce con Bellver le adelantaron un coche de policía y dos ambulancias. Seguro que algún forastero se había metido en un lío. Miró la hora. Los borrachos del sábado noche ya estaban en retirada, por lo que debía de ser un rezagado que había alargado la fiesta. Bueno, por él podían pasar todos, iba con tiempo y tampoco sabría qué hacer en La Seu si llegaba demasiado pronto.

Pero al llegar al cruce vio varios coches de la policía. También una ambulancia al lado de un vehículo rojo que estaba destrozado. En el puente del Segre habían afianzado una grúa de las grandes y del brazo pendía lo que quedaba de un coche, un amasijo de hierros que chorreaba una cascada de agua. Con los ojos clavados en la matrícula, Santi levantó el pie del acelerador. Sus labios se separaron sin poder apartar los ojos mientras volvía a leer los números junto a la doble D. Apenas quedaba rastro de la cabina. Entonces vio cómo un enfermero corría de una ambulancia a la otra transportando una especie de ordenador en las manos. Dudó si parar y miró alrededor de los vehículos, pero no vio lo que buscaba. Sólo había policías, y empezó a notar una especie de bola en la garganta, igual que el día en que llegó a casa, de pequeño, y su padre le dijo que ellas ya no estaban.

Conocía bien la sensación porque le había aprisionado el pecho durante meses. Y ahora otra vez. Se frotó la cara con furia, notando cada uno de los cráteres que le habían dejado la pubertad y la varicela, y empezó a rascarse con violencia la parte baja de la barba. No iba a permitir que la bola volviera a metérsele dentro porque sacarla costaba un mundo. Eso lo sabía de sobra, y con ese pensamiento se forzó a pisar a fondo el acelerador. Pasó de largo el cruce sin mirar atrás, si no la dejaba aposentarse, puede que desapareciese y le dejase tranquilo esta vez.

Entonces se obligó a pensar que tal vez fuese un golpe de suerte, que sus problemas acababan ahí, como su idea del viaje o de tenerla para él solo. Puede que su destino fuese estar así, que hubiese nacido para vivir solo, un rico heredero… atado a la tierra como un maldito árbol. Soltó un taco y sólo una vez, muy fugazmente, miró por el retrovisor.