Finca Prats
Lo único bueno de Desclòs seguía siendo que no discutía las órdenes. Por lo menos, no en voz alta. Hasta parecía haberse puesto las pilas. Durante la mañana había confirmado la llegada de la botella de coñac al laboratorio, tal como él le había ordenado, e incluso había tenido tiempo de entregarle al secretario del juzgado de instrucción las peticiones que había redactado tras el registro de los Bernat.
De camino a la finca de la veterinaria, J. B. planeaba googlear sobre la digoxina esa misma noche para saber más sobre el compuesto que había acabado con la vida de Bernat. El cielo del valle permanecía encapotado de forma irregular. Habían salido de la comisaría con el sol nítido que sucede a una buena lluvia y con una atmósfera limpia y fresca. Pero desde Alp la luz había menguado progresivamente y en Santa Eugènia parecía casi de noche. Sacó un Solano verde del bolsillo y, mientras hacía una bolita con el envoltorio, el sabor mentolado se difundió por su boca. Al final lanzó la bolita al suelo ignorando el vehemente gesto indignado del caporal.
Cuando llegaron a la casona de la finca Prats, el exterior mostraba un aspecto abandonado, con el aparcamiento vacío y el suelo sembrado de hojas del enorme sauce. Aparcaron los dos coches patrulla y empezaron a caer las primeras gotas. Desclòs propuso que se acercasen a los establos mientras los dos agentes de refuerzo se quedaban de guardia a la espera de que llegaran la veterinaria y el secretario del juzgado.
La mención de los establos le recordó a J. B. el encontronazo con la hermana de Miguel. No tenía ningunas ganas de encontrársela y le fastidiaba andar preocupándose de que lo desautorizase delante de los demás. Sólo esperaba poder hacer su trabajo tranquilo, sin incidentes. Además, aún le duraba el cabreo al pensar en la bronca de la comisaria y en el funeral, porque estaba seguro de que no había sido el ex comisario el que se había ido de la lengua.
Apenas unos minutos después vieron llegar el Fiat blanco del secretario. Tras él, parado en el exterior de la entrada de la finca, J. B. descubrió el todoterreno de Miguel y a la veterinaria, que salía de él bajo la lluvia.