Juzgados, Puigcerdà
Kate se dirigió al juzgado de Puigcerdà con la intención de llegar al bufete sobre las cuatro. Después de confeccionar los listados que tenía en la mente, entregaría los resultados de sus pesquisas al sargento y luego se iría. Ya llevaba la bolsa en el coche, así que ni siquiera tendría que pasar por la finca. Al despedirse, le había dicho a Dana que no bajaría a Barcelona hasta haber hablado con el sargento. Pero la conocía bien y sabía que esta vez no la había tranquilizado lo más mínimo. Además, ahora Dana desconfiaba de ella; y, aunque a Kate no le parecía justo, debía reconocer que tal vez tuviese algo de razón cuando la acusaba de tener la mente en otro sitio.
Pero llevaba ya toda la semana lejos del bufete y empezaba a experimentar esa sensación de falta de control que tanto le costaba sobrellevar. Además, el tono que había empleado Paco al mencionar que esperaba verla allí el viernes no invitaba a desobedecer. Y, por qué negarlo, también le apetecía pasar un tiempo en su nuevo despacho. Quería estar un rato en la octava, dejarse ver y ponerlo todo en orden antes de empezar el lunes a todo gas.
Aparcó el coche en batería en la zona azul, delante de los juzgados, y puso todas las monedas que el parquímetro le permitió.
Llevaba el traje y la camisa estampada del día del entierro, lo más apropiado que había subido para presentarse en un juzgado y también para la lección que pensaba darle al sargento. Eso la hizo pensar en cómo contactaría con él para entregarle la documentación. Desde luego, no era conveniente que la viesen en comisaría y tampoco tenía su móvil. Sacó la BlackBerry y le escribió un whatsapp a Miguel para pedirle el teléfono del sargento Silva. Al redactarlo se preguntó qué significarían la J. y la B. Decidió cambiar el texto y plantear la pregunta de otro modo para que la respuesta tuviese que incluir el nombre completo del sargento.
Kate no conocía a nadie en el juzgado de Puigcerdà. Pero, en cualquiera que hubiese visitado, el ujier siempre lo sabía todo. Así que le dedicó su mejor sonrisa al hombre de uniforme. Fue él quien le comentó que el titular estaba de baja y que el sustituto llevaba pocos días en el valle. El nuevo es de los que se han tragado el manual de las ordenanzas y por eso anda tan tieso y le cuesta tanto saludar, había añadido. Además, con esa rigidez, el ujier le auguraba poco tiempo en el valle. Kate le sonrió. Recordaba vagamente al tipo enjuto del traje bajo la chaqueta que se había personado en la finca con la policía, para el registro. Y también el Fiat blanco saliendo en comitiva tras los coches patrulla. Esperaba que vestida así no la reconociese y se irguió, preparada para abordar a un ratón de biblioteca.
Y, efectivamente, el ujier tenía razón. Cuando habló con el secretario para pedirle que le dejase consultar la lista de peticiones que habían cursado la policía y el fiscal, él se mostró inflexible. Todo cuanto hizo o dijo Kate fue inútil al principio. Era un recién licenciado en la Facultad de Derecho de Lérida con aspecto de chico del coro y gafas de concha redondas. Kate pensó que sólo le faltaban los manguitos blancos para retroceder un siglo. Fue tan estricto como le permitía la ley y Kate tuvo que improvisar otros recursos para que su plan no pereciese antes de empezar. Al final, casi a las dos, salía del juzgado con el objetivo cumplido. Tras cotejar la lista de usuarios de digoxina con la de los que mantenían —o habían mantenido— trifulcas legales serias con Jaime Bernat, sólo había once nombres coincidentes. Suficiente para empezar, pensó. Buscó en el bolso las llaves del coche y vio que la pequeña luz roja de la BlackBerry parpadeaba. Quince llamadas perdidas de Dana y un SMS. Lo leyó y, una vez más, la imagen del sargento sulfuró su ánimo. Buscó las llaves del coche dentro del bolso y tiró de ellas. Antes de sacarlas ya había pulsado a tientas varias veces el botón para abrir las puertas. Ése no tenía ni idea de con quién se la estaba jugando.