La Múrgula, Alp
Kate aparcó el coche en batería frente a La Múrgula, la tienda de comidas preparadas de Alp, y mandó un whatsapp a Miguel para saber exactamente cuántos serían el domingo. Por el retrovisor descubrió que dentro de la tienda esperaban un par de clientas. Kate conocía a la dueña, una mujer menuda y rellena con un moño hueco en la coronilla, y había ido a la escuela con su hija Ángela, a la que más de una vez había defendido de las burlas de los compañeros por su obesidad. La BlackBerry se iluminó dentro del bolso y la cogió.
Luis había hablado con el secretario del aplazamiento y le habían respondido que el juez sólo lo concedería si la petición se cursaba con el acuerdo de ambas partes. Cuando Kate colgó, le hervía la sangre. Pero ¿qué pasaba con ese maldito juez? Pedir un acuerdo con la Fiscalía era, cuando menos, un despropósito. Si quería denegarle el aplazamiento, por lo menos podría haberle echado arrestos… En el primer instante estuvo tentada de llamar a Paco y contárselo, pero no convenía quemarle con algo que ella misma podía resolver; en cualquier caso, lo más importante era conseguir que las pruebas se desestimasen. Además, acababa de ordenarle a Luis que le remitiese el teléfono del fiscal. Y después le había colgado, no sin antes apuntar que ella se ocuparía de hablar con Bassols, ya que por lo visto él no había sido capaz ni siquiera de conseguir un simple aplazamiento.
En la tienda, las dos compradoras continuaban hablando con la propietaria. Cuando Kate entró, aún con el ánimo encendido, las tres enmudecieron a la vez y el espacio se llenó de un tenso silencio hasta que dos de ellas empezaron a cuchichear. Kate olvidó la irritante petición del juez al sospechar que estaban hablando de ella. Puede que la hubiesen visto aparcar o, peor aún, que comentasen su ridícula actuación en el entierro de su padre. Saludó a la propietaria y fingió buscar algo en uno de los expositores de cristal. Su reflejo la hizo ser consciente del aspecto tras la mudanza y se arrepintió de no haber pasado por la finca para cambiarse. Claro que allí tampoco hubiese encontrado nada limpio que ponerse… Se lamentaba por no llevar su chaqueta de paño cuando recibió un mensaje. Era Miguel; 102 invitados. Dudó si volver al coche para confeccionar la lista de lo que quería y ahorrarse los cuchicheos. Pero cambió de opinión y buscó en el bolso el bolígrafo negro. No se lo iba a poner tan fácil a esas cotillas. Se sentó en una de las mesas y cogió una servilleta para anotar el pedido.
Mientras tanto, las mujeres habían reanudado la conversación. Comentaban la muerte de Bernat. Cuando Kate fue consciente de ello, buscó el cristal y le dedicó una sonrisa mordaz a su propia imagen. Idiota, no están hablando de ti. Estar aquí te vuelve obsesiva. Vamos, céntrate en la lista de una vez.
Pero, en cuanto una de las clientas mencionó la enemistad entre las dos familias, sus músculos se tensaron y constató que no estaba paranoica. Hablaban de la casualidad que suponía haber hallado el cadáver tan cerca de las tierras de la finca Prats.
Kate supo que si seguían por ese camino le costaría controlarse. Así que acabó la lista y escribió en ella su número de móvil, su nombre, la dirección del abuelo y la hora a la que tenían que llevar el pedido a la casa. Luego pidió permiso y, sin esperar respuesta, se la dio a la propietaria. Cuando ya se iba, oyó que una de las mujeres comentaba que habían puesto a la venta una de las casas más antiguas de Das, Cal Noi. Y, en ese momento, sintió como si una mano invisible le estrujase el corazón.