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Finca Prats

La suerte siempre acompaña a los mejores. Sobre eso cavilaba el caporal Desclòs al volante de la grúa de la policía, camino de Puigcerdà, convencido de que su pericia y sus dotes investigadoras estaban fuera de lo común. Por fin todos se darían cuenta de lo desaprovechado que le habían tenido. Sobre todo ella. Lo primero que iba a hacer era entrar en su despacho y dejárselo sobre la mesa. Con suavidad y elegancia, como el dandi que era.

Contempló satisfecho la bolsa de plástico que descansaba sobre el asiento del copiloto y se irguió con las manos a ambos lados del volante. El pecho se le hinchó varios centímetros al inspirar aire. No era una cuestión de suerte, aunque estaba claro que en la vida todo entraba en el juego, y si él había sabido estar en el momento justo en el lugar adecuado no era sólo por casualidad. Además, él no creía en la suerte porque era un hombre práctico y, en aquel momento, también un hombre camino del éxito. Y eso que cuando habían ido a detener a la veterinaria maldijo su suerte por haberse olvidado las cintas y tener que volver a comisaría. Pero ahora ya no le importaba ni eso ni haberse perdido el interrogatorio, porque había dado con la prueba definitiva.

Al llegar a la rotonda redujo la velocidad hasta detenerse, encendió las luces de cruce y miró a la izquierda. Luego arrancó para incorporarse a la N-260 en dirección a Puigcerdà, convencido de estar ante uno de los hallazgos más importantes de su carrera, una prueba que, sin duda, cerraba el caso Bernat de un plumazo.

Encima, lo había encontrado en la hípica de la finca, al lado de las cuadras. ¿Qué importancia tenía quién era el propietario del vehículo? Eso sólo complicaría la vida al chaval de los Masó y a sus padres, que eran buena gente.

Pensó en llamar a alguien para compartir ese momento mágico, pero no se le ocurrió a quién. Casi mejor, la discreción en un momento tan importante era lo que diferenciaba a un gran agente de un fantoche fanfarrón. Y, por otro lado, ¿de quién podía fiarse uno en estos tiempos? ¿Acaso no se habían ido de la lengua sus amigos de la partida en cuanto les comentó algo? Ni dos días había tardado en llegar a oídos de la comisaria. Un hombre íntegro y con responsabilidades como él realmente sólo podía confiar en la familia.

La imagen de su padre en la cena de hacía un par de noches le hizo sonreír. El instinto de los Desclòs no fallaba. Se acordó de su madre, siempre ocupada en que el engranaje familiar fuese como la seda, y del modo en el que le tiraba suavemente del pelo, para que se agachase, desde que ya no alcanzaba a darle un beso. Ella sí era discreta. La discreción y la elegancia de los Monràs formaban parte de ella, igual que el color perla de su peinado hueco o los magníficos platos que preparaba. La tentación de compartirlo con ella era fuerte, pero la grúa no tenía manos libres, y sin eso…

Aun así, Arnau activó el intermitente, dispuesto, por una vez, a usar su móvil particular para llamar. Antes de desviarse miró por el retrovisor. El quad de la veterinaria, que llevaba tras de sí, no le dejaba visibilidad y miró por el lateral. De no ser por el patrulla que circulaba tres coches más atrás, hubiese parado.