Bar Insbrük
Al llegar a la comisaría tras dejar la finca Prats, J. B. había mandado imprimir para el día siguiente las fotos de ambos registros y luego se había encerrado en su despacho para hablar con los analistas del laboratorio. Tal como sospechaba, le aconsejaban que no se molestase en enviar la digoxina de la viuda, porque era imposible determinar si era la misma que había matado a Bernat. En cuanto a la botella de coñac que les habían expedido por la mañana, era posible mezclarlo con la digoxina, pero necesitaban un par de días para obtener los resultados del análisis. Colgó el teléfono y vació el aire de los pulmones soplando por la boca.
Tal como iba el caso, era probable que el coñac de los Bernat tampoco contuviese nada y que el instinto le hubiese fallado. Eso le recordó las botellas que había visto en el salón de la finca Prats. Ninguna era un Ximénez-Spínola, pero el surtido parecía estar a la misma altura. Por otra parte, una buena colección de espirituosos tampoco probaba nada. Se levantó y fue hacia la ventana. La luz de la luna dibujaba el perfil intermitente de las nubes arrastradas por la tramontana a una velocidad increíble. J. B. pensó en el ventanal de su altillo y en la ventana del baño que siempre dejaba abierta. La casa estaría helada, así que ¿qué prisa tenía?, pensó mientras en el aparcamiento los coches hacían cola para salir. Lo que necesitaba era poner orden. Puede que lo mejor fuese empezar por lo habitual: familia, trabajo y aficiones. Miró la hora y caminó hacia la pizarra blanca. Eso le ayudaría a ordenar las ideas. Destapó uno de los rotuladores y cerró los ojos para trazar un mapa mental antes de empezar a escribir.
Por una parte, estaban Santi y su hermana, que vivía en Barcelona. J. B. anotó: ver si estaba casada. Lo único innegable era que ambos ganaban con la muerte de Jaime Bernat. Luego habría que averiguar si alguno de los arrendatarios estaba descontento o pendiente de renovación. De eso podía ocuparse Desclòs. Aunque no fuese muy fiable, siempre podía preguntar luego él por su cuenta, sin descartar que Montserrat, o alguno de sus numerosos contactos familiares, pudiesen también echarle una mano. En cuanto a las aficiones del muerto, parecía evidente que el CRC era la principal. Ver si tenía otras.
Montserrat le había comentado que el ex comisario podía guardar en sus archivos el dossier del CRC que no había encontrado en el almacén, junto con otros muchos documentos de los años que había pasado al mando de la comisaría. Bien, por lo menos estaba en manos amigas. Marcó el número de Miguel, pero no obtuvo respuesta. Seguro que estaba en el Insbrük, pues los miércoles y viernes había partida y él era de los fijos. El bar le recordó que aún no se había disculpado con Gloria. No podía acercarse por allí sin hacerlo porque, si coincidían, cualquier cosa que dijese parecería una mala excusa. Buscó en el primer cajón su tarjeta y, antes de marcar, grabó el número en el móvil nuevo.
Dos minutos después se sentía casi en paz con el mundo. Gloria le había respondido que intentaría pasarse por allí después de la cena que tenía a las nueve. Le había telefoneado algo encogido, esperando algún reproche. Sin embargo, lejos de recriminarle nada, ella en seguida había comprendido lo de su madre. Yo también tengo una madre, le había dicho, y estas cosas pasan. Y J. B. pensó que con la forense todo era de lo más fácil. Cada vez tenía más claro que no podía estropear la relación con alguien así por echarle un polvo. No señor. Lo peor era que no se le ocurría nadie con quien resolver su «inactividad».
Acabó de anotar lo que sabía del caso y, antes de irse, le dejó un mensaje a Desclòs para que se ocupase de averiguar si las ruedas de los vehículos de la veterinaria y las marcas del cadáver de Jaime Bernat coincidían. Luego redactó el informe de ambos registros para Magda y, cuando salió del despacho para dejárselo a Montserrat, la secretaria ya había acabado su turno.
A las diez aparcaba la moto en la plaza de la iglesia. Tenía náuseas. Por no salir de comisaría había ido picando, y tanto Solano le había dejado el estómago revuelto y la lengua como un cartón. Necesitaba algo caliente y salado. Metió los guantes en el casco, se lo colgó del brazo y se dirigió al Insbrük. Con el rabillo del ojo vio la puerta cerrada del supermercado y le vinieron a la mente la nevera vacía y el último envase de pasta que había tirado hacía un par de días. Por suerte, eso no era lo único que le aguardaba en casa. También estaba ella, su niña, tranquilita en el taller a la espera de recibir las piezas. Durante un instante se preocupó por el dinero. Aunque en El Edén siempre hubiese algo que llevarse a casa, esa comodidad suponía dejarse el sueldo en comida y, con lo que le había advertido la señora Rosa que le costarían los nuevos cuidados de su madre, habría que empezar a recortar.
Abrió la puerta del bar y dejó paso a dos chicas. Sus sonrisas y cuchicheos le recordaron a Tania y casi de inmediato se animó. Ésa sí era una buena idea, sin compromiso, sin una amistad de por medio que echar a perder. Decidió que por la mañana le preguntaría a la camarera de El Edén dónde podía encontrarla, y ya se vería.
Entró de buen humor en el bar y echó un vistazo rápido a la barra y al resto de las mesas. Ninguna cara conocida… Seguro que Miguel ya estaba abajo. Se dirigió a la escalera mientras hacía inventario: había tres tipos a la izquierda, dos Estrellas, una jarra y dos platos de bravas; también una pareja esperando y, en la zona de los camareros, un chaval de unos veintipocos que cargaba la bandeja con cuatro jarras, una coca-cola y otras tres de bravas. Mientras iba al piso inferior camino del billar repasó mentalmente la lista.
Aún no había acabado de bajar la escalera cuando vio a los hermanos Salas en una de las mesas del fondo con un grupo de jugadores. Se detuvo un instante y se concentró en memorizar lo que había sobre las mesas, así como el vestuario y los rasgos físicos de los tipos que les rodeaban. No le llevó más de cinco segundos anotar mentalmente todo lo que había en la mesa de los Salas. Luego, siguió bajando la escalera mientras, con la mirada perdida en el suelo, volvía a repetirse los datos que acababa de registrar. Al llegar a la mesa hizo un par de comprobaciones y sonrió para sí.
Con los dardos en la mano, Tato parecía discutir con un tipo sobre el juego mientras los demás observaban con atención a Miguel, que escribía en unos papeles sobre la mesa. J. B. echó un vistazo alrededor. En la mesa de al lado todos escuchaban a alguien que hablaba gesticulando. Él la reconoció al instante. Se trataba de la ayudante de Gloria, la chica de las rastas que había ido en la ambulancia a recoger el cuerpo de Jaime Bernat. J. B. buscó al chico que llevaba la camilla con ella, pero no lo vio. Gloria, sin embargo, sí estaba sentada al lado de la chica y la observaba bracear con una sonrisa boba en el rostro. J. B. apoyó el puño cerrado en el hombro de Miguel. Él se volvió un instante, le hizo un guiño y señaló con la barbilla en dirección a un taburete libre. Luego continuó escribiendo. Tato seguía con atención las explicaciones del tipo con el que hablaba y le sonrió fugazmente desde lejos. J. B. buscó dónde dejar el casco para ir a por algo de comer. En ésas lanzó otra mirada a la mesa de al lado.
La chica de las rastas le hizo un gesto y Gloria se volvió hacia él. Sus ojos se encontraron. La forense sonrió y se levantó. Se acercaron el uno al otro. Gloria le dio dos besos acompañados de unos golpecitos suaves en el hombro y le preguntó por su madre. J. B. se encogió de hombros sin saber qué responderle. De repente, la culpabilidad por no haber ido a verla, y el miedo a provocar el rechazo de Gloria en cuanto le nombrase el asilo, le sujetaron la lengua y sólo fue capaz de sonreírle y soltar un tímido bien mientras hundía la mano libre en el bolsillo del vaquero.
Sin saber qué decir, J. B. miró hacia las otras mesas. Rebosaban platos apilados con restos de salsa y vasos casi vacíos. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo tarde que era y de lo cansado que estaba. Dejó el casco al lado de Gloria y le susurró en la oreja que iba a buscar comida y una Moritz.
Al poco de estar esperando en la barra apareció Miguel.
—Te he inscrito en nuestro equipo. Salimos de cabeza de serie.
J. B. se pasó las yemas de los dedos por los párpados para desentumecerlos y le miró de reojo.
—Esto no es el Arrow, tío, aquí somos los reyes. Por cierto, la inscripción son treinta euros. —J. B. enarcó las cejas—. Ya, esta vez pagas tú y la próxima yo me hago cargo. Por cierto, tienes mala cara, macho. ¿Va todo bien?
J. B. sonrió para sí. El viejo Salas, siempre sin blanca. El valle empezaba a ser como estar en casa. De repente, recordó a la veterinaria bajando de su coche y se preguntó qué sabría su amigo sobre el registro de esa tarde. El muy cuco no soltaba prenda, pero se veía a la legua que no había subido por los treinta euros. J. B. le miró. O puede que sí. Miguel le hacía señas al camarero para que le trajese una Moritz. Si la intuición no le fallaba, las cosas iban por ahí. J. B. decidió anticiparse.
—Bueno, ha sido un día entretenido. Por cierto, esta tarde te he visto cuando dejabas a la veterinaria en su finca.
—Sí, hoy hemos hecho la mudanza de Tato, y Dana ha venido a ayudarnos.
Miguel hizo una pausa que J. B. respetó.
—Me he enterado de lo del registro. Pensaba que Bernat había muerto de un infarto…
—Eso concluía la autopsia, pero los tóxicos dicen otra cosa, así que parece que al final hay caso.
El camarero se acercó a J. B. y éste le pidió dos Bratwurst y un Agua de Moritz como la que había pedido Miguel. El tipo abrió una de las neveras que había bajo la barra y clavó las botellas delante del sargento para destaparlas con la otra mano.
—¿No creerás que fue ella? —apuntó Miguel con incredulidad cuando el camarero se hubo alejado.
J. B. cogió la botella y bebió un sorbo sin responder. Era fácil darse cuenta de lo que le pasaba a Miguel con la veterinaria. Tampoco había que ser muy listo. Afortunadamente, su amigo aún no le estaba pidiendo nada. Y por el bien de ambos esperaba que no lo hiciese.
—Si te digo la verdad, no era mi primera opción, ni mucho menos. Pero esta tarde he visto varias cosas en su finca que no me cuadran y eso siempre me pone algo nervioso, ya lo sabes.
—Ya… Si puedo hacer algo para ayudar…
J. B. negó con la cabeza.
—No, hay que seguir con la investigación. El caso es que todo lo que tenemos apunta hacia ella.
—Ya… ¿Y no te parece raro?
J. B. se lo quedó mirando.
—No sé, macho, pero creo que te estás dejando llevar por éste —le advirtió J. B. golpeándose el lado izquierdo del pecho con el índice—. Dime, ¿pensarías lo mismo si las pruebas apuntasen a otra persona? Al hijo, por ejemplo.
—¿A Santi?
J. B. asintió y Miguel se encogió de hombros en silencio. Estaba valorando su respuesta y el sargento intentó en vano tranquilizarle.
—Nada de lo que hay es concluyente, tranquilo. El único problema es que «la doña» tiene prisa. La verdad, he visto a poca gente con menos escrúpulos.
—Eso es lo que me preocupa, que estén fabricando un culpable. Si tuviese que preocuparme, ¿me lo dirías?
J. B. asintió sin mirarle. El problema se estaba acercando como una gran ola, y J. B. lo veía venir. Joder.
El camarero dejó los bocadillos en la barra y J. B. le ofreció uno a Miguel antes de hincarle el diente al suyo. Pero su amigo permanecía ausente, con la mirada clavada en un punto indefinido de la barra.
J. B. saboreó el Bratwurst mientras estudiaba de reojo a Miguel. Eso no le pasaría en la vida: colgarse de alguien tanto como para que afectase a su profesionalidad o pasar por el apuro que mostraba la cara de Miguel. No, eso no iba a pasarle. Porque él sabía mantenerse a salvo de ese tipo de peligros. No se implicaba, escogía a las tías con un criterio bien distinto y siempre con sus tres normas grabadas a fuego en el entendimiento: primero, no más de cinco noches; segundo, él se ocupaba siempre de la seguridad; y, por último, las dos reglas anteriores no admitían ni una excepción.
Cuando oyó de nuevo su voz, supo que no le dejaría comer en paz.
—Mira, ella es como… una hermana, y te digo que no mataría ni una mosca. No vas a dejar que manipulen el caso, ¿verdad?
J. B. se encogió de hombros, pero de inmediato pensó en la verdadera hermana de Miguel y en que de ésa sí que no se fiaba ni un pelo. Recordó su encontronazo en la finca, al empezar el registro, y que Desclòs la había oído amenazarle. Suerte que el caporal era un imbécil y que no le importaba nada lo que pensase. Pero si lo hubiese ninguneado delante de los otros agentes, o del secretario, la hubiese tenido que poner en su sitio. Aunque esta vez no iba de punto en blanco como las otras veces que la había visto y llevaba el pelo recogido —lo que la hacía parecer menos peligrosa—, la letrada imponía lo suyo. Y eso que, por un momento, cuando había sabido lo de la digoxina, la había visto atraparse… Aun así, no iba a ser fácil llevar el caso con ella enfrente. J. B. echó otro trago de la botella antes de responder a Miguel.
—Mira, tío, lo único que sé es que la investigación está en marcha, que no tenemos nada concluyente y que lo mejor será que dejes de preocuparte antes de tiempo.
Mientras hablaba, había notado un pellizco en la espalda y se volvió, sorprendido.
Tania le miraba. Aún tenía la mano en la cintura de sus vaqueros y en cuanto le sonrió se le echó encima para estamparle dos besos, como la última vez. Y, como entonces, le sorprendieron la turgencia de sus pechos y el ímpetu del contacto. Acababa de alegrarle el día, la noche y el cuerpo. Además…, era ella. Estaba cantado. J. B. amplió su sonrisa y le presentó a Miguel. Cuando Tania saludó a su amigo lo hizo con la misma energía. Miguel enarcó las cejas y J. B. soltó una carcajada. Ella era justo lo que andaba buscando.
Tania llevaba unos vaqueros negros ajustados y una camisa del mismo color que con cada movimiento dejaba a la vista el piercing del ombligo y un canalillo soberbio en el que daban ganas de meter la nariz y morder. Ninguno dio un paso por moverse de allí, así que se quedaron los tres charlando en la barra.
Era la primera vez que Tania entraba en el Insbrük porque había oído que era un bar de moteros y carcas. Miguel la miró muy serio intentando contener la sonrisa y le confesó que él llevaba quince años yendo un par de veces por semana y que jamás había visto a ningún carca por allí. Mientras hablaban, ella había vuelto a poner la mano en la cintura de J. B. y le pellizcaba la piel con suavidad a través de la camiseta. Silva bebió otro trago de la Moritz. Esa mano cálida le hacía sentir bien. De hecho, prácticamente se había olvidado del bocadillo. Repasó a la chica de arriba abajo intentando no detenerse en la zona de los pechos. Pero le costó, y empezó a tener prisa por salir de allí. No era de extrañar que las mesas en las que había sólo tíos no le quitasen el ojo de encima. Los vaqueros se le ajustaban como un guante y cada poco se cambiaba la melena mechada de posición con un movimiento que hechizaba. Entonces notó que se echaba un poco hacia adelante y cogía el botellín. Tania le preguntó si era suyo justo antes de beber de la botella, pero ni siquiera esperó la respuesta. Los dos la observaron mientras bebía, luego se miraron y J. B. le guiñó un ojo a Miguel. No tenía la sensualidad de Gloria, pero el par de tetas lo compensaba todo, así que decidió que las señales eran lo bastante claras como para no andarse con rodeos.
Sacó uno de veinte y se lo mostró al camarero. Mientras esperaba el cambio pensó que le ofrecería acompañarla a casa, y en eso estaba cuando detrás de Miguel apareció Gloria y dejó su casco en la barra. Al instante, el sargento vio cómo sus ojos se clavaban en el gesto cómplice y posesivo de la mano de Tania, y luego la forense le echó un repaso a la perfumera que le dejó descolocado. Las presentó y Gloria avanzó unos pasos para darle dos besos. J. B. contemplaba el saludo imaginándose si podría con las dos cuando Tania volvió a pellizcarle y, dirigiéndose muy seria a Miguel, le preguntó si el sargento era de fiar. J. B. le lanzó una mirada de advertencia y Miguel se apoyó la mano teatralmente sobre el pecho antes de asentir.