Comisaría de Puigcerdà
El hecho de que en la comisaría los caporales compartiesen una sala diáfana con sus mesas convertía el despacho de Silva en el único punto de reunión en el que Desclòs y él podían hablar con cierta privacidad. Al entrar, el sargento abrió la ventana y se sentó. El caporal hizo lo propio al otro lado de la mesa, tieso como un pepino y disimulando mal el fastidio mientras con el dedo índice se separaba el cuello de la camisa de la garganta.
El edificio llevaba un par de días con el termostato de la calefacción estropeado y estaban a demasiados grados para pensar con claridad. Algunos habían propuesto apagarla, pero las mujeres de la plantilla se habían negado en redondo. J. B. estaba convencido de que Magda era de las calurosas y de que, de no ser por las presiones de Montserrat, capo máximo del sindicato y elegida por unanimidad, habría votado a favor. El sargento conectó el ordenador y descansó los brazos sobre la mesa.
—¿Se sabe algo de los dibujos de los neumáticos de la veterinaria?
Desclòs dijo que no mientras abría su bloc de notas y se esforzaba en desatascar el pequeño bolígrafo ensamblado en la funda. J. B. le observaba en silencio. No se podía negar que el caporal se tomaba en serio su papel, resultaba disciplinado y acataba las órdenes sin chistar. A pesar de todo, la intuición le decía que era mejor no darle la espalda. Cuando por fin se hizo con el bolígrafo, el caporal le miró en silencio y arqueó ligeramente las cejas esperando órdenes.
—Necesito el dibujo de las huellas de los vehículos de la escena que te pedí. Es la tercera vez que te lo digo, así que en cuanto salgas de aquí tráemelo. Yo me ocupo del informe para la jefa y de investigar sobre la digoxina. También necesitaré una lista de los arrendatarios de los Bernat, y averigua si alguno tenía problemas con Jaime. Tal vez relacionados con los contratos.
El caporal asintió y bajó la vista hacia su hoja en blanco. J. B. notó que le esquivaba.
—En el laboratorio, que no respiren hasta que tengamos los resultados. Si las marcas del cuerpo coinciden con las ruedas de la veterinaria, puede que empecemos a tener algo más sólido que los simples testimonios de los vecinos. Supongo que también enviaste las de los vehículos de la finca Bernat…
J. B. no se dejó enervar por la mirada sorprendida del caporal y siguió a lo suyo.
—Pues, si no, hazlo. En cuanto a las declaraciones de los testigos que sitúan a la veterinaria en la escena, las necesitaremos por escrito. Acércate a Santa Eugènia con la grabadora y vuelve a preguntar por si algún vecino vio a alguien más por los alrededores esa tarde. Me refiero a alguien que pudiese estar con ella o con Bernat y que se nos haya pasado. También quiero que vayas a Llívia para confirmar la coartada de Santi, porque sólo la comprobamos por teléfono.
Arnau siguió anotando en el bloc. J. B. tenía pensado ocuparse él mismo de esa coartada, pero la digoxina le parecía más importante, y podía escaparse por su cuenta a Llívia en cualquier momento. Cuando le miró, Desclòs volvía a tener esa actitud soberbia que le sacaba de quicio. J. B. enarcó las cejas y el caporal se levantó repitiendo el gesto del cuello de la camisa.
—Cogeré el patrulla.
—Toma —respondió lanzándole las llaves—, tendrás que llenarlo, ayer lo dejamos seco.
El caporal asintió evitando de nuevo su mirada y J. B. decidió abordarlo.
—Desclòs, ¿va todo bien?
—¿Cómo dices? —preguntó desconcertado.
—Pues que si algo te molesta dímelo y lo resolvemos. Soy un tío simple, de los de las cosas claras. Así que si algo te reconcome suéltalo y en paz.
J. B. intuyó una duda fugaz en su gesto y, al instante, la soberbia de nuevo en la mirada. Estaba claro que la gente del valle, como el caporal, Santi o la letrada, llevaba en los genes los aires de superioridad. Joder con los rústicos… En cuanto uno se descuida le hacen sentir como un gilipollas.
Desclòs se encogió de hombros.
—Voy a Santa Eugènia; cuando sepa algo del laboratorio, te informo.
J. B. asintió cuando el caporal ya había salido por la puerta. Y se juró que era la primera y la última vez que se preocupaba. No volvería a dejar que los aires de superioridad de los autóctonos le dieran la vara.
Se levantó a cerrar la ventana y desde allí vio a la comisaria dirigiéndose hacia su coche. El abrigo largo de color beige volteaba furioso a la altura de las rodillas con cada paso que daba sobre los tacones. Caminaba con la determinación de quien se dispone a dirigir un ejército. El viento movía su melena granate, que ella se iba recolocando cada pocos pasos. Y entonces se le ocurrió que en su barrio sólo las adolescentes o las prostitutas se teñían el pelo de ese color. Era media mañana. ¿Adónde iría con esas prisas? El tono impersonal de su nuevo móvil interrumpió sus elucubraciones, y decidió que necesitaba recuperar el Brucia la terra para no sorprenderse con cada llamada. Al ver la pantalla, tardó un instante en descolgar.
—Señora Rosa, he estado muy liado con el caso pero el sábado a primera hora estoy ahí, tal como le dejé en el mensaje. ¿Cómo está?
Intentó parecer animado, pero a doña Rosa, una setentona extremeña con un marido impedido que había criado sola a tres hijas, era imposible engañarla.
—Bien, Juanito, todos bien. Ya tengo la residencia para tu madre. En las teresitas tienen una plaza. Podría entrar la semana que viene. —La mujer marcó una pausa y al ver que J. B. no daba señales añadió con énfasis—: Una habitación para ella sola, ¿eh?
J. B. dudó si hacer un último intento y probó suerte.
—Rosa, ¿está segura de que no podríamos encontrar otra solución?
Antes de terminar la pregunta, doña Rosa ya resoplaba y J. B. notó su irritación al otro lado de la línea.
—No, niño, no —desechó—. Estos días estoy durmiendo en su piso, pero todavía no me he podido quitar el olor a humo de la ropa y del cuerpo. Algún vecino ya me ha vuelto a dar el toque. Están todos asustados por lo que ocurrió el otro día. No te imaginas la humareda que salía a la calle, y ya sabes que el edificio es viejo y casi todos son ancianos. Tienen miedo de que el día menos pensado, con otro despiste de tu madre, se les vaya a quemar el bloque. ¡Ah!, y tendrás que ponerte en contacto con el seguro.
J. B., con el móvil aplastado en la mejilla y los nudillos blancos, pensó en su mala suerte y en que por las manías de cuatro viejos ahora debería encerrar a su madre. La voz de doña Rosa le devolvió a la realidad.
—Nos avisarán en cuanto quede libre la habitación, pero la monja me comentó que el hombre ya está en las últimas y que no creen que acabe la próxima semana. El día del ingreso tienes que pagar la entrada, los tres mil seiscientos euros, y luego darles tu cuenta para que carguen las mensualidades.
A J. B. le cambió el ánimo. Joder con las teresitas… Doña Rosa pareció leerle el pensamiento.
—Ya te dije que si querías un buen sitio te costaría dinero.
—¿Y cuánto cuesta al mes?
La mujer dudó y eso acabó de asustar a J. B.
—Esta noche ya le diré a mi Mari que te mande un recado de esos por Interné y tú mismo podrás ver el sitio. Han puesto unas fotos muy bonitas y ya verás qué limpio y curioso está todo.
Doña Rosa hizo una pausa y, al ver que él no arrancaba, sugirió:
—No lo pienses más, Juanillo, no hay otra. Las teresitas están a diez minutos de casa. Yo iré todos los días, a verla y a vigilar que la traten como a una reina. Y tú vienes los fines de semana que puedas.
J. B. asentía en silencio. No sabía si estaba cabreado con la situación, con los malditos vecinos o consigo mismo por no ocuparse de su madre como habría hecho un buen hijo. Se daba perfecta cuenta de los esfuerzos de la señora Rosa por hacerle más fácil la situación, y agradecía el detalle, pero eso no calmaba la sensación de malnacido que le roía por dentro cada vez que pensaba en su madre. Y encima le tocaba la habitación de un muerto. De hecho, esperaban a que se muriese para llamar. Y él tendría que ir y dejarla allí. Cuando colgó el teléfono se dejó caer en la silla.
De repente, entró Desclòs sin llamar y J. B. lo miró derrotado desde su asiento. El caporal dejó sobre la mesa un folio arrugado y reseco, sembrado de líneas continuas y discontinuas, y volvió sobre sus pasos. Llevaba en la mano las llaves del coche y desde la puerta entreabierta le informó de que en el laboratorio necesitaban dos días más para cerrar el informe de las huellas de los vehículos de la veterinaria y aún no le habían podido decir nada sobre la botella de coñac de los Bernat. J. B. quiso advertirle que no dejase de presionarlos, pero sus intenciones permanecieron atrapadas en el pensamiento.
Cuando volvió a quedarse solo intentó concentrarse en el caso, pero el asunto del dinero no dejaba de interponerse. Decidió elaborar una lista mental de los siguientes pasos: llamar a Santi para interrogarle sobre el coñac, ver cómo se podía conseguir la digoxina y averiguar qué comercios de la zona vendían licores de ese precio. Puede que Montserrat le ayudase con eso. Al final decidió anotarlo en la pizarra.
Pero diez minutos más tarde seguía sin poder dejar de pensar en los tres mil euros que no tenía y en el recibo del seguro del piso de su madre, que no recordaba haber pagado. Para conseguir el dinero no necesitaba listas, sabía perfectamente cuál era la solución. Buscó en la libreta de direcciones el teléfono de Errezquia y respiró hondo antes de pulsar el número.
Las llamadas que hizo durante el resto del día no le sirvieron de mucho. Estaba bajo de ánimo y no veía el momento de volver a casa. Hizo averiguaciones sobre la hija de Bernat y su marido, un cirujano inglés que ejercía en el Clínico y al que no le faltaba la pasta. Lo anotó en la pizarra. No descubrió más parientes vivos de Jaime Bernat, y también lo anotó. Luego echó un vistazo al dibujo del caporal: había que conocer la escena para deducir lo que representaba cada línea. Y ahí casi perdió los nervios. No conseguía comprender el trazado de las roderas y, harto de intentar cuadrar el círculo, guardó la hoja de papel en el portafolios que tenía sobre la mesa con la documentación del caso.
A la hora de comer no se sentía con ánimos de salir y fue a buscar un café y un par de pastas a la máquina. No había donuts y tuvo que conformarse con palmeras de hojaldre. Cogió un Kit Kat para la secretaria, pero Montserrat no estaba en su puesto y J. B. volvió a su despacho dispuesto a buscar información sobre la digoxina.
Vaya mierda de día. Y aún no eran ni las cuatro.