Cena del torneo social, Fontanals Golf
El salón principal del restaurante del club de golf estaba engalanado como en las grandes ocasiones. Habían encargado los centros florales de las mesas a la mejor florista de Puigcerdà, los manteles eran de lino, el ajuar de porcelana y las copas de cristal esa noche estaban reservadas al Moët que justificaba el precio del cubierto. La cena social era una de las veladas más esperadas y los tickets llevaban semanas en poder de los asistentes.
Magda Arderiu se acercó al alcalde por detrás y le apretó el brazo con una familiaridad que a Matilde, su esposa, y al resto de los invitados del corro, no les pasó por alto. Sin embargo, la esposa del alcalde parecía dispuesta a que ni siquiera eso le amargase la noche. Esta vez no había dejado nada al azar; y Magda lo sabía y la respetaba por eso. Aunque a Matilde le quedaba mucho por aprender.
El juez y su esposa se retiraron hacia su mesa. Magda los observó alejarse. La esposa del juez vestía el mismo conjunto del año anterior y la blusa también recordaba la moda de otros tiempos. Los vio reunirse con su hijo, su nuera y otros matrimonios. Había que reconocer que la nuera de los Desclòs llevaba en la sangre el glamur de su familia, los Güell. Lo que Magda no se explicaba era que hubiese aceptado vivir en el valle y hubiese dejado de ejercer la abogacía al casarse. Sus ojos estudiaron la actividad de la mesa de los jueces mientras asentía de vez en cuando, por inercia, a los comentarios del alcalde. La nuera de los Desclòs debía de ser la más joven del grupo y, desde luego, usaba una talla imposible. En fin, las vacas sagradas del valle empezaban a dar paso a la siguiente generación, y eso era bueno. Descubrió a Matilde buscando su propio reflejo en la cristalera de la sala y alisándose discretamente la falda larga de moaré negro. Luego, la vio observar sin disimulo sus zapatos morados de serpiente y el drapeado del vestido. Su expresión altiva la enervó. De repente, le dieron ganas de darle una lección, y se acercó más a Vicente para hablar con él.
—Y esa prueba tan concluyente, ¿no puedes decirme de qué se trata? —le preguntó el alcalde.
Magda le sonrió coqueta ignorando con descaro a Matilde.
—No, Vicente, eso es secreto, ya lo sabes. Quédate con lo que te dije; cuando reciba el informe del laboratorio, tendremos al culpable.
—Pues mira, es justo lo que necesitamos, porque la gente empieza a hablar. Y no nos conviene…
—Sobre todo cuando las elecciones están a la vuelta de la esquina —susurró Magda acercándose con complicidad.
—¿Cuándo crees que podremos anunciarlo?
—Te llamaré cuando lo tenga todo atado y nos pondremos de acuerdo para hacerlo juntos.
Vicente asintió y Magda detectó la punzada de angustia en el rostro de Matilde. La mujer del alcalde tiró de él con menos suavidad de la que pretendía y él se volvió sorprendido.
—Vamos, querido, la gente empieza a sentarse.
Vicente le ofreció a la comisaria el brazo que le quedaba libre, y Magda vio en los ojos de Matilde que, a pesar de todos sus esfuerzos, un solo gesto suyo podía amargarle la noche. Las dos mujeres se estudiaron un instante, y al fin Magda rechazó la oferta. Mientras los veía alejarse, la comisaria pensó que el corazón de la alcaldesa consorte debía de latir con rabia. Había hecho bien conteniéndose. De ese modo, su plan funcionaría y el resultado sería letal.
Magda esbozó una sonrisa satisfecha y paseó la mirada por la sala hasta regresar a la espalda de Matilde. Estaba muy por encima de ella, y ambas lo sabían.
Un par de horas atrás había visto salir de la sala a la mujer del alcalde con una sonrisa de triunfo que le desconocía. En cuanto entró y leyó la lista con la disposición de las mesas, Magda comprendió su expresión exultante y casi se dejó tentar y ordenar un cambio que le amargaría la noche a la consorte. Pero en ese momento sus objetivos eran más elevados que un simple juego de damas. Ella buscaba entrar en la división de honor. Su propia sonrisa cuando salió quince minutos más tarde con el objetivo cumplido le recordó la de Matilde. Le había costado cincuenta euros ocupar su sitio en la mesa de Casaus. Y, desde luego, que el alcalde de Pi estrenase viudedad le había venido estupendamente.
Le buscó con la mirada y le localizó charlando en la mesa que iban a compartir. Mientras se acercaba bien erguida sobre sus tacones, con el bolso morado de piel de serpiente en la mano, pensó que el lunes detendrían a la veterinaria y podría centrarse en su estrategia. Ver la reacción de la alcaldesa cuando ese asiento en el CRC fuese suyo sería de lo más reconfortante.