Finca Bernat
Santi salió del cobertizo y se secó las manos en los pantalones. Acababa de orinar y se había mojado un poco. Los polis eran gente extraña, pensó. ¿A qué cuento venía hacerle dos veces la misma pregunta? Además, ¿cómo cojones iba a saber él quién les había mandado el brandy? Sabía que en el cobertizo del quad había una caja, y tal vez era la que buscaban, pero no tenía ganas ni necesidad de meterse entre los trastos viejos a buscar algo por lo que no iban a darle nada. Se dirigió a la casa y entró para coger el móvil del bolsillo de la chaqueta. Estaba colgada en el perchero carcomido de la entrada y le costó extraer el aparato sin que todo se tambalease. Entonces buscó el número y apretó el botón verde.
Cuando oyó el mensaje del contestador soltó un improperio. Colgó y pulsó rellamada. Su padre nunca precisaba llamar dos veces, así que o se enteraban de quién era el nuevo jefe, o cambiaría de gestoría.
Se le ocurrió que debía dejarles claro que tuviesen cuidado de no irse de la lengua con el asunto de la tía. La propiedad de la parte de los Bernat de Santa Eugènia no le incumbía a nadie, sobre todo cuando estaba tan cerca de conseguir la finca de la veterinaria. Eso le hizo recordar el testamento. Le habían dicho unos días, pero ya hacía cinco del entierro y nadie le había llamado. Esperaba por su bien que no intentasen jugársela, o se iban a enterar. Porque él no era como su padre, que todo lo arreglaba entre bambalinas. Él no. Él iba de frente; los llevaría a un descampado y sacaría la escopeta para ponerlos en su sitio. La voz cansina del gestor repitió el mensaje y Santi colgó de nuevo. Le costó no lanzar el móvil contra la pared, como había hecho tantas veces cuando el viejo le agotaba la paciencia. De hecho, tal vez había llegado el momento de comprarse uno de esos táctiles tan modernos. Por lo menos ahora nadie le tocaría las pelotas diciéndole en qué se suponía que podía gastarse el dinero. Además, en la partida del martes debía demostrar que ahora era el amo y últimamente todos iban con esos iPhones. Estudió la pantalla con atención y sus ojos fueron directos a la grieta que partía en dos los ceros detrás del trece. De todas maneras necesitaba cambiar el móvil. Era la una de la tarde, así que era inútil volver a intentarlo porque seguro que estaban comiendo. Pensar en la comida le recordó su visita al supermercado del día anterior. Los cambios habían empezado ya.
Fue al sótano y abrió el congelador grande. Apiladas en columnas, las cajas de pizzas y de burritos mexicanos que había comprado empezaban a adherirse unas a otras por la humedad del cartón. Separó un par de cajas, dejó caer la puerta y se aseguró de que quedase bien cerrada. De la nevera pequeña cogió un paquete de cerveza negra y contempló satisfecho la nueva composición de la despensa.
Todos los botes de lentejas de su padre y las verduras estaban bajo la lona de la estantería del fondo. No quería volver a verlos. De la comida del viejo sólo había guardado los tarros de conserva que les mandaba de Lérida el arrendatario de las tierras de La Seu y la mermelada de tomate. Una de las ristras de ajos que colgaban del techo le peinó la cara cuando fue a coger un tarro. La noche anterior había cenado pan con mermelada y casi acabó con el que había abierto el día anterior. Tendría que llamar para que le mandasen otro cargamento. Alzó la cabeza y constató que de ajos todavía andaba bien surtido. Eso era lo único que había mantenido de la dieta del viejo: las tostadas con ajo y aceite del desayuno. Eso, y el café.
Cuando veinte minutos más tarde de repente sonó el móvil, con el susto se le resbaló la rebanada de la mano y la mermelada chorreó hasta el mantel. Arrastró el meñique recuperando la mayor parte de lo derramado y lo lamió con ganas antes de responder. María le iba a echar otra vez la bulla cuando fuese a limpiar el sábado, pero a él le parecía un derroche cambiar un mantel que cada día se manchaba en algún sitio. Además, ahora que estaba solo, ¿para qué iba a recogerlo entre comidas? Santi se aclaró la garganta y descolgó.
Cuatro minutos después dejó el móvil sobre la mesa y relajó la espalda en la silla. Lo había dejado de piedra al pedir la valoración de todas las propiedades. El bueno del gestor ni siquiera había reaccionado. Tampoco se había atrevido a hacerle ningún comentario sobre los Bernat y su ancestral atadura con las tierras. A media conversación se le ocurrió soltarle que tal vez las vendería o, por lo menos, una parte, las de Lérida, para cambiar de aires. Le dejó sin palabras y lo imaginó meándose en los pantalones de puro miedo por perder lo que facturaba administrando los asuntos de los Bernat. Pero ahora él era el dueño, y le gustaba que supiesen que las normas podían cambiar.
Sin embargo, el asunto de la tía era lo único que no le había gustado. El muy cabrón no quería hacer la trampa y cambiar las tierras de nombre. Bueno, pues ya encontraría él a alguien sin tantos escrúpulos. Estaba visto que este gestor ya había ganado demasiado. Se le ocurrió que llamaría al abogado de La Seu que había contratado la viuda cuando ésta le dio a su padre en las narices con las tierras de Santa Eugènia. Además, a él no le conocía, y por tanto no había razón para pensar que no querría ayudarle. Todos esos abogados sólo querían dinero, y el suyo era tan bueno como cualquier otro. Seguro que encontraba a alguien que no fuese tan sobrado… Y luego, por ser tan escrupulosos, les quitaría la gestión de todo lo que llevase el apellido Bernat. Así sabrían a quién debían respetar.
Se sentía poderoso, el amo absoluto de su destino y de los destinos ajenos. Ésa debía de ser la sensación de la que había gozado el viejo toda su vida. Y ahora era él quien tenía en sus manos a los arrendatarios, que deberían pagar más por sus tierras; al gestor; y, lo más importante, a la veterinaria. Vigiló la chimenea consciente de lo que había mantenido escondido dentro, delante de las narices de los policías. Por suerte, ahora el bastón del viejo ya estaba donde debía.
Había ido de madrugada y le había dejado el regalito bien visible para que la detuviesen. Aunque el vehículo perteneciese a Chico, estaba casi siempre en sus tierras. Entonces él iría a verla y le ofrecería retirar la denuncia a cambio de algo que únicamente ella podía darle. Se maravilló de haber pensado en todo y de arreglárselas tan bien solo. El viejo había durado demasiado.