Edificio Desclòs, Puigcerdà
No había podido esperar y ahora se arrepentía. Arnau abrió la puerta automática del parking del edificio de los Desclòs y avanzó lentamente hacia la rampa. La primera idea siempre es la mejor, se repetía una y otra vez. Pero cuando no había encontrado a la comisaria en el despacho, y Montserrat le dijo que ya no volvería, el bastón en la bolsa de plástico le quemaba las manos. No pudo esperar a compartir la noticia. Incluso un hombre pausado y cabal como él podía tener un momento de debilidad. Y así había sido.
Ahora tendría que vigilar cómo le llegaba a la comisaria la noticia de su hallazgo, porque sospechaba que el sargento se apuntaría el tanto en cuanto pudiese hablar con ella. Y no estaba dispuesto a permitirlo. Había remitido el bastón al laboratorio y, cuando le preguntaron qué estaban buscando, él respondió que las huellas de la sospechosa. Le advirtieron que estaban desbordados y que hasta finales de semana no tendrían los resultados. Bueno, por el momento el fin de semana se presentaba despejado, y el lunes ya se pondría con la transcripción del interrogatorio de la veterinaria, con tranquilidad, a la espera de que el laboratorio corroborase la prueba definitiva que él había encontrado.
Arnau descendió del coche y se dirigió al ascensor, introdujo la llave y la puerta se abrió en seguida. Al entrar, se observó en el espejo, dudando si debía de pasar por casa antes de ir a ver a su padre. Pero decidió que no era necesario; al fin y al cabo, sólo iba a estar unos minutos y, si le pedía que se quedase, no había nada mejor que el uniforme.
Por suerte, sus preocupaciones por la reacción de su padre cuando le había llamado para pedirle el informe del CRC que quería el sargento habían resultado absurdas. Ahora lo sabía, y estaba agradecido de que su padre hubiera sido tan considerado. Además, cuando le respondió que él mismo le daría la información, Arnau decidió que aprovecharía para contarle su hallazgo en la finca de la veterinaria y así confirmarían juntos sus sospechas sobre la culpabilidad de la bruja.
Al llegar al ático llamó con los nudillos a la puerta del piso de sus padres y oyó los pasitos acelerados de su madre. Hacía años que no usaba el timbre, desde el día del balcón. El día en el que, jugando con su hermano, aporrearon de tal manera el timbre que se quedó enganchado durante varios minutos. Cuando su padre fue a abrirles, los hizo pasar amablemente al balcón. Allí los dejó, a varios grados bajo cero, hasta que horas más tarde su madre, ajena a lo que había ocurrido, fue a buscarlos para cenar.
Tres minutos más tarde, Arnau cerró por dentro la puerta de su propio piso con una carpeta beige en la mano y el ánimo por los suelos. Su padre estaba ocupado, al teléfono, le había dicho ella, pero ha dejado estos papeles para que te los dé. Ella tenía cosas en el horno y una cena que preparar para «el equipo», el grupo de matrimonios con los que se reunían una vez al mes y que llevaba años tutelando el párroco de Puigcerdà, el padre Anselmo. Y le había dejado allí de pie en la puerta mientras, de camino a la cocina, le gritaba que cerrase por fuera.