Comisaría de Puigcerdà
A las cinco de la tarde Montserrat le llamó por el teléfono interior para anunciarle la llegada de un sobre del laboratorio. Cinco minutos después, J. B. descolgaba el teléfono de su despacho y marcaba el número de Santi. Mientras esperaba, reparó en la luz apagada del despacho de la comisaria. Magda no había regresado y el informe que le había pedido la tarde anterior seguía donde él mismo lo había dejado cinco minutos antes de las doce. Desde la mesa de su despacho podía verlo. J. B. precisó marcar dos veces y esperar bastante para que Santi respondiese.
Cuando le interpeló sobre el nombre del proveedor del forraje que les había mandado el coñac, Santi ni siquiera recordaba haber dicho que era un regalo. Al final le facilitó el nombre de la empresa y J. B. consiguió, por los pelos, colgar sin mandarle a la mierda. Antes de llamar al proveedor, ya intuía que la pista era un callejón sin salida.
Mientras tanto, había recibido un correo de la científica con las fotos de la botella desde todos los ángulos. J. B. las imprimió y pasó un buen rato intentando encontrar algo que pudiese ayudarle a determinar su origen. Afortunadamente, la botella pertenecía a una serie numerada y limitada a tres mil unidades anuales de una selecta bodega jerezana. J. B. localizó su número con facilidad.
Pero la mala fortuna parecía haberse cebado con él para todo el día. Según el gerente de la bodega, la persona que se encargaba de los envíos estaba de viaje y no volvía hasta final de mes. Luego necesitarían un par de días para facilitarle la información. Hasta entonces, nadie podía precisar cuál de sus selectos clientes era el destinatario de esa botella en concreto. Y, sin detenerse, el entendido le soltó una clase magistral sobre el origen del brandy, los tipos de cepas, el aroma y el sabor, que acabó con lo de que el coñac era cosa de los franceses y que en suelo español, en Jerez, lo que se hacía era uno de los mejores brandys del mundo.
Al colgar, J. B. sabía que ningún trámite lograría resultados más rápidos, así que no había otra que esperar. Y seguía sin tener nada.
A las ocho de la tarde, vencido y cabreado por su mala suerte, decidió aplazar la investigación sobre la digoxina hasta el día siguiente y preguntarle a Montserrat si conocía a algún farmacéutico de confianza por el que empezar. Pero cuando iba a hacerlo sonó un aviso en el móvil. J. B. leyó con atención el mensaje que esperaba: procedía del País Vasco.
Según la respuesta de Errezquia, el cliente quería probar la moto el fin de semana. Tras leer el mensaje, a Silva se le agolparon una mezcla de sentimientos entre el pecho y la garganta. El alivio por estar más cerca de conseguir el dinero se mezcló con el desasosiego por tener que vender la moto. Y, encima, para encerrar a la anciana contra su voluntad. Era un imbécil y un cobarde por no ser más hombre y ocuparse de ella. Además, se arrepentía de haber llamado al vasco y se sentía culpable por ello. Todo ocurrió en unos minutos. Eso, y el irrefrenable deseo de subir a la moto y echarse a la carretera.
Cuando se disponía a salir de comisaría con el casco, decidido a llegar al fin del mundo, Montserrat le llamó y J. B. se acercó a la mesa de recepción.
—Pero ¿qué te pasa hoy? Ni siquiera has salido a comer…
—Estoy metido de lleno en el caso Bernat. ¿La jefa no ha vuelto en todo el día? —preguntó señalando con la cabeza hacia el despacho de la comisaria.
—No, hoy tenía temas personales que atender… —respondió con un guiño.
J. B. enarcó las cejas, sorprendido.
—¿Tiene un rollo? —susurró.
Montserrat bajó la voz para decirle que, últimamente, los jueves y algunos martes Magda se iba a media mañana y ya no volvía. J. B. recordó su manera de caminar al verla en el aparcamiento y se acercó a la secretaria.
—Pues no me gustaría estar en el lugar del pollo. Con lo que le gusta mandar, seguro que le toca hacer de gallina.
Montserrat soltó una carcajada. J. B. abrió mucho los ojos y se puso el índice en los labios para indicarle que no hiciera ruido.