Finca Prats
Cuando Dana empezó a oír voces en la entrada, los agentes llevaban más de una hora en la finca. Kate estaba fuera. Había salido para llamar al fiscal, o algo parecido, y ella seguía en la cocina con todos los aparatos en marcha. Estaba cocinando para una semana, la única forma que se le había ocurrido para permanecer en la casa y conservar la calma, estar ocupada para no obsesionarse con que varios pares de manos extrañas toqueteaban sus cosas mientras varios pares de ojos desconocidos tenían acceso a su intimidad. El golpe de la puerta de la cocina al cerrarse la sobresaltó, y se dio la vuelta dispuesta a increpar a Kate por no ser más cuidadosa.
Pero quien estaba en el umbral con las botas sucias y una mirada de perro apaleado bajo el sombrero vaquero era Chico Masó. El instante de silencio se prolongó y Dana dibujó una sonrisa silenciosa con el pecho contenido. Ahogó un sollozo mientras encogía un hombro, como si en realidad no le importase nada de lo que estaba sucediendo. Él le devolvió una mueca y avanzó un paso hacia ella. Su lenguaje corporal era evidente y Dana leyó su oferta. Pero no era un abrazo lo que necesitaba, ni más frentes abiertos de los que ya tenía. Los avisos por carta del banco hacía demasiado que se amontonaban en el primer cajón; y el miedo, que la atenazaba con cada nueva llamada, se le hacía muy difícil de soportar. Además, la casa se había llenado de policías que estaban hurgándolo todo, violando su intimidad y la de sus antepasados, y únicamente por las habladurías de la gente. Temía que encontrasen las cartas y que alguno se fuese de la lengua. Entonces todos empezarían a hablar de los problemas de la finca, y si eso llegaba a oídos de los granadinos ya podía despedirse de la oferta, porque seguro que la rebajarían. Tenía mucho en lo que pensar. Intentando que su voz sonara firme, le pidió a Chico que no se preocupase, que Kate la ayudaría con el caso Bernat… Y se guardó para sí el problema para el que no era capaz de encontrar solución. Le sonrió y se dio la vuelta en el taburete para seguir batiendo la mezcla del bol. Cuando oyó la puerta a su espalda, cerró los ojos y las lágrimas brotaron sin control.
Deseaba dormir o desaparecer. Por favor, estoy tan cansada, susurró pensando en su abuela. Cogió aire e intentó calmarse. Las voces del salón llegaban a través de la puerta de la cocina. Al abrir los ojos se dio cuenta de que estaba llorando sobre la crema de calabaza y se secó las mejillas con la manga.
Ahora ya no podía hacer nada para evitar que lo encontrasen todo y descubriesen su secreto. Sólo esperaba que no diesen con la caja donde guardaba las escrituras y el contrato de la finca. Suspiró pensando en lo largo que se le estaba haciendo el día y en el sabor rancio y pastoso que no podía expulsar de su boca desde que había visto a los cuatro policías esperándola. Y aunque apenas habían pasado unas horas, la mudanza en casa de Tato le parecía ahora algo de otro siglo.
Miguel la había acompañado a casa en silencio, aún molesto por su negativa a la oferta de la semana anterior. Pero ella sabía que no podía aceptar algo así sin hablar con Kate, porque no se lo perdonaría. Y que si le contaba la situación, tendría que oír sus críticas y aceptar su ayuda. Cosa que tampoco quería. Estaba decidida a no ser una carga para nadie, y menos aún para ella. Además, Miguel era muy impulsivo y seguro que había hecho la oferta sin pensarlo dos veces. Dana era consciente de eso. Sospechaba que en realidad él no contaba con el dinero que le había ofrecido y tampoco iba a permitir que hiciese algo de lo que pudiese arrepentirse. Porque eso las convertiría a ella y a la finca en un lastre injusto para él. Había accedido a pensarlo para no herir su orgullo con un rechazo inmediato, pero sólo había una respuesta posible a su oferta. Desde entonces únicamente habían hablado cuando la llamó a raíz de la fiesta del ex comisario, cuando ella le devolvió la llamada para anular el encuentro y apenas durante la mudanza. Pero era fácil ver que él se mostraba distante, e incluso había notado varias veces que la evitaba. También en la mesa, cuando le había confirmado la decisión de la venta de los sementales al ex comisario, Miguel había permanecido mudo. Pero luego había querido acompañarla a la finca. Entonces Dana pensó que sería un buen momento para hablar y durante el trayecto intentó reunir valor para confesarle que había pensado en esa solución, pero que no podía aceptar. Sin embargo, al final no se había decidido a hacerlo. De modo que ahora temía que cada nuevo encuentro los pusiese a ambos en una situación demasiado tensa. Aunque, conociéndolo, esperaba que pronto apareciese en su vida otro proyecto que le sedujese lo suficiente como para olvidarse de ella.
Dana se apoyó en el taburete alto y dejó el bol y el batidor sobre la mesa con un cansancio tremendo en los hombros. Y los dejó caer.
Añoraba los brazos firmes de la abuela alrededor de su cintura, sus ojos claros y tranquilizadores. Cerró los suyos y aspiró buscando el aroma suave de lavanda que la hacía sentir tan segura. Pero la calabaza y las especias invadían la atmósfera de la cocina y anulaban el olor. De repente, tuvo frío. Eso era una señal: tal vez la abuela había decidido intervenir y rescatarla para que pudiese descansar de una maldita vez. Pero al abrir los ojos lo primero que vio fue la pequeña ventana de la despensa abierta y decenas de gruesas gotas de lluvia entrando en la casa con el vendaval. Se levantó para cerrarla. Su vida barrida por un tsunami. ¿Acaso no era eso lo que estaba ocurriendo?
Y un inesperado escalofrío le recordó lo mucho que estaba a punto de perder.