Finca Prats
Kate colgó el teléfono. No se sentía satisfecha por lo que acababa de hacer, pero la actitud del técnico no le había dejado alternativa. El propio Paco defendía siempre que la tecla de los niños era implacable. En cuanto su hija de doce años le diese el mensaje, estaba convencida de que aquel individuo comprendería que iban en serio, dejaría de buscar excusas y se pondría a trabajar.
Acabó de arreglarse y bajó a la cocina. A través del ventanal contempló las finas estalactitas de nieve que colgaban de las ramas del sauce. Los recuerdos de los juegos con Dana volvieron nítidos, cuando se turnaban el palo del rastrillo para llegar más alto y hacer caer más nieve, y las entradas en tromba inundaban el suelo del vestíbulo de fango y nieve. Dana siempre era quien tenía el palo durante más tiempo y luego Kate tenía que defenderla delante de la viuda cuando entraba en la casa mojada como un pingüino y lo ponía todo perdido. Había nevado mucho desde entonces y, en esencia, Kate sentía que su función seguía siendo la misma, aunque Dana se empeñase en querer saltar sin red.
Después de un sueño reparador de ocho horas, Kate se sentía como nueva. Ahora sólo tenía que esperar a que el maldito técnico la llamase y le dijese que había acabado el trabajo. Dana ya no estaba. Casi mejor, así podría desayunar tranquila y luego marcharse a casa del abuelo.
La tarde anterior le parecía un sueño oscuro y lejano, sobre todo la parte del Insbrük. Por el momento prefería olvidarlo. En cuanto a la finca Bernat, no deseaba rememorar la experiencia, pero tampoco olvidar lo que había descubierto. Con la BlackBerry en la mano, se apoyó en la baranda de madera y agrupó las fotos que había tomado del quad en un solo archivo. Luego lo mandó al número del sargento.
Nada más entrar en la cocina vio la nota con su nombre pegada a la puerta de la nevera. Típico de Dana: pedir disculpas por escrito y luego en la fiesta comportarse como si no hubiese pasado nada. Pero esta vez había ido demasiado lejos. Kate abrió el frigorífico para coger un yogur, buscó la caja de los copos suaves de avena y se sirvió dos cucharadas soperas en un bol blanco de cerámica. Mientras vertía el yogur notó la BlackBerry vibrando en el bolsillo y pensó en el andorrano. Alguien que le colgaba el teléfono no merecía que retrasase su desayuno, así que se sentó en uno de los taburetes y siguió removiendo con brío el contenido del bol.
Con la primera cucharada sus ojos volvieron a la puerta de la nevera. Continuó comiendo, pero en seguida se levantó a coger la nota. Un papel blanco doblado con el anagrama de diez letras que usaban desde siempre para ocultar sus nombres y la promesa que se habían hecho: Daonnan Làn. Kate se sentó y empezó a leer las cinco líneas.
He estado pensando en lo de ayer. No puedo depender de ti en esto. Tampoco es justo esperar que dejes tus cosas por mí. Será mejor que siga tu consejo y me busque un abogado que se ocupe a conciencia de sacarme de este lío con los Bernat. Esta mañana tengo que acabar unas gestiones. Nos vemos en la fiesta.
¿Se podía ser más idiota? Kate tragó lo que tenía en la boca y le dio un empujón al bol. La porcelana resbaló sobre la mesa hasta que una veta de la madera casi hizo que se volcase y tuvo que pararla con un gesto rápido de la mano. Bien, si eso era lo que quería, no había más que hablar. Soltó la nota sobre la mesa y se dirigió enojada hacia la escalera.
Subió los peldaños de dos en dos y entró en su habitación. La puerta del armario pareció poseída cuando la soltó para dejar la maleta abierta sobre la cama. Por desgracia no podía irse, desaparecer y concederle el tiempo suficiente para que se diese de bruces con un abogaducho de tres al cuarto que la hiciese desesperar hasta tener que volver con el rabo entre las piernas a pedirle ayuda. Porque puede que entonces ya fuese tarde.
La fiesta del abuelo era lo que le impedía desaparecer y darle esa lección. Aunque, de hecho, en la fiesta nada la obligaba a fingir que todo iba bien; ni con ella ni con el metomentodo de Miguel. Introdujo su ropa en la bolsa y se dirigió al baño. Su neceser estaba ya cerrado sobre uno de los estantes de mármol, lo cogió mientras se echaba un vistazo en el espejo. La muy burra no tenía ni idea del problema que iba a caerle encima cuando la policía encontrase sus huellas en el bastón, y encima ahora buscaba a un desconocido para defenderla. Además, ¿cómo se suponía que iba a pagarle? Que ella recordase, la noche anterior en ningún momento había negado que no tenía dinero. ¡Dios!
En ese instante se acordó de que el penalista del bufete al que había mandado el mensaje la noche anterior no había respirado. Embutió el neceser en la maleta y, cuando la cremallera del compartimento derecho pareció encallarse, la cerró de un tirón. El estuche del Mac y el cargador de la BlackBerry fueron a parar al compartimento izquierdo. Una de dos, concluyó iracunda, o el tipo estaba incomunicado, o mejor que estuviese muerto si no quería tener problemas graves por no responder de inmediato a una socia.
Cerró la cremallera exterior de la maleta y miró el reloj. Las ocho y media. El repartidor de La Múrgula llegaría sobre la una a casa del abuelo y aún había que preparar las mesas. Se acercó a la ventana y corrió las cortinas para ver qué tiempo hacía. El cielo estaba encapotado, cielo de nieve, pensó. Aunque, si aguantaba hasta las dos, por lo menos la casa no quedaría hecha una pena desde el principio. Repasó mentalmente lo que había encargado para la fiesta. Nada fallaba cuando quien se ocupaba era ella y, por suerte, al final sólo había delegado la compra de hielo. De verdad, esperaba que Miguel no lo olvidara.
Y pensar en él le recordó la noche anterior en el Insbrük y la condescendencia del sargento tras soltarle lo de los problemas de Dana y lo de su móvil para acabar con Bernat. Era la segunda vez que un miembro de su familia la dejaba en evidencia delante de él y, aunque la opinión del sargento no le importaba lo más mínimo, Kate no soportaba que un desconocido se jactase de conocerla y encima se permitiese darle lecciones. En cuanto a lo que había ocurrido cuando la sujetó para sermonearla por haber ido a la finca Bernat…, mejor olvidarse, porque ya había visto qué gustos tenía. Cerró los ojos y respiró hondo. La nota de la cocina merecía respuesta. Una respuesta que Dana encontraría cuando ella ya estuviese en Barcelona, y que la haría reflexionar. Le convenía un buen toque de atención y verse de verdad completamente sola.
Cogió la maleta y salió al rellano. Tanto sus pesquisas como el mal rato en la finca de los Bernat habían resultado inútiles. Puesto que, a raíz del allanamiento, el sargento ni siquiera había prestado atención a las fotos del quad de Santi. Pero ahora ya se las había enviado, así que usarlas estaba en sus manos. Y si no lo hacía peor para él, porque ella sí lo haría en caso de que las cosas llegaran a mayores y al final imputasen a Dana, cosa bastante probable a esas alturas. Y entonces demostraría que los policías del valle eran un atajo de incompetentes. Porque ella no pensaba abandonar a Dana. Y debía prepararse para cuando el abogaducho de tres al cuarto la dejase tirada y ella fuese a pedirle ayuda.
Descendió la escalera y dejó la maleta en la entrada, debajo del perchero. Al descolgar la chaqueta de paño, el ruido metálico de las llaves del A3 le recordó que era la dueña de su propia vida y que no dependía de nadie. Se puso la chaqueta y, con una pinza que acababa de encontrar en uno de los bolsillos, se hizo un moño. Luego se miró a los ojos en el espejo y se irguió sobre sus botas de trescientos euros. Era la dueña de su vida y no necesitaba a nadie. Eran ellos los que la necesitaban todo el tiempo. Y cuando no estuviese allí, entonces se darían cuenta.
En la mesita de madera de la entrada estaban las llaves de Dana y un sobre doblado con un logo. Kate lo examinó de cerca: dos herraduras unidas a ambos lados del perfil de un caballo, todo en un relieve granate. No necesitó abrirlo para saber que contenía el dinero de la venta de los sementales. Ya sabía cómo cobraría el abogado. Lo que no sabía era a cuánto ascendía la deuda de la finca.
Se dirigió a la cocina a buscar la nota para escribir la respuesta en el dorso. Iba a ayudarla a pesar de todo. A pesar de los agravios y la deslealtad, le ofrecería el dinero, pero no iba a ayudarla con el caso hasta que se lo pidiese. Porque ninguna de las dos era ya una niña. Dana debía madurar y ella tenía que dejar de preocuparse tanto como había hecho siempre, dejar de protegerla. Dana necesitaba pegarse el batacazo. Ya volvería. Cogió la nota de la mesa y se dirigió al salón, dispuesta a olvidarse aparentemente del caso Bernat, pero preparándose para cuando Dana la necesitase.
Desde que la viuda había fallecido, Kate tenía por costumbre entrar en la sala principal para saludar o despedirse. Era una señal de respeto, algo que hacía sin pensar, como si eso de algún modo la hiciese seguir allí, disponible para ellas, para recordarles lo que las unía y ayudarlas a ser sensatas cuando sus vidas amenazaban con desmandarse, como en aquel momento.
La sala principal de la casa estaba fría y del fuego de la noche anterior sólo quedaban las cenizas en la chimenea y un ligero aroma a quemado que no conseguía borrar el olor a lavanda que persistía muy sutil, presente sólo para los privilegiados que sabían detectarlo. Kate se acercó a la mesa y buscó un bolígrafo en el cajón de en medio.
Al abrirlo, lo primero que vio fue una lista escrita a mano con la letra de Dana. Extrajo el papel y lo leyó.
Los agravios que los Bernat habían infligido a la finca Prats parecían un juego de niños, una pelea de adolescentes sin importancia. Ninguno de esos episodios podrían utilizarse en un juicio y en la lista no se aportaban pruebas fehacientes de que los Bernat estuviesen implicados en nada de lo ocurrido. Si pensaba convencer a alguien con aquello, iba lista. Kate inspiró hondo y cuando sus ojos coincidieron con los de la viuda algo la removió por dentro. No puedes dejarla sola. Ésa era la afirmación que se repetía en su mente una y otra vez como una letanía. Sin apartar los ojos del cuadro comprendió que era verdad, y que cuando la acusasen de asesinato no podría limitarse a verlo desde la barrera.
Comenzó a escribir una nota distinta de la que había tenido pensado. Sí que se iba a Barcelona, pero para consultar con el equipo de penalistas del bufete y ofrecerle la mejor defensa. Eso le hizo recordar la llamada que no le habían devuelto y volvió a enfadarse. Buscó de nuevo los ojos de la viuda y creyó descubrir aprobación en ellos. De inmediato, se sintió mejor. Desde luego, no era el momento de preocuparse por el maldito penalista cuando aún tenía que montar las mesas para la comida.
Pero, al bajar de nuevo la vista, sus ojos se clavaron en una tarjeta blanca, con elegantes letras impresas en relieve, que estaba sobre la agenda abierta de Dana. Tenía las esquinas dobladas, no era nueva, pero desde luego conservaba el empaque del titular. Mientras leía la nota de la agenda para el martes siguiente, Kate tragó saliva.
Cinco minutos después, salía de la finca Prats en dirección a casa de su abuelo con las mandíbulas tensas y una línea recta en los labios. Había roto la nota de Dana y la había tirado a la papelera. Ahora su cabeza no podía dejar de dar vueltas a la presencia de precisamente esa tarjeta en la agenda de su mejor amiga. Era una completa idiota por haber creído en ella. Ahora se destapaba cómo se había enterado el fiscal de sus movimientos en Andorra. Por fin comprendía lo que había sucedido. No, si al final el maldito sargento iba a tener razón… Una cita con alguien del clan Bassols no era algo que uno consiguiese en doce horas, las que habían pasado desde su discusión. Seguro que Dana lo tenía todo planeado. Lo que no se explicaba era por qué la había llamado. Al fin y al cabo tenía a Miguel, que al parecer estaba al corriente de todo, y cita con un penalista de primer nivel como Berto Bassols. Ni siquiera ella hubiese conseguido a alguien así. Desde luego, menuda decepción.
Al salir a la carretera general reparó en que había olvidado la maleta en la finca Prats.