Ático de la calle Entença, Barcelona
No había sido la discusión más agria que había mantenido con alguien del bufete, ni mucho menos, pero sí la que más le había dolido. Una vez que hubo salido del despacho de Paco, Kate se metió en el suyo y revisó el caso desde la acusación inicial. Anotó en una columna todos y cada uno de los movimientos y pruebas que había mandado el fiscal, y en otra sus propias bazas: el técnico andorrano, el juez y su relación con Paco, las pruebas que podría desestimar y los huecos legales de los que podía echar mano. Luis había intentado llevarle un café. Pero, al abrir la puerta, ella le había hecho retroceder con la mirada. Desde el aplazamiento se comportaba como un perrillo apaleado que intentaba reconciliarse con su dueño. Pero ella no quería ver a nadie, lo único que necesitaba era encontrar el modo de salir airosa en el caso de Mario.
Había rechazado con brusquedad varias llamadas de Miguel, enfadada consigo misma por haberse dejado liar tanto y tantos días en el valle. Pero lo que más le dolía era que Paco fuese tan injusto. Puede que fuese culpa suya que hubiesen denegado la petición de aplazamiento. Puede, y eso ya la ponía lo bastante enferma como para tener que soportar la bronca. Cuando empezó a notar la espalda cargada miró hacia la mesa vacía de Luis y luego a la pantalla del Mac. Las once y diez. Y ni siquiera había podido pasar por el gimnasio.
Hacia las doce de la noche del viernes llegó a su casa con la bolsa de ropa sucia y el estómago en los pies. Fue al baño y abrió a tope el grifo del agua caliente, se recogió el pelo con una pinza y tocó el agua. Ajustó los mandos y encajó el tapón. En la cocina, cogió un bol blanco y echó en él dos cucharadas soperas de copos de avena. Luego abrió la nevera y vació en el bol uno de los yogures que llenaban la bandeja de los lácteos. Con la misma cuchara lo mezcló todo y de camino al baño tomó una primera gran cucharada que tragó casi sin masticar. De inmediato se sintió culpable. Al llegar al lavabo dejó el bol sobre el mármol. La bañera humeaba como una tetera y abrió un poco el grifo del agua fría. Se introdujo la segunda cucharada en la boca, y esta vez se obligó a masticar y mantener la comida en ella hasta acabar de desnudarse.
Hacia la una de la madrugada seguía tumbada en la cama con los ojos como un búho y planeando la defensa de Mario. Casi le daban ganas de llorar cuando pensaba en cómo se estaba desarrollando todo, y al rato se sulfuraba por no haber cuidado los detalles como tenía por costumbre. Puede que la llamada de Dana y la inesperada obstinación del maldito sargento hubiesen comprometido ligeramente su rendimiento, pero Paco no tenía razón. No era culpa suya que el andorrano fuese un incompetente, además de un tipo lento e indeciso, ni que el juez hubiese propuesto algo tan inusual como un pacto con la Fiscalía como condición para conceder el aplazamiento. Kate se encogió bajo el edredón. Debió haberse negado a coger el caso, debió aconsejar a Paco que eligiese a otro abogado. Al fin y al cabo, ella ya tenía el ascenso. Ya era una socia. ¿Qué necesidad había de rizar el rizo? Apartó el edredón y se volvió hacia el balcón con brusquedad. Y continuó mortificándose. Porque, claro, ella siempre tenía que destacar, y esa ansia por estar en todos los guisos, por complacerle y por ser la mejor había acabado metiéndola en este lío. Con muy mal pronóstico, por cierto. Porque tener a Bassols enfrente, aunque en otras circunstancias habría supuesto un reto, ahora constituía un escollo durísimo.
Se preguntó por enésima vez cómo habría descubierto el fiscal lo del andorrano. ¿Los Mendes? Ni hablar. ¿Luis? Imposible. De todos modos, lo ocurrido confirmaba el peligro que representaba enfrentarse a Bassols. Dios, y encima la cabeza le zumbaba como un inmenso enjambre.
De pronto fue consciente de que la causa de tanta dispersión era el asunto de Dana y de que sólo recuperaría la paz cuando la policía cambiase el rumbo de la investigación de la muerte de Jaime Bernat. Así llegó a la conclusión de que precisaba el número de Silva. A primera hora se lo pediría a Miguel. El muy imbécil la última vez sólo le había mandado el nombre. Eso le recordó que había ignorado sus llamadas durante la tarde, y extendió el brazo para coger la BlackBerry. Le escribió un whatsapp, volvió a acostarse y cerró los ojos. Pero una hora después aún no había sido capaz de desconectar.
Llevaba mucho con los ojos cerrados y, sin embargo, su mente aún iba recopilando la información del caso de Dana. Cada poco cambiaba de posición hasta que comprendió que no iba a poder dormir sin descargar la mente.
Lo que necesitaba era un buen panel, como los que usaba en la universidad con los casos más complejos. El reloj marcaba las dos pasadas. Salió de la cama y cogió el jersey de lana, encendió la luz del estudio mientras se lo ponía y comenzó a extender el papel, convencida de que en cuanto tuviese el panel acabado lograría dormir.
Hacia las cuatro ya había impreso fotos de todos los implicados que había encontrado en Facebook, la página web del Ayuntamiento de Puigcerdà, la del CRC, los anuarios de los escolapios de Puigcerdà y algunas páginas que se le fueron ocurriendo mientras construía el caso. Las fotos de Santi y de su hermana Inés, la de Dana, y los nombres y todos los datos que había podido encontrar de los once integrantes de la lista que le había dado a J. B. También había puesto al marido cardiólogo de la hija de Bernat, Leman Tabern, al que había conseguido encontrar en un foro de cardiología en LinkedIn. En cuanto al resto de la familia Bernat, si la había, no hubo modo de dar con ella.
En la parte derecha, una lista con las pruebas que apuntaban hacia Dana o que podían llegar a implicarla y, al lado, los motivos más comunes para acabar con alguien como Jaime Bernat. Ni la discusión con Jaime en la era ni el quad ni la digoxina que habían encontrado en el botiquín de la viuda eran pruebas hasta que la implicasen directamente en el asesinato. A no ser que en las ruedas del quad encontrasen restos de Bernat, nada de lo que tenían la implicaba realmente. Entonces recordó algo que Dana había dicho la tarde que fueron a la era: Santi tenía el quad aparcado un poco más arriba con un remolque. ¡El quad!
Heredar un patrimonio como el de Jaime era razón suficiente y comprensible para matar. Y, además, destacaba la rapidez con la que Santi había presentado una coartada que le alejaba de la escena. Seguro que era él. Pero, en el valle, ir contra un Bernat rozaba el sacrilegio, de modo que si querían enfrentarse a él debían hacerlo de forma contundente y sin perder de vista algo que las favorecería: que el viejo patriarca de los Bernat ya no estaba, y que su joven cadete distaba mucho de atesorar los mismos apoyos que su padre entre los buitres sagrados del valle.
Además, el sargento no parecía ser de los que se preocupaban por lo que pensaba la gente, su aspecto irreverente lo anunciaba a gritos, y eso era bueno. Respiró hondo y apagó el Mac y la impresora. Se dejó caer en el respaldo de la butaca y miró el panel con ojos críticos. Inés le parecía fuera de juego, pues llevaba demasiado tiempo lejos del valle como para meterse en un embrollo como aquél. Y, además, en el entierro le quedó claro que seguía algún tipo de tratamiento, y en esas circunstancias la gente solía despreocuparse por el dinero. Aunque, por otra parte, no había que olvidar que era una Bernat y, bien mirado, resultaba poco probable que se olvidase de la herencia. O tal vez sí. De hecho, su marido, el cardiólogo extranjero, tampoco parecía tener problemas económicos. Miró la línea que señalaba a los arrendatarios de los Bernat. Sólo tenía parte de esa información, pero Dana seguro que podía ayudarla. Lo que no sabía era quiénes mantenían trifulcas con Bernat. También habría que averiguar la raíz de esas disputas y lo que ganaba cada uno con su muerte. Estiró la espalda y oyó un par de crujidos. Necesitaba dormir, pero el panel no la dejaba. Para averiguar todo lo que acababa de enumerar era necesario bastante más que un fin de semana. A no ser que… Kate clavó los ojos en la foto de Santi.
Él era el más favorecido con la muerte de Jaime Bernat, así que las apuestas estaban a su favor. Sin embargo, nadie daría un paso contra él sin pruebas irrevocables sobre su culpabilidad, lo cual la dejaba completamente sola para encontrarlas. En otras circunstancias hubiese podido pedir unos días para ocuparse de ello, pero ahora, con el caso Mendes, ni siquiera podía planteárselo. Y a todo ello se sumaba ese ruido de fondo que seguía entorpeciendo sus pensamientos desde la discusión con Paco. No podía hacer frente a todo a la vez, necesitaba concentrarse en una sola cosa y resolverla. Así que decidió dedicar el fin de semana a Dana, y el lunes centrarse en los Mendes. Durante dos días no iba a pensar ni en Paco ni en Mario. Ni siquiera en el maldito técnico. Tampoco en Bassols. Todos, encerrados en la caja de Pandora hasta el lunes.
Incluso cogió el maletín del despacho y guardó dentro todos los documentos del caso Mendes. Lo dejaría en Barcelona para evitar las tentaciones. Volvió a sentarse y a estudiar el panel.
Jaime Bernat no tenía más familiares que sus dos hijos y un yerno al que ni siquiera conocía. En el recuadro del CRC, Kate había escrito los nombres que recordaba, pero seguro que faltaban algunos. Buscó en Google hasta encontrar la página del CRC y anotó los que faltaban. Dana era un objetivo mucho más fácil que enfrentarse a un Bernat con todo el CRC tras él. Eso podía comprenderlo y también que la comisaria se hubiese posicionado como lo había hecho. Lo que no le cabía en la cabeza era que el sargento actuara igual que ella. Alguien con sus orígenes debería cuestionar lo que ocurría delante de sus narices y darse cuenta de cómo estaban manipulando la investigación. Oyó rugir sus tripas, y encogió el estómago dispuesta a averiguar algo más del sargento. Buscó en Internet su nombre y leyó con atención cada una de las cinco páginas en las que aparecía. J. B. Silva salía en dos artículos de prensa en los que se hacía referencia a casos de tráfico de drogas resueltos con éxito por los grupos de estupefacientes de la policía en Barcelona, los llamados estupas. En el de La Vanguardia se mencionaba la muerte de uno de los agentes, J. M. M., tiroteado por los traficantes durante la operación en la que habían desarticulado la red criminal. La tercera y cuarta páginas eran de la academia de capacitación de la policía. Kate supuso que en el listado de la promoción también estaría Miguel, pero para acceder a los nombres de los agentes necesitaba un código, así que leyó la siguiente. La última era una web de venta de motos restauradas con recambios originales vintage. Todas, marca OSSA. Kate estudió con atención las fotografías de las tres motos que estaban a la venta. No había precios, sólo datos e información técnica de cada una de ellas. Aunque, a pie de foto, habían escrito una frase que apelaba a las emociones. A la izquierda de la página, un menú con varios apartados: para ver más, ficha técnica, historia de cada modelo, origen de los recambios utilizados en la restauración y contacto. No había imágenes ni fotos del sargento, sólo sus iniciales y el primer apellido. Kate clicó sobre el icono de contactar y se abrió un cuestionario desde el que se podía preguntar por los precios dando los propios datos. Lo cerró de inmediato y clicó en una de las fotografías. Una 500 Yankee del 77, metalizada y con las listas en amarillo y naranja originales, ocupó toda la pantalla. Bajo la foto, el único texto rezaba: la moto de ciudad más rápida construida en nuestro país.
Era la que conducía el sargento el día del funeral.
Kate se levantó. Pero ¿qué hacía un tipo acostumbrado a desarticular redes de tráfico y a vérselas con asesinos en un tranquilo valle de los Pirineos? Quizá hubiese alguna trama de drogas en la zona y le hubiesen destinado allí para investigar. Pero, en tal caso, ¿qué hacía ocupándose de la muerte de Jaime Bernat? Le rugieron de nuevo las tripas y se levantó. Necesitaba comer algo si no quería empezar a ver gigantes donde sólo había enanos. Entró en la cocina y abrió la nevera. No había mucho donde elegir y volvió a cerrarla. O tal vez el sargento había metido la pata y le habían mandado al culo del mundo a pasar el rato. Y ahora ella tenía que vérselas con un pistolero amargado que pretendía hacer méritos con el caso de Dana. Miró en el armario de los dulces. Lo cerró y volvió a abrir el frigorífico para coger un desnatado de limón. En cualquier caso, le necesitaba de su parte y para eso tendría que ofrecerle algo concluyente que incriminara a Santi.
Además, probablemente los del consejo no apoyarían a Santi si podían demostrar que era culpable, porque los buitres sagrados no querrían salpicarse con la sangre de un asesino, por muy Bernat que fuese. Cogió una cuchara y cerró el cajón con la cadera mientras destapaba el yogur. Así que, en el fondo, lo único que necesitaba era conseguir algo contra Santi durante el fin de semana, algo que dirigiese el foco hacia él y los hiciese olvidarse de Dana. Empezaba a amanecer y el apartamento estaba frío. Dejó el yogur sobre la encimera con la cuchara dentro y fue hasta la entrada. El termostato marcaba quince grados y lo subió a dieciocho. Si no tomaba medidas, no conseguiría dormir. Fue a la habitación, se puso unos calcetines de lana y regresó a la cocina para calentar un vaso de leche en el microondas. Tiró el yogur, comprobó el nivel en el depósito de agua de la Nespresso y la conectó. Luego se sentó en uno de los taburetes, puso el vaso de leche bajo el surtidor y pulsó el botón para que se mezclase con el descafeinado. El reloj de la cocina marcaba las seis y diez. Había invertido la noche en llegar a la conclusión de que Santi era su principal sospechoso. Bien, por lo menos ahora que tenía un objetivo conseguiría desconectar. Ya no podía ir al gimnasio, el cuerpo sólo le pedía dormir.
Pero en la cama tampoco fue capaz de descansar. No podía dejar de pensar en lo increíblemente fácil que era implicar, culpar e incluso llegar a procesar a alguien por simples pruebas circunstanciales. Kate se acurrucó de lado y fijó su atención en la ventana. Amanecía y los párpados se le cerraban por el cansancio, pero su mente continuaba activa y empezaba a encaminarse a donde no debía. Para alguien que había comenzado la carrera de Derecho con la firme intención de evitar ese tipo de injusticias, haber acabado defendiendo a un sinvergüenza como Mario Mendes podía parecer un fracaso. Kate estiró las piernas, sus pies encontraron la cama fría y volvió a encogerse. Aunque solamente una salvabosques como Dana llegaría a tal conclusión. Kate, en cambio, tenía muy claro por qué habían cambiado sus prioridades. Extendió el brazo en busca de la BlackBerry y le escribió un whatsapp a Dana en el que le decía que había trabajado hasta tarde, que se acostaba unas horas y que llegaría a la finca sobre las doce del mediodía. Bajó las persianas con el mando y cerró la luz.
A eso de las nueve la despertó la Fuga de Bach y tardó unos segundos en recuperar la conciencia. Rechazó la llamada con los ojos cerrados. Si era Miguel, le mataría por no haber enviado el número del sargento por whatsapp. El don de la oportunidad, eso era lo que tenía su hermano. Acercó la pantalla de la BlackBerry a los ojos y ésta empezó a sonar de nuevo. Una llamada entrante desde el móvil de Paco. Se despertó de golpe.
Él no era de los que se disculpaban, ni siquiera cuando no tenía razón, así que la llamada no auguraba nada bueno. Esperó sentada en la cama con la BlackBerry en la mano hasta que la música cesó. Al poco, apareció el icono de los mensajes de voz. Bien, eso le permitiría estar preparada cuando contestase.
Se levantó de la cama. Sabía que si escuchaba el mensaje corría el peligro de precipitarse, y eso no le interesaba después de la bronca del día anterior. Fue a la cocina e introdujo la cápsula en la cafetera. Necesitaba una buena ducha caliente. Al entrar en el baño se golpeó el pie con la puerta y soltó un grito. Se le anegaron los ojos por el dolor y apartó las lágrimas de un manotazo. Después de la ducha y de un Volluto, lo vería todo diferente.
Veinte minutos más tarde creía estar preparada para oír lo que Paco tuviese que decirle, así que pulsó la tecla del buzón de voz.