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Mosoll, casa del sargento Silva

El viernes por la noche, J. B. se dirigía en la OSSA de camino a su casa. Al final había conseguido hablar con el perito del seguro y quedar con él sobre las once de la mañana en el piso. Por lo menos, la señora Rosa no pensaría que era un dejado. Y, si podían llegar a un acuerdo ese mismo día para que llevaran a cabo las reparaciones, tanto mejor. La señora Rosa era muy ducha a la hora de reclamar y siempre sacaba el máximo, así que la llamaría para que le echase un cable. Eso le recordó los sesenta euros que le habían clavado por el móvil. J. B. estaba convencido de que ella lo habría sacado gratis. No como él, que lo acababa pagando todo como un imbécil, igual que la bendita de su madre.

Se preguntó si esta vez le reconocería. Y si no era mejor buscar a alguien para que viviese con ella, que le hiciese compañía por las noches para que ella pudiese seguir en su piso, con su sofá y su tele, hasta que pasase algo gordo. Quizá si doña Rosa le desconectase el gas durante el día, cuando estaba sola, podría dejarla allí. Si lo conseguía, no tendría que vender una moto que no tenía precio y por la que lo único que le iban a dar era la llave de la cárcel de su madre. Pero la razón le susurró que lo que podía quemarse también podía inundarse, y no podían cortarle el agua porque necesitaría usar el baño. Mañana vería a su madre, y también hablaría largo y tendido con la señora Rosa. Puede que hasta se acercase a ver por qué entrar en esa cárcel para viejos era tan caro como comprarse un coche de segunda mano.

Notó el peso caliente de la mochila y se le hizo la boca agua. La llevaba cargadita con la tortilla de patatas y los morros. También había comprado pan de la tarde y tenía cerveza en la nevera. Y, por eso, cuando notó el móvil en su pantalón vibrando como un poseso por tercera vez, le molestó que algo urgente pudiese joderle la cena.

Entró en el patio del edificio, pulsó el mando para abrir la puerta y apagó la moto. De nuevo la sensación de movimiento entre los arbustos. Permaneció quieto, atento a cualquier movimiento o ruido, y apagó la luz. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad. Cuando lo hicieron empezó a arrastrar la moto para meterla en el recinto y, entonces, los vio. Un par de ojos brillaban entre la maleza. Levantó los brazos y soltó un grito, pero no hubo respuesta. El móvil empezó a vibrar en su bolsillo y, al imaginarse a sí mismo gesticulando como un imbécil, decidió ignorarlo y mirar alrededor. Estaba oscuro y el termómetro debía de rozar los doce bajo cero. J. B. avanzó sin perder de vista los arbustos hasta que la rueda delantera topó con la puerta y rompió el silencio sordo de la noche. Volvió a buscar los ojos del animal, pero ya no fue capaz de encontrarlos.

Una vez dentro, cerró la puerta y buscó el móvil sin bajar de la moto.

Tenía tres llamadas perdidas y un mensaje de voz de un número desconocido. Pensó en su madre, pero se sabía de memoria los números de la señora Rosa y de sus hijas. Puede que fuese Errezquia… No, ése lo tenía grabado en la libreta de direcciones. ¿Y el comprador? Decidió escuchar el mensaje por si había algún cambio en su encuentro del día siguiente. Activó el manos libres y dejó el móvil sobre el depósito mientras se quitaba el casco.

Si lo hubiese sabido, habría ignorado las llamadas. La voz de «la doña» quería que se centrase en las pruebas que acusaban a la veterinaria, que no dejase de presionar a los del laboratorio y que cerrase el caso en un par de días.

Le dieron ganas de llamarla y soltarle que se iba a Barcelona al día siguiente, que había prometido quedarse con su madre, que el sábado por la tarde esperaba al comprador de la moto y que hasta el lunes no pensaba volver. Pero no lo hizo. En lugar de eso le mandó un SMS en el que la informaba de que durante el fin de semana debía resolver unos asuntos personales y que necesitarían más de dos días para determinar la identidad del asesino de Bernat. Entonces desactivó el modo silencio del móvil, se lo metió en el bolsillo y empezó a subir la escalera con la mente en el festín que llevaba en la mochila.

Al llegar arriba, dejó la bolsa sobre la mesa baja que había delante del sofá y abrió la funda del primer DVD. Buscó las otras dos y las dejó una al lado de otra, a la vista. Cargó el aparato y encendió la tele. Pulsó tres veces el botón del mando con la vista fija en la pantalla y sonrió satisfecho mientras se quitaba la chaqueta y la lanzaba sobre el sofá. Las primeras notas ya le erizaron la piel. Brando, Coppola y De Niro, los preferidos de su padre y también los suyos para pasar una noche de cine y olvidarse de todo. Se sentó en el sofá y se estaba liberando de las deportivas cuando advirtió que una segunda melodía no se correspondía con el vals de las imágenes. Tiró de la cazadora y sacó el móvil del bolsillo. En la pantalla, un número oculto. Descolgó.

Esperó mientras la escuchaba gritar al otro lado de la línea que, si al cabo de dos días no había encontrado las pruebas y resuelto el caso, ella misma le pondría de patitas en el tren con billete de vuelta a Cornellà y una carta que sus superiores no olvidarían en años.

Cuando guardó el móvil, J. B. tenía el ceño fruncido. Cogió el mando del DVD e hizo avanzar la cinta hasta la primera imagen de la boda. Esas prisas por colgarle el muerto a alguien empezaban a mosquearle.