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Pi, era de los Bernat

Arnau Desclòs había localizado a Santi Bernat en una era cerca de Bellver. Mientras hablaba con él por teléfono, J. B. seguía la conversación para establecer qué relación existía entre los dos hombres y ver si eso podía ser motivo suficiente para que la comisaria apartase al caporal del caso por conflicto de intereses. Sin él, al menos podría actuar a su aire.

Se sentía frustrado por lo que había sucedido en el despacho de Magda y también cabreado consigo mismo por enésima vez. Haber caído tan bajo tras la muerte de Jamal: el alcohol, las broncas… Era de imbéciles. Él lo sabía, y también que no le había dejado otra alternativa al comisario Millás que la suspensión y el ingreso en un centro. Sobre todo tras destrozarle la cara a un compañero por insinuaciones malintencionadas sobre los métodos que empleaba su grupo. J. B. se bajó la cremallera de la cazadora y resopló mientras se erguía incómodo en el asiento del copiloto. De repente, los fantasmas del pasado volvían para joderle el día. Bajó la ventanilla del patrulla, dejó que el viento helado le acariciase el rostro y el pelo, y deseó que los recuerdos pudiesen también enfriarse y desaparecer.

Pero, por el momento, eso parecía imposible. Pensar en Millás hizo que tuviera la tentación de llamarle y averiguar qué había tenido que contarle a Magda para conseguirle el puesto en la comisaría de Puigcerdà. Quería saber si la comisaria podía seguir pinchando o si, en cambio, su arma ya había dañado cuanto podía. Porque él sólo quería quedarse en el valle y vivir tranquilo. Aunque tampoco a cualquier precio. De hecho podía devolverle el golpe a «la doña» consiguiendo que se viese obligada a apartar a Desclòs del caso. Lástima que, de momento, el caporal sólo le hubiese pedido a Bernat que permaneciese donde estaba porque tenía que darle una noticia importante.

El trayecto hasta la carretera que enlazaba Bellver con Pi, donde habían quedado con Santi Bernat, fue silencioso. Para J. B. siempre lo era. Notificar la muerte de un familiar directo era algo que le encogía el estómago; no sólo por el hecho irreparable de la noticia, sino por lo incierto de la reacción que podía desatar.

A mitad de la cuesta, casi llegando a Pi, Desclòs puso el intermitente y aminoró la marcha. J. B. se fijó en los dos hombres que los observaban desde uno de los campos de la parte derecha, al lado de una pick-up oscura con las llantas niqueladas cubiertas de barro.

Uno de ellos, el más joven, se apoyaba en una gran pala clavada en la tierra y mantenía uno de los pies sobre ella con autoridad. Era un tipo corpulento, con el pelo oscuro y algo ondulado, una barba incipiente y la frente ancha y despejada. J. B. pensó que debía de ser Santi Bernat, porque quien le acompañaba tenía más o menos la edad del fallecido.

Los dos hombres compartían la forma cuadrada del rostro, la frente amplia y una tez tostada por el sol. Cualquiera podría haberlos identificado como padre e hijo. La idea de que podían pertenecer a la misma familia le hizo sentirse más ligero de inmediato. J. B. sabía por experiencia que estar acompañado disminuía la tensión para ambas partes al recibir esa clase de noticias.

Tras un breve saludo, Arnau hizo las presentaciones. Joan Casaus era el propietario de casi todas las tierras a ambos lados de la carretera, desde Pi hasta Santa Eugènia. El joven corpulento de la barba era Santi Bernat, el hijo del fallecido.

La diferencia entre sus indumentarias llamaba la atención. Por lo que sabía el sargento, los Bernat eran gente adinerada, y el aspecto raído de la vestimenta de Santi no cuadraba con eso. Casaus, en cambio, llevaba un chaquetón con el forro de cuadros de una conocida marca inglesa, camisa blanca, pantalón de pana oscuro y unas botas de montaña con las que hubiese podido subir al Everest. Todo un dandi con aspecto de lobo de mar, pelo blanco y barba cuidada. Al encajarle la mano, J. B. supo que aquel hombre no había trabajado la tierra en su vida.

Fue el propio Casaus quien inició la conversación para decirles que había ido a ver cómo Santi regaba las tierras colindantes con las suyas. Y que, cuando el joven había recibido la llamada de Arnau, había decidido quedarse por si podía ser de utilidad. A J. B. no se le escapó la intención con la que Casaus había dicho lo de ser de utilidad. Los ojos pequeños y vivarachos del viejo parecían esperar las palabras que estaban a punto de salir de la boca del caporal con un interés excesivo, como si intuyesen una noticia trascendente, y el sargento se preguntó si el hombre sabía ya algo de lo que iban a comunicarle a Santi. Desclòs, por su parte, no parecía tener prisa e hizo una larga pausa antes de darle la noticia al joven.

J. B. había estado observando a Santi con atención. Su rostro estaba marcado por un antiguo acné que quizá nadie se había ocupado de tratar y los ojos eran de un gris extraño que hacía difícil apartar la mirada. Se preguntó si aquel frío glacial habría llenado también las cuencas oscuras del rostro de Jaime Bernat antes de que los pájaros las vaciaran. El sargento trató de alejar de su cabeza la imagen que empezaba a dibujarse en ella y contuvo el impulso de buscar un Solano.

La primera reacción de Santi ante la noticia de la muerte de su padre fue un tanto extraña. Al primer resoplido le siguieron algunos gestos imprecisos con el rostro contraído mientras se apoyaba con ambas manos sobre el mango de la pala y la hundía en la tierra con fuerza. Luego, frunció el ceño en una extraña mueca de afectación poco convincente. J. B. tuvo la sensación de que aquel tipo representaba una obra de teatro experimental, de esas en las que uno no entiende nada ni siquiera cuando cae el telón. Casaus rodeó con el brazo los hombros de Santi, pero éste, para desconcierto de su vecino, se deshizo del abrazo protector casi de inmediato. Desclòs carraspeó y presionó fugazmente el brazo de Santi con una mano. Todos permanecieron en silencio hasta que Casaus le preguntó al caporal dónde estaba el cuerpo y, sin esperar respuesta, propuso a Santi acompañarle de inmediato a ver a su padre. Desclòs respondió con un no es posible que tuvo el efecto de dejar a Casaus perplejo. El anciano miró al caporal esperando con evidente impaciencia una explicación.

—Lo han trasladado al hospital para practicarle la autopsia —informó Desclòs.

La reacción de Santi fue inmediata.

—¿La autopsia? ¿Por qué? —preguntó acusador mientras el caporal se encogía de hombros y daba un paso atrás como si fuese culpable por no haber podido evitarlo.

J. B. reprimió el impulso de darle un golpe en la espalda para devolverlo a su sitio. Y, cuando vio que sus dudas amenazaban con eternizar la situación, respondió por él.

—Como le ha dicho el caporal, a su padre lo encontraron en la era de Santa Eugènia. El cuerpo permaneció toda la noche a la intemperie. Cuando sucede eso, para determinar la causa de la muerte hay que practicar una autopsia. —Y sosteniéndole la mirada añadió—: Lo siento, pero es el protocolo.

Santi había empezado mirándolo con esa suficiencia con la que la gente del valle observaba a los foráneos, algo que a J. B. le hacía sentir como si se hubiese colado en la fiesta. Sin embargo, pronto notó que el hijo de Bernat suavizaba su expresión al comprender que estaba tratando con un igual que, a diferencia de Desclòs, él no se arredraría. J. B. le sostuvo la mirada. Tardó un instante en comprender lo que le incomodaba, la causa de aquella sensación extraña e inquietante que no le dejaba apartar la mirada. Cuando fue capaz de traducirla en palabras, comprendió que era la ausencia de emoción. No había aflicción en los ojos de Santi Bernat, ni rastro de lo que cabía encontrar en la mirada de un hombre al que acababan de comunicar la muerte de su padre. Y eso empujó al sargento a ir al grano.

—Verá, señor Bernat, nos gustaría saber dónde estaba usted ayer por la tarde.

J. B. ignoró la mirada de indignación de Casaus y el modo en el que el hombre adelantó su cuerpo dispuesto a presentar batalla, para centrarse en la de Santi, que lo observaba como el alumno que conoce la respuesta.

—Ayer estuve en Llívia, con los del forraje. Ellos y mucha gente que me vio se lo confirmarán.

—Tengo entendido que usted vivía con su padre.

Santi asintió.

—Entonces comprenderá que nos parezca extraño que anoche no lo echase en falta.

Su expresión de ésa me la sé seguía intacta.

—Llegué muy tarde y pensé que la reunión del CRC se habría alargado. Pasa muchas veces —replicó buscando apoyo en Casaus.

El alcalde asintió brevemente, algo molesto, y luego negó con la cabeza mirando al sargento.

—Bueno, en realidad ayer no hubo reunión. Es el próximo jueves. La aplazamos a petición de dos miembros que estaban de viaje. Creo que anoche tu padre estaba en Barcelona —indicó dirigiéndose a Desclòs.

El caporal asintió de forma automática, y J. B. intuyó que su gesto era más por no llevar la contraria a Casaus que por tener la certeza de lo que estaba afirmando. Aquel detalle dejaba claro que había demasiadas conexiones entre las tres familias, y ése era motivo más que suficiente para apartar a Desclòs de la investigación. Cuando leyese su informe, la comisaria no tendría más remedio que librarle del Zorrillo y asignarle otro compañero.

—¿Y dices que lo han encontrado en Santa Eugènia? —preguntó Casaus a un Desclòs que asentía con complicidad.

El lobo de mar negó con la cabeza y añadió:

—Esto sólo podía acabar así.

—¿A qué se refiere? —replicó J. B. de inmediato.

Casaus respiró hondo y lo miró como a un niño al que hubiese que explicárselo todo. Sin embargo, el sargento no percibió arrogancia en su mirada, sólo cierta actitud colaboradora que le sorprendió tras el primer intento por plantarle cara cuando había interrogado a Santi sobre la tarde anterior. El tono de Casaus sonó doctrinal.

—Santa Eugènia está dividida en dos partes: una es propiedad de los Bernat, y la otra se la arrebató al abuelo de Santi un noble de Barcelona en una partida de póquer. Ahora, su nieta, la veterinaria, ha heredado la propiedad de manos de su abuela, la viuda Prats. Me consta que Jaime intentó recuperarla en varias ocasiones y que incluso le ofreció más dinero de lo que valía, pero esas mujeres no aceptaron la oferta, a pesar de que estuvieron varias veces a punto de perderla por deudas con los bancos. —Casaus chasqueó la lengua y negó con arrogancia—. Ésta no es tierra para que las mujeres vivan solas. Se las advirtió muchas veces, y ahora su obstinación acabará con ellas. De hecho, creo que la veterinaria tiene problemas graves otra vez y…

—No debí dejar que fuese solo a Santa Eugènia —le interrumpió Santi con brusquedad—. Acuérdese de cuando la veterinaria intentó poner a los arrendatarios en nuestra contra y no le salió bien. Debía de estar rabiosa y, en cuanto se presentó la oportunidad, lo pagó con él.

Casaus asintió y Santi, negando con gesto compungido, repitió:

—Cuando me mandó a Llívia debí dejar el pienso para otro día e ir a reparar el vallado con él.

—No sabemos cuándo nos va a llegar la hora —sentenció Casaus—. No es culpa tuya que la muerte lo encontrase solo. Además, seguro que ella le lanzó una de sus maldiciones y todos sabemos lo terco que era; si te mandó a Llívia, no hubieses podido convencerle de lo contrario.

Esta vez Santi pareció aceptar de buen grado que el viejo le pusiese el brazo sobre los hombros. Incluso se permitió bajar la cabeza y asentir, quizá demasiado obediente, cuando le prohibió culparse por lo ocurrido.

—Ahora debemos enterrar a tu padre como se merece y aclarar lo que ocurrió —afirmó Casaus.

—¿Y sus cosas? —preguntó Santi.

—Dentro de un par de días creo que podremos devolvérselas.

J. B. miró a Desclòs.

—Nosotros tenemos que irnos.

Casaus asintió y Desclòs dio otro golpecito de ánimo en el brazo de Santi. Los agentes se dirigieron al coche patrulla.

Cuando pasaban delante de los dos hombres para incorporarse a la carretera, Casaus hizo un gesto a J. B. para que bajase la ventanilla.

—Es preciso averiguar lo que le ocurrió a Jaime —les ordenó antes de levantar la mano en señal de despedida.

Tomaron la carretera de vuelta a Bellver. En uno de los campos cercados que se extendían a la derecha, un pequeño grupo de robustos caballos bretones se acercaban parsimoniosos al lodazal que la lluvia había formado cerca del riachuelo. A la izquierda, J. B. reparó en una cincuentena de vacas agrisadas, encerradas en un campo embarrado con dos viejas bañeras oxidadas como abrevaderos. Había visto más bañeras a la intemperie en los últimos quince días que en toda su vida. Le tentó inquirir al caporal sobre el origen de aquel tipo de vacas tan poco comunes, pero la mirada que provocaría esa pregunta le frenó el impulso.

A la entrada del pueblo, Desclòs redujo la marcha.

—¿A comisaría?

—No, antes quiero conocerla. Vamos a ver lo que tiene que decir la veterinaria sobre sus actividades de ayer por la tarde.