Finca Bernat
Santi consideraba que ir al notario era como ir al médico, había que presentarse bien limpio y arreglado. En eso pensaba mientras volvía en el tractor de la era de Mosoll, donde había estado acabando la faena del día anterior para poder marchar tranquilo a Puigcerdà. Se le ocurrió que tal vez podría llevarse el viejo Mercedes de su padre para ir al notario. Incluso podía aparcar delante de la gestoría y dejarle las llaves a la chica para que le pusiese el ticket del parquímetro si la lectura del testamento se prolongaba.
Cuando llegó a la finca aparcó el tractor y entró en el cobertizo pequeño. Se acercó al coche y tiró con fuerza de la lona que lo cubría hasta que quedó al descubierto: un biplaza azul del 71 con asientos en piel color marfil y salpicadero de madera. Santi arqueó los labios y asintió satisfecho. El trasto de su padre estaba razonablemente limpio para los meses que hacía que no lo usaba, pero había que comprobar que la batería funcionase. Buscó en el bolsillo del mono la llave que había cogido por la mañana, y lo abrió.
Hacía tanto que no entraba en él que todo parecía haberse reducido como en el país de las maravillas. Se arrellanó con suavidad en el asiento del conductor, y puso una mano en el volante y la otra en el cambio. Para ajustar el asiento tuvo que introducir la llave en el contacto. Luego extendió los brazos y se relajó con la cabeza apoyada en el respaldo. Incluso para su metro ochenta y ocho, y los ciento cinco kilos, el habitáculo era cómodo. Entonces intentó ponerlo en marcha y el coche respondió a la primera. Eso le arrancó una amplia sonrisa y se sintió el dueño del mundo. Ahora era sólo suyo.
Se imaginó llegando a Puigcerdà en el coche, conduciendo la joya del viejo por primera vez, y notó cómo la boca se le hacía agua. Se sentía como si le faltase espacio en su enorme cuerpo, igual que cuando compraron el John Deere grande algunos años atrás. En aquella época también pensaba en ir con él a todas partes, como cuando lo llevó hasta el aparcamiento de Puigcerdà y querían multarle por ocupar tres plazas con el tractor. Decidió que el domingo también cogería el Mercedes para ir a La Seu, donde tenía cita con el abogado. Así dejaría bien claro a todo el mundo que había un nuevo Bernat al mando.
Bajó del coche y reparó en que el interior estaba lleno de polvo y en que había ensuciado la alfombrilla con las botas. Miró la hora. Si quería llegar puntual a la lectura del testamento no había tiempo de limpiezas. Y entonces se le ocurrió que podía pasar por el túnel de lavado de la gasolinera que había en la recta y entrar en Puigcerdà con el coche reluciente.
Salió del cobertizo y se dirigió a la casa pensando en que el gallina del gestor aún no le había dicho nada de las valoraciones de las tierras. Tal vez se había adelantado demasiado al pedirlas, puede que hubiese sido mejor esperar a tenerlo todo a su nombre. Aunque en realidad eso era una tontería porque en unos días todo sería suyo. Lo que sí le cabreaba era lo que le había dicho Pepe, el del forraje, sobre los impuestos. Seguro que quería joderle, y lo había conseguido, pues no dejaba de darle vueltas a cada rato. A ver si al final tendrás que vender unas tierras para poder conservar las otras, que para heredar se pagan impuestos, había dicho, y él se había quedado callado como un mulo, sin reaccionar.
A toro pasado se le ocurrió que podía haberle partido los dientes, pero no era necesario, pues al fin y al cabo el del forraje también le envidiaba por ser un Bernat. Como todos. Y Santi también había jodido a Pepe cuando éste le había anunciado que la veterinaria vendía los sementales y él le había respondido que estaba loca y que lo siguiente que iba a dejar de pagar era el forraje. La cara que se le había quedado al muy cabrón…
Quince minutos después de entrar en la casa, Santi ya había desayunado las tostadas con ajo y sal y estaba listo para ducharse. De camino a su cuarto se le ocurrió que tal vez podía darle un corte de digestión y consideró si sería bueno meterse entero bajo el agua. Sólo faltaba que el día más importante de su vida le diese un telele y la señora María se lo encontrase tirado en la bañera cuando llegase para limpiar. Imaginar esa escena no le hizo ninguna gracia, y sobre todo que cualquiera pudiese verle así, y tampoco los comentarios posteriores en el pueblo sobre cómo lo habían encontrado o cómo lo habían dejado de encontrar. No, se lavaba como hacia siempre, y listos.
Empezó a desnudarse y dejó toda la ropa en el suelo, al lado de la cama. La señora María estaba a punto de llegar para hacer la limpieza del sábado, así que ya lo recogería ella. Luego buscó en el cajón los calcetines y los calzoncillos menos raídos, y se los puso. Se acercó al lavabo y abrió el grifo para que el agua fría diese paso a la caliente, cogió la vieja toalla amarilla y mojó una esquina bastante grande antes de pasarla por los sobacos y el cuello. La olió y decidió que se pondría el desodorante nuevo que había comprado en el súper, el del anuncio de las chicas con alas que caían del cielo.
Entonces se miró en el espejo. Primero de cerca, a los ojos, luego de lejos. La barba era oscura y le sentaba bien. Además, ocultaba las marcas de la cara y le hacía parecer poderoso. Al salir del notario sería uno de los mayores propietarios del valle. Se llenó los pulmones de aire. Estaba decidido: la barba se quedaba ahí, a pesar de lo que le había dicho el viejo cuando empezó a dejársela. Ahora ya no vivía para sentenciar lo que era o no aseado para un Bernat. Ahora era él quien decidía. Incluso había oído en un programa de radio nocturno que a ellas los hombres les gustaban así.
Eso le recordó a la veterinaria y se irguió de inmediato. Encogió el estómago y sacó pecho. Sonrió al espejo y frunció el ceño cuando se dio cuenta de que le molestaba mirarse directamente a los ojos. Estaba mejor así, serio; lo de sonreír nunca le había resultado fácil. Cuando era un niño, una vez se lo explicó al viejo y él le respondió que a un Bernat sonreír no le servía para nada, así que no volvió a preocuparse.
Y ahora ya ni siquiera debía hacerlo por Santa Eugènia. Faltaba un día para su cita con el abogado y Santi estaba convencido de que le resolvería el asunto del cambio de nombre de las tierras. Además, él no era como su padre y pagaría lo necesario para hacerse con ellas. Con suerte, cuando fuesen suyas, si el banco había hecho los deberes, por cuatro euros podría cambiar de nombre también las de la veterinaria. Entonces, toda Santa Eugènia volvería a ser de los Bernat. Nunca había visto el contrato que su padre había firmado con la tía, pero sabía que existía un derecho sobre las tierras de las Prats que él había deseado ejecutar toda su vida.
Se roció con el desodorante y se vistió con los vaqueros más nuevos y la camisa de cuadritos blancos y azules que había comprado para la boda del hijo del alcalde de Pi. Sacó el reloj bueno del estuche y se lo abrochó. Luego se agachó y tiró de la caja que tenía bajo la cama para coger los zapatos negros. Estaban sucios del día del funeral y los limpió con la misma toalla que había usado para lavarse antes de tirarla sobre el montón de ropa sucia. Cuando ya salía se le ocurrió una idea brillante y volvió a coger la toalla amarilla. Aún estaba húmeda. El coche quedaría como una patena.