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Finca Prats, cuadras

Dana Prats permanecía sentada con los pies sobre el sofá de la sala de estar de la casona y sujetaba entre las manos una taza de infusión de Rooibos con limón. Gimle estaba acurrucado a sus pies con la cabeza sobre las patas y los grandes ojos castaños atentos a los movimientos de su dueña. Ella dio un sorbo corto con la mirada fija en el cuadro. Después de la decisión que acababa de tomar no podía comer nada sólido. Era lo único que ella le había pedido y, a pesar de la situación en caída libre de la economía de la finca a lo largo de los últimos meses, no había actuado hasta ahora, casi un año después de su muerte. Sólo esperaba que no fuese demasiado tarde…

Jamás dejes de pagar la letra, vende lo que sea, haz lo necesario, pero nunca dejes que ejerzan el derecho envenenado que le impusieron a tu abuelo cuando compró esta tierra.

Y eso era lo que Dana se disponía a hacer, aunque le costase la misma vida. El certificado en el que el banco anunciaba el próximo embargo de la propiedad no le había dejado alternativa para negociar en condiciones con los granadinos. Y tampoco se veía con fuerzas para hacerlo.

Por la mañana vendrían a recoger los caballos y no habría vuelta atrás. Con el dinero pondría al día la hipoteca como la viuda le había pedido, pero esperaba que el banco detuviese el embargo aunque para conseguirlo tuviese que vivir con el corazón destrozado por la pérdida de sus sementales. Chico se había portado muy bien y la había ayudado mucho con la venta. Sin embargo, a cada momento crecían las dudas sobre su negativa a aceptar la ayuda de Miguel para conservar los sementales. Era todo tan difícil… Tomó un sorbo de infusión y le sorprendió lo fría que estaba. El reloj de pared marcaba las once, así que llevaba más de una hora sentada en la misma posición. Movió un poco las piernas, la cadera volvió a dolerle, y se sintió frágil y con ganas de llorar. Pero ya no había lágrimas. La abuela la observaba desde su retrato y Dana le pidió ayuda para que no fuese demasiado tarde. Miró el documento que había dejado sobre el sofá y contuvo el impulso de cogerlo. Para qué, se preguntó.

Al llegar a la finca después de estar en comisaría había encontrado la carta certificada. Chico la había cogido en su nombre, preocupado por que pudiese ser algo importante, y ella le había echado una bronca monumental por hacerlo. Antes de abrir el sobre supo que la inquietud de los días anteriores y sus dudas sobre la venta de los sementales habían pasado a otro nivel. Se preguntó cuánto tardaría Santi en recibir su herencia y cuánto en conocer sus derechos sobre Santa Eugènia. Miró hacia el Casas que escondía la caja fuerte de la finca, donde estaba la escritura de compra de sus tierras con la cláusula que la mantenía en vilo desde hacía meses. Y, ahora, la carta había llegado ya. Sólo esperaba que no fuese demasiado tarde.