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Das, calle de la Torreta, 1

En la plaza de la iglesia de Das empezaba a lloviznar. Kate dudó un instante si aparcar en la zona habilitada e ir andando, o entrar en el camino de la Torreta con el coche y continuar hasta el cementerio. Un vehículo desconocido no llamaría la atención como lo haría la nieta del comisario husmeando en su antigua casa bajo la lluvia. Dobló la esquina y le sorprendió el muro de piedra que ahogaba el camino. Hacía que fuera imposible ver la parte izquierda del valle. Sonrió con ironía. Conocía bien la amenaza de ese muro desde que era una niña, desde que, cada vez que jugaban allí, el dueño de Ca n’Anglès les mandaba al guarda para alejarlos de su propiedad. Al final se había salido con la suya. De nuevo, el poder inconmensurable del dinero.

Mientras inspeccionaba con atención la imagen de la Torreta, una punzada de nostalgia le trajo recuerdos adolescentes de soledad y añoranza. La tristeza acurrucada en algún rincón profundo y escondido de su memoria parecía acecharla siempre para volver a escena. Permaneció dentro del coche, contemplando la casa mientras una lluvia suave y persistente se apoderaba de los cristales.

Desde donde estaba, aparcada a mitad del camino, podía ver el tejado del cobertizo de su padre, en el patio trasero de la casa. Al final del camino aún se alzaba la construcción en la que habían pasado tantas horas jugando: la torre piramidal de vigilancia del siglo XIX a la que todos llamaban la Torreta. Le reconfortó ver que la estructura de la base se mantenía firme y resistente a las inclemencias.

Cal Noi, la casa donde había nacido, continuaba vigilando la torre como la madre protectora y distante de un adolescente. Sin embargo, a ella sí se la veía perjudicada por el tiempo. La lluvia remitió y Kate decidió aprovechar la tregua para salir del coche y acercarse a la parte trasera de la casa.

Sus ojos detectaron de inmediato la rotura del murito de piedra por la que solían entrar y salir a escondidas. Antes de colarse en la era colindante para acceder a la parte de atrás, estudió la fachada principal. En algunas zonas estaba descascarillada, y la madera envejecida de los pórticos le daba el aspecto frío y desangelado de los edificios vacíos. Pero a ella no podía engañarla esa apariencia, porque sabía que la casa sólo estaba esperando, serena y regia, a volver a llenarse y revivir de nuevo con las voces y los pasos de otros niños. Igual que cuando ella vivía allí con sus hermanos, cuando todo era distinto fuera y dentro de esas paredes agrietadas de yeso pintado. Esa época feliz en la que jugaban partidas de ajedrez interminables sobre las alfombras de la sala. Sonrió, probablemente las marcas de las piezas que arrojaba Tato cuando perdía seguían en sus paredes. O la habitación azul del edredón de cuadros que habían confeccionado juntando los delantales de su madre. O el cobertizo de la parte trasera del patio, en el que pasaban las tardes de domingo arreglando motos antes de salir a dar una vuelta todos juntos. Kate constató una vez más que sólo tenía conciencia de haber encajado por completo en ese lugar. Mientras la entristecía que todo hubiese cambiado tanto, la Fuga de Bach rompió el silencio.