Comisaría de Puigcerdà
J. B. pasó el resto de la tarde del viernes en su despacho. Habían llegado las fotos originales y el informe de la botella de brandy. Volvió a llamar a las bodegas y obtuvo la misma respuesta: la persona que podía ayudarle estaba fuera hasta principios de mes.
Desclòs, antes de volver a la finca Prats a por el quad de la veterinaria, le había dejado a Montserrat un sobre para él. Contenía las transcripciones de los testigos que aseguraban haber estado con Santi en Llívia la tarde de la muerte de su padre, las del vecino que había visto a la veterinaria forcejear con Jaime Bernat, y una larga lista de arrendatarios de los Bernat con los que la relación era idílica. Según el caporal, no había renovaciones pendientes a corto plazo y los arrendatarios eran uña y carne con sus arrendadores. J. B. volvió a introducir los documentos en el sobre y lo dejó bajo la carpeta del caso con una certera impresión de fraude, de que Desclòs jugaba en el bando contrario. Y eso sólo le dejaba una opción, la que mejor se le daba: el juego individual. De repente le sobrevino una sensación de soledad liberadora. Trabajar en solitario era lo mejor que podía pasarle.
Redactó el informe diario para Magda y adjuntó sólo una breve nota sobre el interrogatorio de la veterinaria en la que dictaminaba que había sido poco concluyente. Decidió que transcribirlo sería cosa de Desclòs, y así podría ponerse al corriente de cómo había ido mientras él había estado firmando como caporal más antiguo. Había que reconocer que Montserrat era, de largo, lo mejor de la comisaría.
Sobre las seis metió una copia del informe en el portafolios para Magda, y recibió la respuesta de Miguel con el número de teléfono que le había pedido. Lo grabó en la agenda y marcó.
Mientras esperaba la respuesta abrió el cajón en el que guardaba las copias de los informes y apareció la lista que le había entregado la hermana de Miguel. Sonrió y contuvo el impulso de olerlo. Había que reconocer que la letrada tenía su punto. Bien mirado, igual las disculpas merecían hasta la pena… En el momento en el que cogía la lista para repasarla, la voz ronca del ex comisario Salas-Santalucía le sorprendió y la soltó de golpe. Pero dejó el cajón abierto con el papel a la vista mientras le hacía la petición.
A las siete de la tarde, J. B. continuaba en su despacho revisando la documentación del caso y anotando en la pizarra la información que iba recopilando. Montserrat le llamó para anunciarle que tenía visita y él pensó inmediatamente en la hermana de Miguel. Le pidió a la secretaria que esperase dos minutos antes de hacerla pasar. Seguro que volvía para asegurarse de que había estudiado su lista. A ver qué ocurría cuando le contestase que aún no había podido… Ordenó un poco la mesa y lanzó los dos vasos vacíos de café en la papelera, pero uno dio en el borde y cayó fuera. J. B. se levantó de un salto y lo echó dentro. Luego movió la papelera para ocultar unas gotas que se habían derramado en el suelo, y volvió a sentarse. Cuando oyó los golpes en la puerta tenía la boca seca. Esta vez le diría que, para ella, nada de Juan, sólo sargento.
Pero la melena rubia de Tania asomó tímida un instante y luego abrió la puerta del todo. Entonces J. B. comprendió que ni el propio Dios podía salvarle de la disculpa que le debía por haberse largado mientras ella estaba en la ducha. Sabía que cualquier excusa sonaría cobarde, y también que no colaría lo de que era muy tarde, o que tenía que ir a currar al día siguiente. Era mejor ir con la verdad por delante. Pero ¿cómo iba a explicarle algo de lo que no tenía ni idea? Porque, si había que ser sincero, se había ido porque ya había descargado y, aunque ella le gustaba, a esa hora no tenía ganas de charla. Se levantó y fue solícito hacia ella para darle dos besos. Pero en ese momento Desclòs se coló en el despacho y se acercó a la mesa blandiendo algo largo como una espada dentro de una bolsa de plástico. Tania le miraba desde la puerta con el ceño fruncido y una media sonrisa que exigía saber quién era ese friki.
J. B. le hizo un gesto al caporal para que esperase y le dio dos besos a la joven. Fue la vez que más le sorprendió el contacto con ella, porque él esperaba frialdad o algún desplante y, sin embargo, no hubo nada de eso. Al contrario, el roce de sus pechos y el perfume fueron como llegar a la tierra prometida. J. B. notó cómo le deslizaba un papelito doblado en el bolsillo trasero del pantalón mientras le susurraba un úsalo que le cosquilleó la oreja. Luego se dio la vuelta y caminó hasta la puerta de la comisaría, consciente de lo que estaban mirando los dos agentes.
Cuando Tania salió del edificio, J. B. volvió a sentarse y, apoyado en el respaldo, miró al caporal. Desclòs mantenía las cejas arqueadas y él le obsequió con una mueca. Casi tenía ganas de darle las gracias por haberle ahorrado la disculpa y ella… su reacción lo había dejado sin palabras. Metió la mano en el bolsillo y desplegó el papel. Nueve cifras y tres estrellas pequeñas debajo. Tres estrellas. ¿Eso era que había ido bien, o que la próxima vez quería tres? Miró a Desclòs pero contuvo el impulso de preguntarle. ¿Para qué perder el tiempo? El caporal carraspeó y dio unos pasos para dejar la bolsa de plástico sobre la mesa. Después de lo que acababa de hacer por él, J. B. estaba de buenas; cualquiera de sus chorradas le parecería bien. Le preguntó con el ceño qué era.
—Es el bastón de Jaime Bernat —anunció Desclòs esperando su reacción.
J. B. miró el paquete, lo cogió y en seguida constató que la cabeza de plata era tal como Santi la había descrito el día del registro. Bien, por lo menos el maldito gigante no le agobiaría más con eso.
—¿Estaba también el anillo?
El caporal negó con la cabeza y de inmediato empezó a contarle con orgullo cómo, tras cargar el quad de la veterinaria en la hípica de la finca Prats, se había acercado a las cuadras a echar una última ojeada y lo había descubierto en una de las camionetas de la finca. Lo que no le dijo fue que había ido hasta la parte trasera del guadarnés para orinar y que lo había visto por casualidad, eso no. J. B. le oía sin escuchar, convencido de que dar con el bastón de Jaime Bernat en la finca de la veterinaria, en un lugar tan a la vista, no era casual… Pero, si encontraban las huellas de Dana en él, su implicación dejaría pocas dudas.
—¿El día del registro no revisasteis esa camioneta?
La pregunta dejó al caporal en blanco, y J. B. casi pudo ver sus esfuerzos mentales en busca de respuesta.
—Creo que lo miraron Albert y Pol cuando yo estaba revisando los vehículos y anotando los modelos de las ruedas. Puede que no lo viesen, en esos cuartos hay un montón de trastos.
Y en seis días pueden haberlo movido muchas veces, pensó el sargento.
—Se les pasaría.
J. B. asintió pensativo.
—Enhorabuena por el hallazgo, ocúpate de que llegue al laboratorio hoy mismo. Según las huellas que encuentren, puede que cerremos el caso. Por cierto, antes de irte necesitaré un informe. ¿El quad está aquí todavía?
Arnau asintió.
—Los de La Seu vendrán mañana a recogerlo.
J. B. asintió y se levantó. El caporal no parecía tener prisa, seguía mirándole como si esperase una respuesta, pero no había formulado la pregunta, así que no iba a quedarse allí como un pasmarote tratando de comunicarse telepáticamente con Desclòs. Además, J. B. estaba notando que necesitaba un chute de azúcar y cafeína para pensar. Buscó en los bolsillos unas monedas, lanzó un par de Solano sobre la mesa, y le abrió la puerta para que el caporal saliese primero. Desclòs no se movió.
—Entonces, ¿no vamos a detenerla?
J. B. negó con la cabeza.
—Sólo cuando encontremos algo concluyente, como sus huellas en el bastón o restos de Bernat en los neumáticos del quad. Por el momento habrá que esperar.
Arnau continuaba quieto y J. B. empezó a impacientarse.
—Ocúpate de que el bastón llegue cuanto antes al laboratorio, no podemos hacer más…
Por fin Desclòs se dio por vencido, echó a andar, y J. B. pudo ir a por su café.
En el cuartito de la comida había varias máquinas: una grande de café, dos con bebidas, una con bocadillos de pan de molde y bollería industrial, y otra con artículos calóricos como barritas de chocolate, chucherías y galletas. La primera vez que J. B. había estado allí se le ocurrió preguntar dónde estaba la de los condones, y los presentes le habían mirado mal, así que no volvió a intentar hacer amigos. Desde entonces prefería ir cuando la salita estaba vacía. Metió una moneda para sacar un expreso y contó lo que le quedaba para comida. Un euro con ochenta… Le daba para un bocadillo, pero ya había probado todos los que quedaban y no le apetecían. El ruido del café cayendo humeante en el vasito de plástico le hizo consciente del silencio de la comisaría. Los viernes por la tarde la gente se apresuraba para acabar los informes y largarse.
A él lo que de verdad le apetecía era la tortilla de patatas con cebolla de El Edén. Y, ahora que ya no tenía que ocultarse de Tania, no había necesidad de pasar hambre en ningún sentido. Sonrió. Además, entre una cosa y otra no había comido. Volvió a pensar en su nota y en las estrellitas, y metió las monedas. Una barrita de Mars para pasar hasta la cena. Se palpó el bolsillo y vio que no llevaba el móvil. Se apoyó en la mesa con los pies sobre el banco y abrió el envoltorio. La ventana de la sala daba al aparcamiento. Fuera estaba oscuro y las farolas debían de llevar rato encendidas, porque brillaban con una luz blanca e intensa. Un sabor dulzón a crema de caramelo y chocolate con leche le inundó la boca. Buscó en las paredes un reloj y lo encontró sobre la puerta. Casi las siete y era de noche. Montserrat sabría a qué hora cerraban en Correos —aún tenía que ir a recoger el paquete con las piezas—, y le había prometido a la señora Rosa que bajaría el sábado a Cornellà y dormiría en el piso de su madre. Mierda, no había llamado al del seguro. Cogió el vaso y la barrita a medio comer, y salió disparado hacia el despacho.
—Montserrat, ¿a qué hora cierran en Correos? —La secretaria miró el reloj.
—A las tres, como todos los viernes. Hace cuatro horas. Por cierto, ¿ya has hablado con la jefa? Te he dejado dos avisos y parecía mosqueada…
—¡Joder! ¿Qué mierda de horario es ése?
—A ver, ¿qué te pasa, sargento?
—Para empezar, que no voy a tener las piezas para trabajar en la moto el fin de semana.
—Pero ¿no te marchabas a Barcelona?
—Sí, pero ¿y el domingo?
—¿No te había invitado el comisario?
—Pero, y por la tarde, ¿qué?
Montserrat señaló la puerta y se apartó la melena como Tania. J. B. soltó una carcajada.
—Eres peor que mi madre.
La secretaria sonrió.
—¿Cómo está?
—Mañana voy a verla —respondió.
—Y, entonces, ¿esa cara?
—No sé cómo relacionar una prueba con la veterinaria.
Montserrat le miró a los ojos.
—No podrás, porque no fue ella.
—Y tú, ¿cómo lo sabes?
—Por instinto.
—Ya, ¿y eso cómo se lo vendo a «la doña»? —pidió señalando hacia el despacho de Magda.
—No te preocupes, según su agenda hoy ha comido con el alcalde y otra gente importante. Algo benéfico, creo. Si no te ve tienes hasta el lunes para pensar en algo. Además, ella también tiene instinto, como todas, sólo que ha desarrollado más el de la ambición.
J. B. recordó la lista de los miembros del consejo que había visto sobre la mesa de Magda y las iniciales que había escrito en rojo; las suyas. Montse seguía hablando.
—Además, lo tienes fácil. Encuentra al que lo hizo y no hará falta que le cuentes nada.
Montserrat hablaba igual que la letrada y se lo dijo.
La secretaria miró un instante hacia la puerta del despacho de Magda y bajó la voz.
—Tenías que haberlas visto, vaya dos —cuchicheó.
—Ya, oye…, ¿quién le mandaría un brandy tan caro a Bernat?
—Ya sabes con quién se codeaba. En las reuniones de alto nivel no creo que beban Soberano.
—¿Estás hablando del consejo?
En ese momento se abrió la puerta de la sala de caporales y salieron unos cuantos. Montserrat le miró y luego asintió en la dirección en la que estaba Desclòs.
—Ahí le tienes.
J. B. bebió el último trago de café y lanzó el vaso a la caja que servía de papelera de los plásticos. No acertó. Cuando constató el error miró a Montserrat como diciéndole lo siento y se fue directo a Desclòs.
La secretaria los observaba. J. B. estaba de espaldas y, por la expresión de Arnau, la cosa no iba demasiado bien. Montserrat se preguntó si el sargento había captado su insinuación y si sería lo bastante sutil como para obtener la información de forma discreta. Por la cara del caporal no lo estaba consiguiendo. Empezaba a estar intrigada cuando observó a Silva volverse y caminar hacia ella. Desclòs había vuelto a la sala de caporales.
Montserrat miró la hora, apiló las carpetas, dejó encima la hoja con el listado de llamadas, cerró la pantalla y se puso de pie.
—¿Qué le has dicho? —le interpeló mientras descolgaba el abrigo del perchero.
J. B. sonrió dejando ligeramente al descubierto el diente roto.
—Le he pedido para el lunes un informe completo del CRC.
—¿A él?
—Claro, ¿a quién mejor?
Montserrat apagó las luces y luego cerró el armarito de las llaves con una que se guardó directamente en el bolso. Entonces le miró severa.
—Por cierto, no te olvides del vaso, sargento —advirtió señalando la caja de los plásticos.