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Finca Prats

Dana entró en la casa como un vendaval y, en cuanto vio el sobre del dinero encima de la mesita de la entrada, dio gracias a su ángel de la guarda, a la abuela, a Dios y a todos los santos. Era domingo y no se fiaba de hacer un ingreso en el cajero, por eso había decidido guardar el dinero en la caja e ir al banco el lunes. Pero al final se había olvidado. Tal como estaban ya las cosas, sólo faltaba que algo saliese mal y extraviase el sobre. Cuando se volvió para cerrar la puerta reparó en la maleta de Kate, que estaba al lado del perchero, y el desasosiego que había desaparecido al ver el sobre la aplastó de nuevo como una losa.

Dana volvía del árbol. Como cada último domingo de mes había llevado flores a la abuela y había leído en el trozo de tronco que aún quedaban en pie sus anagramas y los símbolos de ambas enlazados para siempre. Daonnan làn. Juntas siempre. Mientras lo hacía, supo que aquello era una señal, que tenía que disculparse y hacer las paces con Kate o se marcharía enfadada y ella volvería a sentirse tan sola como en los últimos tiempos. Retrocedió unos pasos deseando que no hubiese entrado en la cocina, pero en la puerta del frigorífico sólo quedaban los imanes, casi tan huérfanos como ella. Estaba segura de que la nota no había ayudado y de que esta vez debería hacer el esfuerzo de disculparse. Planeó contarle en la fiesta lo que sentía cuando estaban enfadadas, cuando la relación entre ellas se enfriaba tanto que le costaba incluso marcar su número. Por lo menos, esa tarde tendría a favor las ganas de Kate de apartarse de su familia durante el jaleo, incluso puede que lograse hacerla subir hasta su antiguo cuarto para buscar un escenario más favorable. Debía acordarse de coger el regalo del ex comisario antes de salir.

Subió las escaleras de dos en dos y volvió a bajar cinco minutos después vestida con una camisa blanca, el chaleco azul y los Levi’s oscuros. Se miró en el espejo de la entrada y se atusó la melena pelirroja. Luego cogió el sobre, entró en el salón y desencajó el cajón central del escritorio. Lo dejó sobre la mesa y metió la mano para abrir el compartimento secreto y liberar la caja donde pensaba guardar el sobre con el dinero. Mientras ajustaba el cajón de nuevo en la mesa reparó en un papel arrugado que había en el suelo, al lado de la papelera. Lo cogió y lo desplegó.

Era la nota que le había dejado y en la parte de detrás había una respuesta de Kate, aunque estaba incompleta. El texto la desconcertó. El papel estaba arrugado y lo había encontrado tirado en el suelo. Sus ojos se posaron en los de la abuela y detectó desaprobación. Tal vez era el propio sentimiento de culpabilidad por no haber afrontado antes sus problemas bancarios, o el miedo a que el enfado de Kate la alejase de nuevo durante meses, como la última vez. Bajó los ojos y reparó en la página abierta de la agenda. La tarjeta de Alberto Bassols, el compañero de facultad del abuelo Prats al que la abuela había mandado avisar en sus últimos días, estaba sobre la columna del jueves, y en la página de al lado, la anotación de la cita en su bufete de Barcelona para el martes a las once. Con el papel arrugado aún en la mano, Dana comprendió lo que había ocurrido.

Cogió la bolsa con el regalo del ex comisario y salió de la casa con la chaqueta colgando del brazo y el bolso y la nota de Kate en la mano.

Cinco minutos más tarde circulaba por la carretera de Bellver a Prats. No podía dejar de compadecerse de sí misma y se llevó la mano a la boca por instinto. Los esparadrapos sucios seguían allí y la apartó de inmediato. Había olvidado cambiarlos y no podía presentarse en público sin ellos. La primera lágrima resbaló por su mejilla antes de llegar al cruce de Pi.

Al final, él había ganado. Jaime Bernat, incluso después de muerto, parecía controlar su vida. Se había salido con la suya y había conseguido dejarla sola y que incluso Kate la abandonase. Apartó las lágrimas con los dedos y los esparadrapos le rascaron la piel de las mejillas. Eso la hizo sentir miserable y siguió llorando. Ni siquiera cuando el móvil empezó a sonar en su bolso pudo parar. Miró a la carretera y calculó que le daba tiempo de coger el móvil porque el coche rojo que venía de frente parecía ir muy lento. Sin querer, tocó la palanca del limpiacristales con la mano izquierda e intentó dar con el teléfono en el desorden atávico de su bolso. Tras unos segundos eternos intentando encontrarlo a ciegas mientras oía nerviosa la música del tono apoyó el bolso abierto sobre el asiento y miró dentro.

El sol brillaba con la nitidez que tienen las mañanas después de una lluvia de varios días. De hecho, a pesar de la aguanieve que había caído al amanecer, lo iluminaba todo y le impedía seguir la pista de la pequeña luz del móvil para encontrarlo. Cuando por fin dio con él, el tono aún sonaba y descolgó. Al volver a mirar a la carretera, el corazón se le desbocó y comprendió que ya no podía esquivarlo.