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Urús

J. B. Silva tomaba las curvas de la subida al túnel del Cadí con calma, como si llevase un tarro de miel abierto en el asiento trasero. Por lo menos, ya no llovía como a la ida. En casa de la señora Rosa no había podido meterse nada entre pecho y espalda, a pesar de la insistencia enfermiza con la que la mujer le había ofrecido el estofado. En lugar de eso, había acomodado a su madre en la butaca de la tele con la manta de lana sobre las rodillas y se había despedido hasta el miércoles.

Ahora, de vuelta al valle, seguía con la intuición de haber dejado en Cornellà algo más que las ganas de correr. Pero al salir del túnel, por un instante, la luminosidad del ambiente le produjo una sensación de plenitud inesperada. Un sosiego plácido que convirtió sus preocupaciones en algo lejano y le incitó a llenarse los pulmones.

Sin embargo, pronto volvieron sus fantasmas y ya no pudo quitarse de la cabeza que por primera vez su madre se hubiese asustado al verle, como si fuese un extraño. Porque eso le había dejado una sensación de desamparo en el cuerpo y un vacío en el estómago que aún le duraban. Después, apenas le reconoció unos minutos en toda la mañana. El resto del tiempo llamaba Juan al nieto de dos años de la señora Rosa, y a ella, madre. Tal era el panorama que dejaba atrás; una mente anegada por recuerdos fragmentarios y caóticos en un cuerpo frágil y sin futuro, aunque la vecina lo sobrellevase con un aplomo que ya le hubiese gustado para él.

Pero es que doña Rosa se quitaba un peso de encima, mientras él, en cambio, tenía la sensación de estar echándose a la espalda un saco de culpa negra como el chapapote para el resto de sus días. Y ese peso había empezado a notarlo desde que cruzó detrás de ella la puerta de las teresitas. A pesar de saber a lo que iba, el olor a enfermedad, a despedida y a desesperanza que lo impregnaba todo le dejaron aturdido para el resto del día.

La señora Rosa había querido que fuesen juntos, los dos, mientras Mari se quedaba con su madre en el piso. A J. B. le avergonzaba recordar que a la vuelta había tenido que contener las náuseas y que los remordimientos ni siquiera le permitieron acercarse a ella. La monja les había dicho que esperaban que el miércoles quedase libre una de las habitaciones individuales, y la señora Rosa había cogido los papeles por él, como si el trato estuviese cerrado. Ella decidía. Alguien debía hacerlo.

Al salir, él le había insinuado que la entrada le parecía cara y ella empezó a andar bien erguida hacia su casa, fingiendo no escucharle. Y ni siquiera le había dado tiempo a volver a abrir la boca cuando le advirtió, sin mirarle ni detener el paso, que las otras residencias que había visitado no eran para su madre, y que se preocupase de tenerlo todo resuelto para el miércoles, que ella le prepararía la maleta y todo lo necesario.

Cuando habían llegado al piso, el perito, un chico joven con aspecto de acometer su primera visita, los esperaba charlando con la hija mayor de doña Rosa. Cuando entraron, Mari le puso el abrigo a su niño, lo metió en el cochecito y, al salir, le dio a J. B. un apretón en el antebrazo con su escuálida mano y el par de besos más tiernos que había recibido en mucho tiempo. Él no tenía ni idea de por qué en ese momento le habían recordado a Tania.

Su madre, mientras hablaron del piso con el perito, ni siquiera entendió lo que ocurría. Y eso que él, con el frío metido en el cuerpo desde la visita a las teresitas, la había ido vigilando de reojo por si notaba que comprendía adónde la iban a llevar y lo que le harían a su casa. Pero en todo el rato no había movido ni un músculo, ni tan sólo el dedo sobre el mando de la tele. Para acabar de redondearlo todo, a media conversación había llamado Errezquia para decirle que el cliente había cambiado de idea. En ese momento, J. B. no supo si aquello era una mierda o la salvación de su madre. Sin embargo, lo único que sucedía era que el cliente no quería ver la moto en Barcelona sino en Urús, sobre las seis de la tarde. Fue como si le quitasen un anzuelo que había empezado a tirarle del estómago sin darse cuenta. Y al colgar volvió a sonar el teléfono, esta vez un número oculto. Estuvo a punto de no coger la llamada, pero doña Rosa estaba en plena faena con el perito y prefirió no intervenir, así que respondió. En cuanto supo quién era le hizo un gesto a doña Rosa y salió al rellano. Al colgar mantuvo un buen rato la sonrisa en la cara mientras volvía a entrar en el piso y fingía escuchar a doña Rosa, que se despedía del chico. Cuando la mujer cerró la puerta, le metió a J. B. una tarjeta en el bolsillo de la cazadora y le informó de que ella misma se ocuparía de las obras.

Todo estaba arreglado. El miércoles, su madre ingresaría en las teresitas y, el jueves a las ocho de la mañana, el albañil comenzaría a picar el piso. Lo podrás alquilar antes, le dijo, y lo dejó frío. Debía reconocerle a doña Rosa que había nacido para negociar. Con su metro y medio escaso, y esa delantera que hacía que a uno se le doblase la espalda sólo con mirarla, no había forma de meter baza cuando soltaba esas sentencias. Sus ojillos negros y vivarachos repartían órdenes con sólo cambiar de dirección y la curva de sus labios le indicaba a uno si la cosa iba a prosperar. Y, con esos pensamientos, J. B. cruzó el peaje del túnel y torció a la derecha hacia Urús.

Al llegar al pueblo aparcó la moto delante del hotel y entró con el casco en la mano. El local estaba vacío y un hombre corpulento con coronilla calva leía el periódico en la barra con unas gafas sin montura encabalgadas en mitad del tabique nasal.

J. B. eligió una mesa con ventana para poder ver la moto y cogió la carta. Era uno de esos trípticos con fotos en color de algunos platos combinados. Pidió un bocadillo de beicon con queso y una botella de agua. Quería estar bien cuando hubiese que negociar. Errezquia le había dicho que pedía demasiado, pero que el tipo la quería ver de todos modos. Y no la cagues, le había advertido antes de colgar, es uno de mis mejores clientes y puede que le interesen tus motos de colección.

Cuando el hombre del periódico le traía el pedido, empezó a sonar bajito una canción de Estopa y J. B. la tarareó sin darse cuenta. Pensó en Tania. Ella tenía claro lo que quería y era muy parecido a lo que él buscaba. Si no se colgaba de él, ni se ponía pesada, podían pasar muy buenos ratos. De repente, tuvo ganas de llamarla y lo habría hecho si en ese momento no se hubiese abierto la puerta.

El corazón le dio un brinco y cuando vio a la mujer con la huevera respiró y siguió comiendo. Tania volvió a ser el centro de sus reflexiones. La chica tenía lo que había que tener, cumplía los requisitos: superar el ocho y mostrar buena disposición sin compromiso. Todo claro, todo fácil, sólo tema. Con esas premisas y las cosas claras siempre le iba bien, J. B. lo sabía y no necesitaba nada más. De hecho, nada más verla lo había sabido, las mujeres no solían sorprenderle. Por lo menos, no como el caso Bernat, que al principio parecía cantado y se estaba complicando por momentos. Y es que, entre Montserrat —que estaba segura de que no había sido la veterinaria—, la orden clara y tajante de la comisaria de ir a por Dana, sus dudas sobre el estúpido móvil del árbol cortado, y la letrada —que había decidido amargarle la vida—, aquello se le estaba saliendo de madre. Te van a volver loco, macho.

Necesitaba silencio mental, pensar y centrarse. Y, sobre todo, no dejar que los demás le influyeran. El lunes se encerraría en el despacho y no dejaría que nada ni nadie interfiriesen. Y empezaría hoy mismo, en la cita con la letrada. Le dio un buen mordisco al bocadillo y decidió no pensar en el caso. Dejar descansar la mente y centrarse en el trato de la moto. Miró por la ventana, y luego al cielo. Por lo menos podrían probarla sin lluvia. Al final, la tarde estaba resultado luminosa y fría, aunque allí uno nunca sabía en qué momento iba a cambiar el tiempo. Cuando ya casi se había acabado el bocadillo, le hizo una señal al hombre para que le sirviese otro igual. Pensar en el caso le había abierto el apetito.

Echó una ojeada al reloj del bar y le dio otro mordisco al bocadillo. Cogió una servilleta y se secó la humedad de las manos mientras masticaba con fuerza encajando las mandíbulas. Estaba a punto de llegar el comprador y aún no tenía claro hasta dónde podía bajar. Abrió la botella de agua y bebió un trago intentando pensar en la cantidad mínima que estaba dispuesto a aceptar. Cuando se dio cuenta, había vaciado la botella. La dejó sobre la mesa con más fuerza de la necesaria y el sonido le recordó al Insbrük. Había quedado con la hermana de Miguel sobre las ocho y tendría que escuchar lo que tuviese que decirle, porque se lo debía a Miguel y al ex comisario; pero la atendería diez minutos y luego se largaría con cualquier excusa. Aunque antes pasaría por comisaría a consultar esa lista y memorizar algún nombre, porque no quería volver a oír eso de que era un incompetente. Desde luego había que reconocer que la letrada tenía su punto… y que ella lo sabía. Sólo había que ver cómo se movía, con su ropa de marca, mirando a todo el mundo con la barbilla bien alta, esos vaqueros ajustados y el móvil plateado siempre en la mano. Seguro que hasta lo metía en la cama con ella. Se preguntó si estaría con alguien. Probablemente sería uno de esos tipos estirados con corbata y gomina hasta en la cartera. J. B. recordó la llamada que ella había rechazado en el funeral y se limpió las manos y la boca con la servilleta de papel. La letrada tenía un buen… pero había que estar loco para meterse en algo con alguien como ella. Una de esas mandonas licenciadas que siempre tienen la razón. Y eso que calladita le confundía a uno… Pero sólo hasta que abría la boca y aparecía el ramalazo borde, ese que te encendía como una mecha y te sacaba las ganas de bajarle los humos.

El móvil vibró en el bolsillo y lo dejó sobre la mesa. Un mensaje de voz de la comisaria y tres llamadas perdidas. Aunque la primera era de las nueve de la mañana, los avisos le llegaban ahora, a las cinco de la tarde. A veces la tecnología se ponía de parte de uno. Empezó a escuchar el mensaje cuando el hombre le acercaba el segundo pedido y le señaló la cafetera mostrándole el índice y el pulgar separados un centímetro. Joder, ¿qué le habría dado a «la doña» con las cuarenta y ocho horas?