Casa del ex comisario Salas, Das
J. B. cogió la Yankee del 76 para ir a casa de los Salas. Llevaba en un sobre lo que le había pedido el ex comisario, y esperaba que él le prestase el dossier del CRC que le había prometido cuando le llamó por teléfono. Aunque ahora que conocía el móvil de la veterinaria ya no lo necesitaba, le picaba la curiosidad por saber más sobre el lobby del valle.
Cuando llegó a la curva de Das advirtió que el camino de acceso a la casa estaba bordeado de coches a ambos lados y notó el clásico hormigueo en el estómago que le provocaban las reuniones multitudinarias. Por suerte, la mayoría de la gente no le conocería; no había de qué preocuparse. Además, cuantos más fuesen, más desapercibido pasaría. Había venido para felicitar al ex comisario e intercambiar información con él; después, podría irse. Y, mientras le esperase, estaría en compañía de Miguel y de Tato. Entonces ¿a qué se debía esa inquietud en el cuerpo?
Entró en la propiedad y aparcó la moto en un rincón, al lado de otras dos. Cuando bajaba sonó su móvil y, al mirar la pantalla, su pulgar se quedó en el aire. Al final, pulsó la tecla verde.
—Sí…
—…
—Pues no, la verdad es que no. Pero tengo claro que no hay otra que alquilar, ¿eh?
—…
—Claro, nadie mejor que tú. Lo que pasa es que no he podido conseguir el dinero y necesitaría cobrar una fianza para tener líquido.
—…
—Lo comprendo, la verdad es que por eso no te había contestado. Pero dijo tu madre que dentro de un par de semanas estaría listo para entrar. Igual mientras tanto podrías quedarte en su piso e ir arreglando cosas.
—…
—No, si te entiendo, pero entiéndeme tú a mí también.
—…
—Claro, ya lo hice y me dijeron que podía pagar en dos plazos, pero aun así me falta algo de dinero, unos mil euros, porque solo me aplazan una parte.
—…
—¿Y cuándo lo sabrás?
—…
—Vale, entonces esperamos al martes y, si no sale, ya veré cómo resuelvo lo del miércoles. Oye, ¿qué tal va todo por ahí?
—…
—Ya. Una cosa, ¿crees que podríamos mantener el tema de la fianza entre nosotros? No quisiera que tu madre se lo tomase mal.
—…
—De acuerdo, pues esperaré tu llamada. Mmm…, en serio, gracias, Mari.
—…
—Cuando quieras.
Colgó y le mandó un SMS con el número de cuenta en el que cobraba la nómina. Luego metió el móvil en el bolsillo de la chaqueta y los guantes dentro del casco. Depender de los bancos siempre le ponía a uno las cosas cuesta arriba. Suerte que Mari llevaba años fija en el Mercadona porque, viendo el panorama, cualquier otro inquilino le podía dar problemas. Al final, puede que ella fuese la mejor opción.
Bajó de la moto y, de pronto, escuchó el silencio. Era increíble poder oírlo con tanta claridad en una casa llena de gente. De repente, tuvo ganas de quedarse ahí y relajarse un rato mientras nadie le echaba en falta en ningún sitio. Había dormido mal y poco, y de madrugada se había puesto a trabajar en la moto, con Sinatra de fondo, harto de dar vueltas en la cama cuando ya llevaba demasiadas horas pensando en su madre, en la venta de la moto y en el asunto del maldito dinero. Pero en el silencio de aquel jardín todo eso le parecía muy lejano. Al caer los primeros copos, escondió el sobre en la chaqueta, cogió el paquete con el regalo y se dirigió a la entrada.
Había comido y cenado varias veces en la casa, y siempre era un verdadero placer ir allí. No sólo por el sitio, que era fantástico, sino sobre todo por el lujo de compartir sobremesa con el ex comisario Salas-Santalucía y disfrutar de sus experiencias y sus casos. Por eso no comprendía lo que le rondaba el cuerpo esta vez. Desde la noche anterior tenía el estómago como en las semanas de las pruebas de la academia y no recordaba haber comido nada sospechoso. Cuando llegó a la puerta, la llave estaba puesta y entró sin llamar para no molestar a nadie.
El ruido procedía de la sala. J. B. dudó si dejar en el salón del primer piso el sobre que había traído para el ex comisario, pero con tanta gente en la casa sería mejor no perderlo de vista. Y empezó a descender por la escalera. Al llegar al último peldaño, lo primero que vio fue la cabeza blanca del anfitrión.
El ex comisario, como de costumbre, sobresalía varios centímetros entre los demás asistentes. Llevaba una camisa celeste y los habituales elásticos de rayas que le sujetaban con estilo los pantalones. J. B. echó un vistazo al resto. La edad media de los invitados no bajaba de los sesenta. Vio a Tato con su hija y una mujer joven, de unos veintitantos. Mientras los miraba, Miguel se les unió y él continuó buscando con atención, hasta que la vio entrar por la puerta corredera del jardín con un par de botellas en cada mano. La letrada intentó cerrarla, pero la carga se lo impedía y tuvo que agacharse para dejar las botellas que llevaba en una mano en el suelo y poder entornarla. J. B. tragó saliva. Había que reconocer que tenía una buena diana… Vigiló si alguien le había visto y bajó el último peldaño sin perderla de vista.
La letrada llevaba unos vaqueros oscuros metidos en las botas y un jersey ajustadito de lana gruesa que acababa debajo de la cintura. Cuando se agachó, J. B. había visto la camiseta blanca e imaginó que sería de esas apretadas con tirantes. En ese momento algo le recordó el perfume que su BlackBerry le había dejado en la mano la noche anterior, en el Insbrük, y se preguntó si ella olería igual. Pero no pudo imaginar más, porque Miguel le hacía señas desde el fondo de la sala para que se acercase. Cuando volvió a buscarla, ella le estaba mirando y J. B. la saludó con un gesto que ella no correspondió.
Media hora más tarde, el sargento había llenado el plato y estaba comiendo de pie junto a Miguel y los suyos mientras ella aparecía y desaparecía intermitentemente. No le había devuelto el saludo. Era por lo del Insbrük, estaba seguro, cosa que la convertía en una rencorosa. Pero un allanamiento era algo muy serio, por no hablar de lo que le podía haber hecho el gigante de Santi si la llega a sorprender escondida en su finca.
De hecho, sólo recordaba que hubiese sido amable el día de la detención de la veterinaria. Le preguntó a Miguel por Dana y él le respondió que había discutido con su hermana, pero que seguramente estaría al caer. J. B. le vio mandar un SMS mientras le oía un consejo: es mejor que no te pille en medio, porque al final ellas siempre hacen las paces y a ti te ponen como un trapo. Siguieron charlando sobre antiguos compañeros de la academia hasta que volvió a verla, hablando en un corro con varias mujeres, al fondo de la sala.
Al poco rato la pilló un par de veces mirándole, y la segunda se dejó observar y hasta se hizo el simpático con la hija de Tato. Cuando volvió a buscarla ya no estaba, y le pareció que las luces habían perdido intensidad. Puede que hubiese llegado la hora de irse y dedicar a la OSSA un par de horas más, pero antes tenía que buscar al ex comisario para charlar con él e intercambiar la información. A lo mejor hasta le echaba un vistazo al informe del CRC esa misma noche, después de su cita con Tania.
Hacia las cuatro todo el mundo estaba tomando ya el café, y el sargento le contaba a Miguel cómo había conocido a Tania cuando notó una mano sobre el hombro. Dio un respingo. El ex comisario le miró sorprendido y él no fue capaz de sostenerle la mirada. Si hubiesen podido leerle la mente, habría quedado como un verdadero gilipollas por pensar que quien le había tocado el hombro era la hermana de Miguel. Miró hacia atrás, pero ella no estaba. Llevaba un buen rato sin verla y, cuando el ex comisario le propuso subir a su despacho para darle el informe, esperó encontrársela por el camino para ver si así se saludaban y había paz. Pero no apareció por ninguna parte.
El despacho del ex comisario era una habitación pentagonal con tres paredes acristaladas. Ocupaba la parte noroeste de la casa. A esa hora de la tarde el sol de noviembre entraba con timidez y, aunque la llenaba de una atmósfera cálida y confortable, se podía respirar la tristeza perenne de las tardes de domingo. Una de las paredes estaba forrada de estantes atiborrados de libros y algunos marcos con fotos familiares, igual que las dos hileras de anaqueles bajo los ventanales. La otra estaba revestida de madera y apenas colgaban un par de cuadros en ella. El anfitrión le pidió que se sentase en una de las butacas y le ofreció un brandy. J. B. no quiso hacerle un feo y aceptó una copa que no pensaba tocar. Observó la madera de la pared que tenía enfrente y no tardó en darse cuenta de que era un inmenso armario. Seguro que el ex comisario guardaba ahí sus documentos. Mientras pensaba en lo que atesoraba esa pared oyó a su espalda cómo abría la botella y el tintineo del líquido al caer en la copa.
—Sargento.
J. B. se volvió a mirarle.
—No me sirva mucho, señor —pidió.
El ex comisario frunció el ceño y le mostró la copa.
—Me las regalaron cuando cumplí los sesenta. Desde entonces ya ha llovido bastante —constató—. En cuanto a la cantidad, la adecuada es aquella que permite tumbar la copa horizontalmente sin que se derrame. ¿Lo sabía?
J. B. asintió y cogió la que le ofrecía en el momento en el que la hija de Tato abría la puerta.
—Abuelo, se van los cazadores. ¿Sales?
El ex comisario miró a J. B. y él sonrió.
Cuando se quedó solo dejó la copa sobre la mesa y contempló las montañas a través del ventanal. Esperaba que la despedida fuese rápida. Entonces dejó la copa y se fijó en el marco que había sobre la mesa.
Miguel debía de tener unos catorce años y la misma sonrisa que ahora. Sostenía orgulloso bajo el brazo un casco negro forrado de adhesivos. A su lado, reconoció la cara pecosa de Tato, sus ojos achinados y la expresión aguerrida del que es capaz de cualquier estropicio. Él era el que apoyaba la mitad del cuerpo sobre el sillín de la moto, haciendo equilibrios y mirando a la cámara con el desparpajo de los temerarios. Ella sí había cambiado. La niña del peto tejano y los ojos despiertos, con la llave inglesa en la mano y el pelo enmarañado en dos coletas a ambos lados, le pareció una delicia. Los ojos eran los mismos, algo rasgados y de color avellana, pero había en ellos una expresión franca y un brillo de felicidad que ahora habían desaparecido. Ella era la protagonista absoluta de la foto. La seguridad con la que su mano derecha se apoyaba sobre el depósito daba una idea del orgullo con el que había posado, y J. B. se quedó pasmado mirando las cuatro letras bordeadas que tanto adoraba. En ese momento oyó la puerta tras él.
—No sabía que tenían una OSSA —dijo.
El ex comisario asintió.
—Mi hijo tenía varias. De hecho, las coleccionaba y pasaba más tiempo con ellas que con ninguna otra cosa. Y ella —añadió señalando a Kate— era su mejor ayudante. Ahí debía de tener ocho o nueve años. Esa foto la tomó cuando acabaron de restaurar esa 125B del 51.
J. B. estaba alucinando.
—Es una preciosidad. ¿Aún la tiene?
El ex comisario le miró sorprendido.
—Me extraña que Miguel no te hablase de ellas. Están en la parte de atrás del garaje, bajo unas lonas que hice fabricar a medida. Cuando mi hijo murió las guardamos allí y nadie ha vuelto a tocarlas.
No le pasó desapercibido el aplomo con el que el ex comisario se refería a la muerte de su propio hijo.
—La verdad es que no me ha hablado nunca de eso; y es extraño, porque sabe que yo también las colecciono. De hecho, estoy poniendo en marcha un proyecto para restaurar modelos antiguos y venderlos en la Red.
—¿Y has vendido muchas?
J. B. titubeó:
—Bueno, lo cierto es que sólo tengo cuatro y, la verdad, aún no están del todo perfectas, así que no tengo prisa —mintió acordándose del comprador impresentable que le había mandado Errezquia.
El ex comisario sonrió y le mostró la copa como si quisiera brindar. Luego se volvió hacia la pared y la presionó para abrir el plafón de madera.
—O sea, que no has vendido ni una.
—No señor, aún no.
—Ni lo harás —sentenció—. Esas motos crean adicción, son como un miembro de la familia. Créeme, lo sé por experiencia. Ésas —dijo señalando con el dedo hacia afuera— llevan en ese garaje casi veinte años y nadie les ha quitado la funda en todo ese tiempo, pero si se me ocurriese hablar de venderlas se me echarían los tres encima como lobos.
—Si quiere que les eche un vistazo, señor, sólo tiene que decirlo.
—No, gracias, sargento. De hecho, no estamos aquí por las motos.
El ex comisario se pasó los dedos por el flequillo blanco y J. B. pensó que, con su edad, tenía una planta imponente.
—No, señor. El sobre que le di antes con el CD contenía las fotos que me pidió de la botella de brandy. Le agradeceré cualquier ayuda con la bodega.
Él asintió y dejó el sobre al que se refería J. B. sobre la mesa. Al ver su cara de asombro le aclaró:
—Le dije a Nina que lo subiese al despacho.
Entonces corrió el plafón de la pared de madera hacia la izquierda.
Lo primero que llamó la atención del sargento fue la vitrina con las armas. Cuatro escopetas de caza impecables y varias cajas de munición de distinto calibre, todo bajo llave. Al sargento no le pasó inadvertido el leve movimiento de la mano del ex comisario bajo la mesa ni el modo en el que se abrió el archivador de cuatro alturas cuando la retiró. El anfitrión buscó entre las carpetas colgantes, sacó una y se la puso bajo el brazo. Luego volvió a cerrarlo todo y la pared ocultó de nuevo sus tesoros y ofreció otra vez el aspecto anodino de los plafones desnudos de madera. Dejó la carpeta delante de él y J. B. leyó las iniciales: CRC.
—Tengo especial interés en que se resuelva este caso.
J. B. frunció levemente el ceño y el ex comisario asintió.
—Hace dieciocho años ocurrió algo que no pude resolver y que he vuelto a retomar recientemente. Supongo que Miguel tampoco te ha hablado de su padre.
Silva negó con la cabeza. El cambio de tercio le había pillado por sorpresa. Entrar en temas familiares no parecía algo propio del ex comisario. Más bien poseía talante de hombre reservado, y eso le puso sobre aviso.
—El padre de Miguel murió en un accidente. Días antes supe de ciertas incorrecciones que cometió y que intenté ocultar.
J. B. reparó en su honda respiración y en el movimiento ascendente de la nuez.
—No me enorgullezco de ello, la verdad, es la única vez en mi carrera profesional en la que no cumplí escrupulosamente la ley. En lugar de eso, le obligué a dejarlo a cambio de pedir su traslado y no denunciarle. Él me prometió cumplir su parte del trato.
El ex comisario cogió la copa y se acercó al ventanal.
—Pero entonces recibí una amenaza anónima y, ante eso, no me quedaba otro remedio que actuar contra él. Esa noche fui a su casa y le convencí para que testificase contra los que le habían metido en el negocio. Se negó en redondo, pero poco a poco fue contándome algunas cosas. Cuando supe que se ocupaba de asegurar el paso de cierta carga por la frontera para alguien muy importante, le exigí nombres. Me advirtió que no podía decirme nada por el bien de todos, pero que lo dejaría. Él quería dedicarse a las motos, por lo que le prometí que le ayudaría a reorientar su vida cuando todo saliese a la luz. Al día siguiente, en contra de su voluntad, fuimos a consultar a un abogado de Barcelona. Le contó muy por encima lo que sucedía, y el abogado nos dijo que aunque colaborase era probable que él también fuese a la cárcel por un tiempo. Salí de allí bastante hundido, la verdad. Como sabes, la cárcel no es el mejor lugar para nosotros, pero intenté animarle y le aseguré que con mis contactos tal vez consiguiésemos algún tipo de régimen abierto. No quiso ni escucharme. Me dijo que necesitaba un par de días para dejarlo y que luego se iría. El accidente fue tres días más tarde.
J. B. apartó los ojos de la copa de brandy que Salas-Santalucía le había servido.
El ex comisario se volvió hacia él y le mostró la copa. Pero tampoco bebió. Sólo continuó hablando con la vista en el horizonte.
—Según el informe, simplemente se salió en una curva al volver de La Seu. Y ahí acaba todo.
Se volvió de nuevo y enarcó las cejas. J. B. le sostuvo la mirada. Por primera vez desde que le conocía, detectó el peso invisible sobre sus hombros, y sus setenta y cinco años se hicieron patentes. Pero la intuición le decía a J. B. que el ex comisario no sólo buscaba sincerarse; no era de los que contaban cosas como ésa sin un objetivo. Y el sargento siguió escuchando, en silencio.
—Ese día me llamó desde Francia y yo no le cogí el teléfono. Estaba tan enfadado y decepcionado con su comportamiento que lo ignoré. Cuando volvió a llamar la secretaria me lo pasó sin avisar.
J. B. pensó en Montserrat y en su llamada para que fuese al entierro de Bernat.
—La última vez que hablamos me dijo que no podía dejarlo, que le habían dicho que si lo hacía no caería solo y que para pagar sus deudas había hecho algo terrible, algo que no podría perdonarle. Entonces comprendí que había vuelto a jugar, discutimos y le colgué el teléfono. Ésa fue la última vez que hablé con él.
Tras una breve pausa, continuó:
—Quizá fue por eso por lo que, cuando leí el informe y vi las fotos, no pensé nada. Tan sólo que había sido un accidente.
El ex comisario se dejó caer en la butaca y se echó ligeramente hacia atrás con la copa aún en la mano. Miró a contraluz el licor, como si buscase algo en él, y J. B. se dio cuenta de que casi no se había servido. La propia experiencia le había enseñado que la culpabilidad mezclada con el alcohol era como una losa que le impedía a uno volver a levantarse. Y, por alguna razón, intuyó que el ex comisario también lo sabía.
—El caso es que, después de esa visita al abogado, mi hijo desapareció un par de días. Luego supe que había estado en Francia, pero ya no volví a verle con vida.
El sargento lanzó una mirada a su copa y esperó.
—A los pocos días recibí la llamada de un notario de Darque, un pequeño pueblo costero al norte de Portugal. Resultó que una empresa promotora de allí era la nueva propietaria de la casa de mi hijo. Como prueba, aportaban un documento que exponía que él había perdido la propiedad en una apuesta. Todo era legal, por increíble que pareciera, y absolutamente irrevocable. Entonces comprendí a qué se refería cuando me dijo que había hecho algo terrible. Había dejado a sus hijos en la calle y la versión del suicidio fue tomando fuerza en mi cabeza.
Un rictus cruzó el rostro del ex comisario.
—Nunca fue muy valiente, la verdad —se lamentó.
Y tras un corto silencio se incorporó en la butaca y apoyó los brazos sobre la mesa para continuar.
—A pesar de eso, después del entierro decidí que los que le habían metido en aquello tenían que pagar, y empecé a investigar. Poco después recibí la segunda nota, que alguien había dejado en mi despacho de la comisaría. Me amenazaban con destaparlo todo y acabar con mi carrera. Afirmaban que había pruebas de que yo estaba al corriente de todas sus actividades desde el principio, y por ese motivo, después de algunas noches sin dormir, lo dejé. Sobre todo por ellos —justificó señalando la foto que había sobre la mesa.
—Nuestra familia acaba en esa foto, no tenemos más parientes —añadió apuntando con la copa al marco que J. B. había estado mirando.
El sargento pensó en su madre y en que algunos ni siquiera podían contar con eso. Y entonces se preguntó qué habría sido de la madre de Miguel. Pero el ex comisario seguía hablando y comprendió que él estaba allí sólo para escuchar.
—Hace algún tiempo, cuando me jubilé, empecé a darle vueltas de nuevo. El anónimo que prendió todo aquello lo envió alguien relacionado con esa carpeta —afirmó señalando el dossier de las tres iniciales.
—¿Cree que lo de su hijo puede tener algo que ver con la muerte de Bernat?
El ex comisario permaneció en silencio.
—Hace unas semanas, mientras cazaba, oí a alguien hablando por teléfono. Fue una casualidad. Algo fortuito. Yo iba con Miguel y no podíamos ver quién estaba hablando al otro lado del zarzal que separa los terrenos, así que nos quedamos quietos esperando a que se fuesen para seguir a lo nuestro. Entonces reconocí la voz de Jaime Bernat.
El ex comisario le mostró la copa vacía al sargento mientras se levantaba. Él negó con la cabeza y su anfitrión rodeó la mesa hasta el mueble bar. Cuando J. B. se volvió para seguirle con la mirada, reconoció la botella de inmediato.
Tras un primer instante de desconcierto, se convenció de que debía de haber cientos de Ximénez-Spínola iguales en el mundo. Observó cómo el ex comisario se servía otro poco. Permanecía de pie, con un aspecto más que saludable y el bastón apoyado en la mesa. J. B. se preguntó si se estaba volviendo paranoico al valorar esas sospechas absurdas. Setenta y cinco años tampoco eran tanto, pero de inmediato recordó cómo se había cogido a la barandilla para ayudarse a subir la escalera desde la sala. Intentó imaginarle planeándolo todo y le sorprendió la seguridad con la que su propia mente dijo sí a esa posibilidad. Y de pronto no le pareció tan buena idea haber traído las fotos con él, ni haberle pedido ayuda con el caso. Entonces, la paciencia con la que había esperado mientras el ex comisario le contaba la historia de su hijo dio paso a una especie de incomodidad. Justo cuando comprendió que iba a pedirle un favor, un favor que no quería escuchar.
Y por un momento pensó que todo aquello era parte de un plan para acabar pidiéndole que se olvidase del asesinato de Jaime Bernat. Pero el ex comisario continuó.
—Por lo que pude entender de la conversación, alguien no se había ocupado bien de que cierto material llegase a Toulouse. Pero cuando Jaime amenazó a su interlocutor y le oí decir que si caía no lo haría solo, lo entendí todo. Ésa es la frase que llevo veinte años intentando relacionar con algo. Comprenderás que se me revolvió el cuerpo cuando entendí que Bernat estaba detrás de todo aquello.
El ex comisario esperaba su reacción, y J. B. respondió encogiéndose de hombros, enfrascado aún en sus propias cavilaciones. No entendía nada. Cogió la copa y se la acercó a los labios. Pero antes de que tuviese tiempo de beber un trago, su anfitrión sentenció:
—Ésas fueron las mismas palabras que alguien le dijo a mi hijo y las últimas que escuché de su boca. ¿Comprende?
J. B. dejó la copa intacta sobre la mesa. Seguía sin entender de qué iba todo aquello. Se preguntó hasta qué punto estaba Miguel implicado en el asunto. El ex comisario, ajeno a sus elucubraciones, añadió:
—Sólo fue una conversación; de hecho, la mitad de ella. Pero desde entonces sé que ellos están detrás de las actividades de mi hijo y que tuvieron algo que ver en su muerte. Jaime no actuaría solo en algo así.
El sargento esperó en silencio. Intuía las vueltas que daba el comisario a lo que quería pedirle y no fue consciente de que se iba echando hacia atrás hasta que notó cómo su espalda tocaba la butaca. Se irguió e intentó relajar los hombros. Entonces miró el bastón del ex comisario y pensó si Miguel podía ser el ejecutor, o tal vez sólo el mensajero.
—Llevo años investigando las actividades de algunos miembros del consejo. En esa época, Jaime Bernat se hizo con unas tierras en La Seu que le costaron mucho dinero, unas tierras casi en la frontera con Andorra y por las que también pujaron otros miembros del consejo. La información proviene de uno de los subasteros más importantes de la zona. Por lo que sé, las actividades del consejo no se limitaban a la concesión de las licencias y la recalificación de tierras. Pero estoy convencido de que fue Jaime quien amenazó a mi hijo.
A esas alturas, J. B. estaba tan ensimismado en sus propias conclusiones y en lo que significaba que los Salas estuviesen metidos en el caso que ni siquiera oyó las últimas frases. Hasta que el ex comisario se sentó en su butaca y le miró a los ojos.
—Sargento, sólo le pido que continúe con la investigación por mí y yo le ayudaré en lo que pueda.
Cuando por fin comprendió las verdaderas intenciones del ex comisario, J. B. respiró hondo. Necesitó hacerlo varias veces para tranquilizarse y se sintió agradecido, aunque no sabía a quién o a qué lo estaba. Asintió e intentó sonreír.
El que tenía delante sólo era un hombre que pedía ayuda para investigar a los miembros del CRC en relación con la muerte de su hijo, y eso sí podía hacerlo.
Cuando salieron del despacho, algo había cambiado en la forma en la que veía al ex comisario. No podía apartar de su mente la sensación de frustración y sorpresa en el instante de duda y, aunque había prometido ayudarle a encontrar la relación entre la muerte de su hijo y el CRC, en todo ese asunto había algo que no cuadraba. Por su parte, Salas-Santalucía le había prometido trabajar en la botella y averiguar quién la había enviado.
Al bajar por la escalera se cruzaron con Miguel y con su hermana.
El perfume a su alrededor era el mismo que la noche anterior. J. B. recordó las coletas y su mano de ocho años apoyada con autoridad sobre el depósito de la moto, y le sonrió. Ella pareció extrañarse y frunció el ceño. Rencorosa. Desde luego, quedaba bien poco de aquella pequeñaja graciosa que reparaba motos con su padre.