Finca Prats
La casa estaba a oscuras. Al entrar, se secó las lágrimas y escuchó atenta si Dana había llegado. No sabía si querría quedarse a dormir cuando tuviese las respuestas que había ido a buscar. Pasar la noche en casa del abuelo estaba descartado, pero volver a Barcelona era física y mentalmente imposible cuando a la mañana siguiente tendría que volver para ocuparse de la fiesta. Cerró la puerta y se quitó la chaqueta. Aún estaba húmeda, igual que su espalda y sus hombros. La experiencia en la finca de Santi le parecía ya de otro siglo.
La casa estaba en silencio, igual que un escenario sin actores. A Kate, helada por dentro y por fuera, le escocían las rodillas con cada movimiento. Avanzó unos pasos dispuesta a esperarla en la sala y entonces vio su silueta ante la tenue luz de la chimenea.
Dana permanecía sentada en el suelo, al lado de Gimle, con las piernas cruzadas y una manta sobre los hombros. Mantenía los ojos clavados en el fuego. Kate apretó los labios. Esta vez no iba a dejarse engañar por su fragilidad. Le pediría explicaciones por su traición y, una vez confirmada, todo habría acabado. Kate buscó los ojos de la viuda. Dana la había excluido deliberadamente durante meses de sus problemas más graves y era evidente que en realidad no quería su ayuda. Así que probablemente lo mejor fuese desentenderse. Entró en la sala y se sentó en el Chester, detrás de Dana. La veterinaria ni siquiera se movió. Permanecieron unos segundos en silencio. Kate decidiendo cómo preguntarle, pero Dana se le adelantó.
—¿Qué tal te ha ido el día? Aún te espero para ir a Cal No…
—¿Cuándo se supone que ibas a decírmelo? —la interrumpió Kate.
Esta vez no estaba dispuesta a dejarlo pasar, no podía haber clemencia para tan alta traición. Y encima le dolía el estómago como si tuviese dentro el maldito cráter del Poás.
Dana se volvió y dejó la taza en el suelo. Kate vio las lágrimas en sus mejillas, pero se obligó a recordar su propia ofensa, cómo se había sentido al escuchar la verdad de labios de un extraño y ratificarla en la mirada de Miguel. Dana se mostraba abatida, pero Kate no podía dejar de pensar en si le dolía más la falta de sinceridad de su amiga o que Miguel estuviese al tanto de todo. Incluso se preguntó fugazmente si el abuelo estaría también al corriente.
—¿A qué te refieres? —pidió Dana.
—Acabo de pasar la tarde escondida en un almacén helado en la finca Bernat, buscando pruebas que inculpen a Santi. Y, créeme, tal como estaba cuando ha entrado en el almacén, si llega a descubrirme, no sé lo que me hubiese podido hacer. —Hizo una pausa—. Y luego he quedado con el sargento para convencerle de que eras inocente, de que no matarías una mosca y de que serías incapaz de cargarte a nadie.
Kate la vio encogerse bajo la manta.
—¿Y lo has conseguido?
—Me ha respondido que era difícil creerse algo de eso cuando estuviste manipulando a los arrendatarios de Bernat a sus espaldas para ponerlos en su contra y que cuando uno ve peligrar lo suyo es capaz de cualquier cosa.
Kate hizo una pausa para que Dana se explicase, pero la veterinaria permaneció en silencio.
—¿Y sabes lo que le he contestado? Pues que tú no tenías nada que temer de Bernat, que todo iba bien en la finca y que, si esos rumores de que estás arruinada no fuesen falsos, ¡yo habría sido la primera en saberlo!
Kate había levantado la voz sin ser consciente, y Dana cogió aire y dejó caer los hombros casi de inmediato. Sus ojos miraban al suelo. Kate negó con ironía.
—Y entonces ha sido cuando me lo ha dicho. Y ha disfrutado haciéndolo, créeme, se han divertido mucho dejándome como una gran imbécil. ¡Ah!, porque Miguel también estaba…
Y sin darle tiempo a replicar añadió:
—¿No tienes nada que decir?
Y esa vez tampoco esperó a la respuesta.
—Pues ya te lo diré yo. Resulta que todo el mundo sabe que mi mejor amiga lleva meses sin pagar la hipoteca y a los proveedores, que Bernat poseía un poder sobre sus tierras y que, con su muerte, la finca Prats ha ganado algo de tiempo. Lo sabía todo el mundo menos yo. Hasta ese maldito poli que no lleva aquí ni dos días. ¿Te dice algo todo eso? ¡Porque al sargento le parece un móvil de lo más convincente…!
Dana la escuchaba gritar en silencio, con las mejillas mojadas. Cuando bajó la cabeza, dos nuevas lágrimas resbalaron hasta caer sobre la manta que mantenía cruzada sobre el pecho.
Kate supo que no iba a hablar. Esa costumbre tan Prats de pasar de puntillas por los enfrentamientos sin rozar siquiera la línea de fuego, esa forma de esconder la cabeza bajo el ala, de pensar que Dios proveerá, la ponían enferma. Se levantó y fue a sentarse en la butaca al lado de la chimenea. Necesitaba estar más erguida, más alejada, y verle la cara.
—Creo que merezco una explicación… antes de irme.
Dana negó con la cabeza y Kate se forzó a no sentir lástima. Su amiga permanecía en esa posición encorvada, casi fetal, que le había visto tantas veces cuando la viuda estaba en las últimas, esa que le hacía desear abrazarla.
Pero esta vez la ofensa era demasiado grande y ocupaba incluso el espacio de la compasión.
Cuando ya no lo esperaba, Dana respondió con un hilo de voz.
—No quería meterte en problemas. Sabía que el caso Bernat se iba a complicar y no quería salpicarte.
—¡¿Salpicarme?! Pero ¿qué sandeces son ésas?
Kate no podía creer lo que estaba oyendo. Algo la hizo mirar al cuadro de la viuda y negó con la cabeza, como si ella pudiese verla y comprender su terrible enojo. Inspiró y Dana continuó hablando.
—Mira, tú estás muy liada con tus casos. No puedes estar en todas partes. Yo no quiero molestarte. Ya buscaré a alguien que me ayude.
Era eso: le recriminaba no estar al ciento por ciento por ella. Había que joderse. Tener que oír eso cuando aún le sangraban las rodillas de estar tanto tiempo encogida bajo la lona del tractor de Santi… Kate contempló sus pantalones rotos y manchados, las botas sucias, y se sintió vacía y cansada. Se había roto el último vínculo que la mantenía conectada al valle. No tenía necesidad de soportar tanta ofensa ni de ser la última en la lista de nadie. Dana había elegido sus apoyos, y su lugar lo había ocupado Miguel. Comprensible. Ella estaba lejos, y él, al lado. La contempló. Sentada en el suelo, Dana continuaba ausente. Era irritante que no fuese capaz de reconocer y valorar sus verdaderos apoyos. Miguel la dejaría tirada cuando más lo necesitase, él siempre había hecho lo mismo, y ambas lo sabían.
—Si eso es lo que crees no hay más que hablar. Soy una mala persona porque he desatendido tus asuntos, una mala amiga que no merece ni un voto de confianza. Sólo espero que te des cuenta de lo que estás despreciando. —Kate se puso de pie—. Veo que no me vas a decir nada. Dejarás que me vaya sin ayudarte sólo porque no eres capaz de contármelo.
La veterinaria se encogió sobre sí misma.
—¿Qué quieres que te diga? —susurró—. Por lo visto, el sargento ya te ha informado de todo.
Dana continuó hablando como para sí misma:
—No tengo ni idea de cómo se ha enterado, pero la verdad es que ya me da igual. Hoy se han llevado los sementales y mañana llevaré el dinero al banco. Lo que no entiendo es que, precisamente a ti, te cueste tanto comprender que quiera resolver mis problemas yo sola…
Kate no podía, la sacaba de quicio que no se enterase de nada.
—Sí, eso lo entendería. Lo que no me cabe en la cabeza es que pienses que los enanitos van a pagar tus deudas una noche de éstas y que, cuando te levantes, todo será de color de rosa. Lo que no entiendo es que no me hayas pedido ayuda cuando estabas en una situación tan comprometida, y lo que menos comprendo es que Miguel sepa todo esto y tampoco me haya dicho nada. Eso sólo puede ser porque tú se lo has pedido. Y, si es así, no sé qué narices pinto yo aquí.
Había alzado de nuevo la voz y Dana había encogido el cuerpo aún más. Parecía que la voz le saliera del estómago.
—No le he pedido nada. Él sólo ha intentado ayudarme, a su manera. Además, no lo sabe todo. Y, para que lo sepas, he sido yo la que no ha aceptado su ofrecimiento porque quiero arreglarlo por mí misma.
—Entonces hazlo. Pero enfréntate de una vez a tus problemas y deja de meterlos en un cajón a ver si desaparecen solos —exigió señalando el escritorio donde se apilaban las cartas del banco.
Dana la miró de frente.
—Comprendo que estés molesta. Pero yo no te digo cómo llevar tu vida, así que haz lo mismo y respétame. Tú tienes mucho lío en Barcelona. Vete y resuelve el caso del hermano de tu jefe. Yo hablaré con algún abogado conocido de la abuela para que me ayude.
Kate resopló antes de que ella hubiese terminado de hablar.
—No tienes ni idea de dónde estás metida —advirtió la letrada—. La policía ha encontrado en tu finca el bastón de Jaime. Si encuentran tus huellas en él, van a ir directos a por ti. Sólo espero que llevases los guantes puestos cuando forcejeasteis.
Por la reacción de Dana a la noticia, Kate comprendió que aquel día no llevaba guantes.
¡Dios!
Sin embargo, la terquedad irracional de la veterinaria sí seguía allí.
—Cuando eso pase, ya veré lo que hago —respondió levantando la mirada como si el rostro de la viuda fuese el de una sibila.
¿Cómo se podía tener tan poca sangre? Kate se llevó las manos a los ojos y se masajeó los párpados.
—Ella no va a venir en tu ayuda esta vez —afirmó señalando el cuadro—, no puede, y lo sabes. Si quieres otro abogado, adelante, lo comprendo. Pero eres idiota y terca como una mula, porque sabes perfectamente que nadie te defendería como yo. Ahora bien, allá tú. Sólo te daré un consejo: mueve el culo, porque tu abuela no te traerá un abogado a la puerta de la finca, ni hará bajar del cielo a un ángel para salvarte, ni te susurrará en sueños dónde está enterrado un tesoro que ponga fin a tus problemas económicos.
Después de eso, ambas guardaron silencio.
—No va a dejarme caer —susurró Dana cabizbaja.
Kate sopló. Aquello era realmente irritante.
—No lo haría si estuviese en su mano, pero no lo está. Madura, Dan, es tu vida y estás echando a perder los pocos apoyos que tienes.
Kate movió la silla y cogió la BlackBerry del bolsillo. Miró la pantalla sin verla y enarcó los labios.
—Tú verás, yo me voy arriba, mañana tengo que preparar la fiesta y luego volver a Barcelona. Pero si durante la noche se te enciende el seso y aceptas que las amigas están para ayudarse, me lo dices a primera hora. Tengo ahorros y no debería necesitar decirte que son tuyos, hasta el último euro.
Mientras subía la escalera pulsó la ruedecilla de la BlackBerry. El mensaje de Luis con los datos del técnico que le había pedido estaba ahí. Miró la hora, pero era muy tarde y estaba exhausta. Un día demasiado largo tras una noche muy corta y demasiada tensión. Pensó en la casa de Das, y en que al final ni siquiera habían ido a verla. Aunque, de todos modos, la finca Prats necesitaba el dinero, así que su verdadero objetivo —el ático de Barcelona— también debería esperar. Dijese lo que dijese Dana, ella no iba a permitir que perdiese la finca.
Antes de meterse en la cama escribió un último mensaje a Flora. Se imponía con urgencia contar con un buen penalista. Pero al releerlo cambió de parecer. Recibir un mensaje directamente de uno de los socios, sobre todo en domingo, le ponía a uno las pilas. Kate sabía por experiencia que la respuesta a esa llamada sería inmediata. Buscó con la ruedecilla en la agenda de la BlackBerry y seleccionó enviar un SMS. Habían pasado cinco años al otro lado de la línea y puede que hubiese llegado el momento de empezar a usar el poder de su nuevo estatus.