Finca Bernat
Antes de llegar a Tartera, Kate viró a la derecha, hacia Mosoll, mientras decidía dónde dejar el coche para que no la viesen. El mejor modo de entrar en la finca de los Bernat sin ser vista era cruzando una de las eras colindantes y colándose por la parte trasera, pero no tenía ni idea de si habría perros ni de cómo recibirían a una visita desconocida. Cruzó la plaza intentando esquivar los baches y siguió adelante por el camino estrecho de la ermita. Sin duda era el lugar más discreto y, desde allí, nadie la vería entrar a pie por detrás.
La finca de los Bernat constaba de la casa principal y varios edificios que se extendían alineados desde la misma plaza de Mosoll hasta casi la salida del pueblo, siguiendo la comarcal. Kate bordeó la propiedad por detrás. Caminaba sobre la tierra removida y se alegró de llevar las botas. Al final de la era, saltó la acequia y atravesó el seto de arbustos que delimitaba la finca. Una vez dentro, se arrimó a la parte trasera de la casa y siguió avanzando pegada a la pared hasta la esquina del primer edificio.
El granero principal de los Bernat era una construcción de obra en forma de U abierta por delante y de tres plantas de altura. En cada una de ellas se apilaban en perfecto orden las enormes balas circulares de paja en columnas de cinco. A pesar de estar abierto, el granero olía a humedad y a heno. En la parte baja había un enorme tractor John Deere aparcado, un Ford Fiesta pequeño y una pick-up negra y gris con las llantas plateadas. De las paredes colgaban algunas herramientas antiguas para labrar el campo y, apoyadas en el suelo, había otras tantas más nuevas similares a las que había visto en la finca Prats. Miró a ambos lados y avanzó hasta la parte delantera del edificio. Le sorprendió el orden que reinaba para ser una granja, y también que no hubiese perros dispuestos a defender la fortaleza. Eso la animó. Lo único que parecía fuera de lugar era un Citroën verde y pequeño que habían aparcado delante de la casa, como si el conductor hubiese salido corriendo.
Continuó caminando y llegó al siguiente edificio, una especie de gran cobertizo de madera de dos plantas, con puertas anchas y ventanas inalcanzables. Intentó abrir la puerta forzando en ambas direcciones. Pero no pudo. Y entonces rodeó el almacén buscando una ventana más baja. También resultó inútil.
Retrocedió unos pasos y observó las fachadas de los edificios. Era evidente que el segundo era el único que estaba cerrado con llave, así que quizá fuese el lugar en el que Santi ocultaba algo y, en tal caso, seguramente llevaría la llave encima.
Se le ocurrió que alguna de las herramientas del granero la ayudaría con la puerta y se dirigió hacia allí. Una vez dentro descolgó de la pared una especie de atizador con un gancho en uno de los extremos. Lamentó no haber cogido los guantes, porque el metal le helaba las manos. Pero cuando se disponía a salir su visión lateral advirtió movimiento entre las balas y el corazón le dio un vuelco. Se volvió lentamente, dispuesta a defenderse con la barra de hierro que ahora sujetaba con las dos manos, y descubrió entre las enormes pilas de heno a decenas de gatos que la observaban en silencio. ¡Dios! Un escalofrío le recorrió la espalda y salió de allí dispuesta a acabar con aquel asunto lo antes posible.
Esta vez peinó con los ojos cada tablón del segundo edificio hasta que en la parte lateral, oculta entre los matorrales, descubrió una pequeña puerta de apenas ochenta centímetros que no había visto antes. Intentó abrirla, pero estaba atrancada. Usaría el atizador para hacer saltar las tablas y despejar el espacio suficiente para poder entrar.
Estaba arrodillada entre la maleza, con las piernas separadas para ganar estabilidad, intentando con todas sus fuerzas abrir la puertecilla, cuando la BlackBerry rompió el silencio de forma escandalosa y le dio un susto de muerte. Kate se apresuró a tocar cualquier tecla y consiguió detener la música. Se arrimó a la pared y esperó, agazapada en silencio, a que el corazón dejase de aporrearle el pecho. Entonces se dio cuenta de que había mantenido la tecla pulsada tanto tiempo que el móvil se había desconectado. Lo encendió y lo puso en modo vibración. Luego comprobó la pantalla.
Dana seguía sin mandarle el SMS, pero la llamada era suya. Seguro que no encontraba la factura, seguro que no tenía ni idea de cómo conseguir lo que le había pedido. Dios… Respiró hondo de nuevo. Venga, fuera quejas, en cuanto diese con el quad fotografiaría ella misma las ruedas de Santi y ya comprobaría luego si eran de origen o coincidían con las de la escena del crimen. Por fin consiguió liberar la abertura y dejó el atizador entre los matorrales para entrar.
Lo único que había notado al ponerse de pie fue el fuerte olor a grasa, o a aceite, y la caricia suave e inquietante de una tela de araña en la cara. La apartó, pero casi de inmediato tuvo que contener un grito cuando algo le cosquilleó la frente. Se sacudió con brusquedad hasta que pensó que era absurdo, que ya había perdido demasiado tiempo, y aplastó la mano y el brazo con fuerza contra el muslo. ¡Basta!
Sus ojos se acostumbraron gradualmente a la oscuridad del almacén. El corazón le latía de prisa. Levantó la vista hacia la única luz que entraba. Las ventanas del edificio, además de altas y estrechas, tenían los cristales recubiertos por fuera de una capa de polen y hojas que apenas dejaba entrar la luz. Cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, poco a poco empezó a diferenciar las formas y a comprender lo que tenía delante.
La caseta era un espacio diáfano. Tenía un altillo abierto a unos tres metros de altura, pero no podía ver qué había en él. En la planta baja, a su lado, dos grandes bultos cubiertos con lonas le recordaron las motos y las bicis que el abuelo tenía cubiertas del mismo modo en el cobertizo de su casa. Se acercó a las paredes con la BlackBerry en alto y descubrió que estaban recubiertas de estantes metálicos del tipo Mecalux, alineados a diferentes alturas, y repletos de cajas y trastos que no podía identificar. Se acercó a unas cajas de cartón —que parecían archivadores— y dejó la BlackBerry sobre el estante para abrirlas. En ese momento, el aparato se movió reptando y ella dejó la caja que sujetaba pensando que sería el SMS de Dana. Sin embargo, era Jan Bassols.
¿Qué querría ese judas ahora? ¿Disculparse? Abrió el mensaje dispuesta a devolverle un dardo y leyó. Mientras lo hacía, su mente trataba de comprender qué intentaba decirle. Lo de Buen intento, letrada podía referirse al aplazamiento denegado o a que el técnico andorrano se había ido de la lengua. O, peor aún, que no hubiese conseguido eliminar los registros, y los listados ya estuviesen en manos del fiscal. A pesar del frío empezó a notar el jersey pegado a la espalda. Perder la baza del técnico en ese momento era un tropiezo irreparable. De repente, se arrepintió de estar allí, en un viejo almacén en casa de los Bernat poniendo en riesgo todo por lo que había luchado. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y el almacén apenas tenía ya rincones secretos. Abrió de nuevo el mensaje para releerlo. Sólo quería tener luz y sentirse acompañada. Desde el principio supo que Bassols se lo pondría difícil, y que no se podía fiar de Mario. Eso le ocurría por no confiar en su propia intuición. Dana estaría completamente de acuerdo con eso. Aun así puede que se estuviese precipitando. Se obligó a coger aire. De repente se le ocurrió que había algo que no encajaba en el mensaje. La petulancia de Bassols sólo podía deberse a algo muy importante. Tanto que el astuto fiscal no había podido contenerse. Por primera vez, Kate fue consciente de la gravedad del mensaje: tal vez Bassols se refería a la relación de Paco con el juez. De sus tratos… Pero era imposible que lo supiese… De hecho, si eso había llegado a Bassols, el bufete entero estaría comprometido.
Mientras releía el mensaje oyó cómo un coche se ponía en marcha. El ruido del motor parecía tan cerca que dio un par de zancadas para pegarse a la pared de enfrente y buscó una grieta en las tablas por donde mirar afuera. El Citroën mal aparcado abandonaba la finca, pero Kate no pudo ver al conductor. Muy quieta, lo oyó alejarse por la carretera en dirección a la comarcal hasta que volvió a quedarse a solas con los latidos de su corazón. Había alguien con ella en la finca… Sólo esperaba que no la hubiese descubierto ni hubiese avisado a Santi.
De repente, la posibilidad de que él volviese le despertó las prisas. A esas alturas, sus ojos se habían acostumbrado por fin a la oscuridad y distinguía claramente los dos bultos cubiertos con tela. Uno era demasiado grande, pero el otro podía ser el quad. Tiró de la tela y sonrió con los labios temblorosos. Hacía rato que casi no sentía los pies, y las manos también le temblaban de frío. Miró la hora. Debía ir rápido y salir de allí antes de que al gigante se le ocurriese volver.
Despejó la parte delantera e hizo fotos con la BlackBerry a las ruedas, a la matrícula y a la parte delantera del vehículo. Con esas fotos sembrar la duda sobre Santi sería pan comido y eso, además de dejarle vía libre para volver a Barcelona, pondría a cada cual en su sitio y al sargento sobre una pista certera. Volvió a bajar la lona y, antes de salir, activó la cámara para estudiar las imágenes y asegurarse de que todo estaba grabado. En ese momento, el estruendo de un coche entrando en la finca hasta la misma puerta del granero la hizo retroceder hacia la pared y se golpeó la cabeza. No fue consciente del golpe, sólo se agachó y permaneció encogida. Los siguientes segundos transcurrieron en cámara lenta.
Alguien detuvo un coche y Kate intuyó que lo hacía justo al otro lado de las tablas contra las que estaba agazapada. Una virulenta nube de polvo y tierra penetró por las rendijas del almacén. Le entraron ganas de toser y trató de contenerse. Entonces oyó cerrarse con rabia la puerta de un coche y pasos arrastrando tierra en dirección al almacén. No se atrevió a mirar, sólo permaneció agazapada contra los tablones, sin moverse. Miró la hora en la pantalla de la BlackBerry y volvió a guardar el móvil en el bolsillo de la chaqueta. No podía ser él, no tan pronto. Quer había dicho que la cita con el notario duraría un par de horas, y si a eso se le sumaba el trayecto de vuelta, era imposible que hubiese llegado ya. Pero su corazón bombeaba como si la voz de la razón no contase. Cuando oyó la patada en la puerta y la llave entrando en la cerradura, una bola densa comenzó a presionarle el interior de la garganta. Buscó con la mirada el hueco por donde había entrado. Ya no había tiempo de llegar hasta allí. La llave estaba dando la segunda vuelta a la cerradura, y él abriría la puerta antes de que lograse salir. Kate buscó desesperada dónde esconderse y, como estaba cerca del vehículo grande, se metió sin pensarlo bajo la lona.