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Finca Moutarde, Latour-de-Carol

Marcel Moutarde era la octava generación de Moutardes al frente de aquellas tierras en Latour-de-Carol y no estaba dispuesto a que nadie, y mucho menos el holgazán de su nieto, decidiese qué debía hacer con ellas.

Colgó el teléfono y, con un golpe seco, lo dejó sobre la mesa. ¿Y qué si era domingo? El maldito fainéant llevaba cuatro años perdiendo el tiempo en la universidad cuando su obligación era estar ahí, cuidando de las tierras que iba a heredar. Por enésima vez maldijo su suerte por tener que legárselas al hijo de otro mientras se colgaba del hombro la bota de vino, bien cargada. Entonces también maldijo a Dios por haberle dado sólo una hija que quiso hacerse maestra, mujer de maestro y madre en exclusiva del holgazán de Bernard. Cogió las botas altas, que dejaba siempre al lado de la chimenea, y se dirigió a la entrada de la casa oteando por la ventana el tiempo que hacía en el exterior.

La tierra necesitaba ser trabajada y el día había amanecido sereno después de casi una semana de lluvias, así que se dejó caer en el banco de la entrada para ponerse las botas a la vez que se recolocaba la dentadura. Luego se subió la cremallera del mono y se puso en pie. Le crujieron las rodillas y, al echarse atrás, también le crujió la espalda. Flexionó las piernas ligeramente, y las notó más sueltas. Bien, llevaba noventa y seis años con ellas y no tenía intención de darles ni un respiro hasta que fuese el definitivo.

Como cada día a primera hora cogió la llave de hierro, abrió la vieja puerta de madera y la empujó esperando el chirrido de las bisagras. Fuera persistía la fina capa de nieve que había dejado la madrugada y Marcel miró al cielo. Nubes de nieve… A ver si por lo menos le dejaban trabajar por la mañana… El chubasquero estaba colgado en la puerta, pero en el cubículo del tractor no lo necesitaría. Además, él estaba criado a la vieja usanza, no como ahora, que cada vez que bajaban de cero grados el fainéant aparecía con un plumón y unos guantes que apenas le dejaban moverse. Gato con guantes no caza ratones, le había dicho en más de una ocasión. Pero el otro hacía oídos sordos, como si no fuese con él. Seguro que ni siquiera entendía lo que le estaba diciendo.

Cada vez que había que preparar los campos, Marie avisaba a su hija Giselle para que el chico fuese a ayudarle. Y eso le exasperaba, porque no había forma de que el chaval hiciese las cosas como debían hacerse, sin discutir cada detalle como si le fuese la vida en ello. Marcel no podía comprender esa manía de cambiarlo todo que le habían inculcado en la capital. ¿Acaso alguien que no había pisado la tierra en su vida sabría cómo hacer las cosas mejor que él, que llevaba ochenta años labrándola, dedicándole todo su tiempo y sacando de ella unas buenas cosechas?

Marcel contempló el tractor con orgullo. Le habían hecho esperar varias semanas para entregárselo de ese color, pero al final lo consiguió sin pagar un euro de más. ¿Acaso no les daba igual un color que otro? Al fin y al cabo, la pintura costaba lo mismo. Y a él el rojo le gustaba. Como los Ferrari de las carreras de Fórmula 1. Y era el único de ese color en todo el valle. Avanzó hacia él satisfecho, haciendo tintinear con chulería las llaves en el bolsillo.

Cuando subía al tractor la oyó llamarle a gritos y rápidamente se descolgó la bota y la lanzó dentro. Vio que había caído de pie y acabó de encaramarse sujetándose al cinturón de seguridad. Le crujieron varias articulaciones y por fin se dejó caer en el asiento negro de escay como un peso muerto. Cada día los hacían más altos. Volvió a recolocarse la dentadura y se agarró al volante con fuerza para erguirse. Pero, antes de que atinase a meter la llave en el contacto, ella ya estaba a los pies del tractor. La ignoró y lo puso en marcha. Notaba sus ojos en la cara como lanzas de fuego, y casi tuvo ganas de sonreír cuando pensó en la mañana de trabajo sin interrupciones, discusiones ni cambios de planes que tenía por delante. Frunció el ceño concentrado en las marchas y, cuando hubo metido la primera, cometió el error de mirarla.

Marie le observaba con el ceño fruncido y los brazos en jarras sobre sus anchas caderas. Marcel resopló pensando en lo diferente que había resultado de su primera mujer. Ésa sí que estaba bien enseñada; no daba jamás una orden, al contrario. Y ahora, a su edad, él ya no quería problemas, así que giró con torpeza la manivela para bajar el cristal.

—No te olvides de que vamos a comer a casa de Giselle —le gritó Marie—. A la una nos espera y quiero que te laves bien y te pongas la ropa que te he dejado sobre la cama. ¿Me has oído? —añadió tras esperar inútilmente una respuesta.

Marcel asintió. Luego le dio al gas y arrancó apretando bien las mandíbulas.

Esa manía de celebrarlo todo que tenían las mujeres le sacaba de quicio. Casi tanto como su obsesión con el agua. A él no le gustaba ni para beber, y mucho menos para lavarse. Unos metros más adelante, levantó ligeramente el pie del acelerador y espió por el retrovisor. Se agachó y buscó la tira de la bota con la mano. Cuando dio con ella, la asió y colgó la bota del retrovisor interior. La dejó colgando a media altura. El agua estropea los caminos, recordaba haberle oído siempre a su padre cuando alguien se la ofrecía, y él siempre le creyó.

El tractor avanzó hacia la era y Marcel se irguió sacando pecho con ayuda del volante. De inmediato notó que sus pulmones se llenaban de aire puro. Al poco, volvió a cerrar la ventanilla. Pensó en su hija y chasqueó la lengua intentando mantener la dentadura en su lugar. Una buena manera de estropearle el día. A la comida anual en casa de la hija se le sumaría, como cada año, el jersey que pasaría a ocupar espacio junto con los otros en la cómoda del cuarto de los abuelos. Qué manera de gastar dinero inútilmente, murmuró poniendo la segunda cuando ya entraba en el camino rocoso de la era.

Marie llevaba varios años empeñada en que él dejase de conducir, sobre todo desde que encontró la carta en la que le comunicaban que a su edad no le renovaban el permiso. Cuando Marie dio con el documento, éste llevaba años en el fondo de la guantera de la C15 que habían comprado al poco del siniestro con el Peugeot rojo.