Edificio Desclòs, Puigcerdà
Arnau Desclòs permanecía tumbado en su cama con el primer botón del pijama aún desabrochado y un poco de pasta de dientes en la comisura derecha del labio. En la boca notaba el sabor mentolado de la pasta mezclado con el del éxito. Había sido una noche en familia perfecta. La más perfecta que recordaba en años.
Desde Santa Teresa, a principios de octubre, no había subido a cenar a la casa grande, como llamaban todos al ático dúplex de sus padres, y esta vez había sido su propio padre el que le había llamado a comisaría para invitarle. Él había aceptado de inmediato, naturalmente. Al colgar ya había empezado a hacérsele la boca agua sólo de pensar en el delicioso sabor de la crema que les pondría su madre de postre. Además, esperaba que su hermano también estuviese allí para alardear un poco del caso, y así fue. Incluso, por suerte, al final habían cenado los cuatro solos, pues la entonada mujer de su hermano y sus hijos pasaban la semana en el piso de Barcelona por los exámenes. Eso le había ahorrado las constantes miradas de aburrimiento de su cuñada y las risitas de sus arrogantes sobrinos. Y cuando su hermano los había disculpado a los tres diciendo lo mucho que sentían no poder cenar con ellos, casi le costó contener el ¡ja!
¿A quién creían engañar? A él no, por supuesto. Seguro que la pécora de su cuñada no había olvidado llevarse la Visa Oro ni las llaves del Ranger. Y el idiota de su hermano, tanto estudiar, sin darse cuenta de lo que tenía en casa. Aunque, desde luego, no pensaba ser él quien le comentase que su mujer gastaba el dinero a manos llenas, cosa que sabía porque su madre, preocupada, se lo había comentado alguna vez en privado. Y no lo haría porque ese estilo de vida caprichoso de su cuñada le otorgaba a él el título de hijo ahorrador, sensato y preferido de su madre.
Porque en la vida cada palo debía aguantar su vela, y él se había cuidado bien de no tener vela que aguantar, ni que mantener. Arnau se abrochó el primer botón del pijama y se metió bajo el edredón de plumas. Quedaban sólo unos días para el puente de la Purísima Concepción, el momento en el que, cada año, su madre conectaba la calefacción central del edificio. Pero lo importante era que en la casa grande todo había ido bien. Él, personalmente, se había ocupado durante la cena de que a todos les quedasen bien claras dos cosas: su instinto y su discreción, sobre todo cuando su padre había sacado el tema de la investigación del caso Bernat.
Con la famosa crema de calabaza con parmesano de su madre había llegado la curiosidad de todos; y después, mientras ella les servía la bandeja de pato, el juez había empezado a preguntarle sobre el caso. Al principio él se mostró críptico, no quería que se confundiesen imaginando que era incapaz de guardar en secreto los detalles. Pero, entonces, su padre se empeñó en abrir una de sus botellas de reserva y, poco a poco, fueron comentando en confianza cómo marchaban las pruebas. Habían estado charlando muy a gusto. Su hermano afirmaba que algún arrendatario había acabado con Bernat, pero su padre, y él mismo, coincidían en que todo apuntaba a la veterinaria.
Cuando bajó a su piso, estaba absolutamente convencido; la intuición y el sexto sentido que le permitían ver más allá de lo evidente eran algo hereditario. Algo en lo que la naturaleza no había favorecido a su hermano.