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Comisaría de Puigcerdà

J. B. entró en el aparcamiento de la comisaría sobre las siete de la tarde con intención de llamar a Errezquia y ponerle fino. Después de dar una vuelta de más de veinte minutos, el cabrón de su cliente le había ofrecido dos mil euros por la moto; y él, al ver que el tipo hablaba en serio, se había puesto los guantes y el casco, y se había largado sin despedirse. Después de la oferta no cruzaron ni dos palabras. ¿Para qué?

Ahora le quedaban tres días para conseguir los casi dos mil euros que no tenía. En otra época hubiese tirado de contactos, pero tal como había ido todo tras la muerte de Jamal no podía acudir a nadie. Incluso Millás hubiese sido una opción en otro tiempo. Pero ya había hecho mucho por él readmitiéndole y buscándole la plaza en el valle; su cupo de buen samaritano con él estaba completo. Además, ¿cómo iba a confesarle que el dinero era para internar a su madre?

Entró en comisaría sin mirar al agente que ocupaba la silla de Montserrat y fue directo al despacho. El viaje desde Urús le había dejado empapado. Colgó la chaqueta en el respaldo de una silla y la acercó al radiador. Mierda de tiempo. Le tenía ganas al cabrón de Errezquia y le costó esperar a quitarse los guantes para marcar su número.

Cuando se dejó caer en la silla sonó su móvil y miró la pantalla.

—Sí…

—…

—Pues tiene razón, lo que tenía en marcha para conseguirlo se acaba de joder y ahora no sé de dónde lo voy a sacar.

—…

—Pues no sé qué decirte. No lo había pensado. Déjame que le dé dos vueltas y te llamo.

—…

—Ah, vale. Pensaba que sería más, pero si tú lo dices…

—…

—Claro, yo te llamo. Oye…, gracias.

J. B. pensó en Mari, la hija de la señora Rosa, y en que con ella instalada en el piso de su madre, todo sería más irreversible, casi definitivo. Le había pillado tan de sorpresa que quisiese alquilarle el piso que ni siquiera había atinado a preguntarle qué pensaba hacer con las cosas que había en él. Si Mari y su hijo se iban a vivir allí, ¿qué iba a pasar con los trastos de su madre? Porque una veinteañera con un niño no dejaría los muebles valencianos del comedor, ni el tresillo estampado, ni las lámparas de los cincuenta con sus cristalitos mate y el latón desconchado. ¿Y los armarios? ¿Y la ropa? J. B. cogió aire; necesitaba calmarse. Pero fue inútil, porque no dejaba de darle vueltas al hecho de que las pertenencias de su madre no cabrían en una habitación de las teresitas. Entonces se le ocurrió que ni siquiera la había visto y que era la primera vez que pagaba por algo sin saber cómo era. Se avergonzó por enésima vez de sí mismo.

Además, ese acuerdo le dejaba definitivamente sin casa, sin un lugar adonde volver. Y aunque no se le hubiese pasado por la cabeza hacerlo, era duro pensarlo. El precio de mercado son seiscientos euros, había dicho Mari. Eso, junto con los quinientos que cobraba su madre, dejaba en casi setecientos su contribución mensual a la cárcel de las teresitas. Podía con eso; el problema seguía siendo la entrada.

Encendió el ordenador y buscó en la cartera la tarjeta con los códigos para consultar su cuenta. Del bolsillo salió también la tarjeta que le había metido doña Rosa. La dejó sobre la mesa y se dio cuenta de que no era del seguro, sino de las teresitas. Memorizó con resignación el nuevo número de su madre. Luego volvió a centrarse en la pantalla y buscó los últimos movimientos.

Siete días para final de mes y le quedaban mil doscientos en la cuenta… En casa tendría otros quinientos. Le faltaban mil novecientos que no podría conseguir hasta el mes siguiente. Ya se imaginaba la cara de doña Rosa cuando le dijese que no había podido reunir el dinero. Y empezó a sentirse como un desgraciado. Mientras se frotaba los párpados con las yemas de los dedos se preguntó si su madre tendría dinero en la cuenta de ahorros, pero la sola idea de tocarlo le revolvió el estómago. Volvió a pensar en el piso. Estaba el tema de la fianza, a él siempre le habían pedido un par de meses por adelantado… pero ¿cómo iba a pedirle fianza a la hija de doña Rosa? La única solución era que en las teresitas le dejasen pagar una parte ahora y el resto más adelante… Iba a marcar el número, pero la luz amarilla le avisó de que se estaba quedando sin batería. Abrió el primer cajón para buscar el cargador y lo primero que vio fue la lista de la letrada. Se había olvidado de ella por completo. La sacó y conectó el móvil al cargador.

El primer nombre de la lista era un tal Pere Gilbert. Al lado, escrito a mano con un bolígrafo azul, había un número de móvil. Los seis y los nueves eran muy peculiares, y le surgió curiosidad por saber si los habría escrito ella. Deseó recordar algo más del curso de grafología al que se había apuntado, como materia optativa, el último año en la academia de capacitación, pero no fue capaz de determinar lo que significaban aquellos trazos tan furiosos, ni la desproporción entre el tamaño de los diferentes números o la perfección milimétrica de los círculos.

Marcó el número, poco convencido de sacar nada en claro. No obstante, iba a disfrutar mucho dejando muda a la letrada cuando le dijese que había comprobado sus pesquisas y que no le habían servido de nada. Mientras esperaba, releyendo la lista con el tono cansino de fondo, reconoció otros dos nombres: Joan Casaus y María Prats, la viuda.

Veinte minutos más tarde, J. B. colgó el teléfono con la oreja húmeda y la mano fría. Por fin aparecía el verdadero móvil, nítido y contundente, que había llevado a la veterinaria a matar a Jaime Bernat.