40

Barrio de Capdevila, Prats

Hacía siglos que Kate no se levantaba al amanecer, y el mal humor le duró hasta que apreció el aroma de café que subía de la cocina para despertarla. Lamentaba haberle comentado a Dana en la cena que su despacho en la octava no estaba listo. Y aún más haberse dejado convencer para quedarse. Y es que, la verdad, no veía la necesidad de empezar una mudanza cuando ni siquiera había amanecido. Además, la casa estaba gélida y encima ya no le quedaba nada que ponerse. El traje, ni pensarlo; el cuello cisne llevaba dos días en danza, y lo único que tenía era su ropa de pilates, que llevaba siempre en el maletero del coche, y que a varios grados bajo cero no iba a servirle de mucho.

Salió de la habitación, caminó encogida hasta la cómoda del rellano y empezó a abrir los cajones. Estaban repletos de ropa interior de gomas dadas y un algodón grueso que, comparado con la microfibra actual, parecía esparto. Camisetas viejas de tallas increíbles y vaqueros en tonos raros y medidas imposibles. Miró las etiquetas y, a medida que constataba que nada iba a servirle, fue desapareciendo el frío de su cuerpo y empezó a acalorarse. Seguro que era idea del abuelo. Había que joderse con los horarios. Siempre como si fuesen a perder el tren. De pequeña ya se había hartado de llegar al cole cuando los otros niños ni siquiera habían salido de casa. Como en el maldito ejército.

Al final eligió una camiseta blanca de manga larga con la intención de aprovechar los vaqueros que ya había usado tres días. Pero en seguida se dio cuenta de que su excursión nocturna a la era Bernat los había dejado inservibles. Volvió a la cómoda y, mientras exploraba el tercer cajón, encontró unos Fiorucci con el tiro alto de los noventa. Tuvo que tumbarse en la cama para poder subirse la cremallera. Dios, ¿es que nadie pensaba encender la calefacción? Evocó con nostalgia su piso de Barcelona y el armario, y volvió a sentir la frustración por sentirse arrastrada de nuevo a hacer algo que no quería.

Asco de semana, se estaba convirtiendo en un paseo por el pasado que no había pedido, que no quería dar. Continuó buscando y en el último cajón descubrió la sudadera azul de la universidad. Tiró de ella. Bien, por lo menos la parte superior no le daría problemas. Hasta podría llevar el botón de los pantalones desabrochado y nadie se daría cuenta. Acabó de cerrar los cajones y empezó a bajar la escalera. De camino a la cocina se recogió el pelo con una gran pinza y en el último rellano tuvo una fuerte sensación de déjà vu. Había hecho lo mismo cientos de veces, cada vez que se les pegaban las sábanas y la viuda les daba el último aviso. Acarició con las manos ambos lados de la cabeza para asegurar todos los mechones. El pelo se le iba a poner hecho un asco, y la ropa también. Pero ¿cómo podía prever que le esperaba la mudanza del artista?

Así era como Kate llamaba a su hermano mediano, dos años mayor que ella. Desde pequeño, Tato Salas había mostrado un don con la madera y eso, junto con el hecho de haber dejado embarazada a su novia de dieciséis años en el instituto, le había condicionado la vida. Pero también le había librado de que el abuelo le metiese de cabeza en la academia de capacitación, como a Miguel. Ahora Tato llevaba algunos años trabajando por su cuenta como carpintero y ebanista, desde que el dueño de la empresa que le ofreció el primer empleo —un buen amigo del abuelo— le prohibió hacer trabajos por su cuenta. Ese mismo día, Tato decidió que nadie iba a decirle lo que podía hacer y dejó la empresa. El año siguiente compró la vieja rectoría de un barrio de Prats, y ahora se mudaba definitivamente, harto de pagar un alquiler mientras proseguía con unas reformas interminables.

Abajo, en la cocina, Dana había preparado un desayuno para camioneros. Kate se lo dijo y la veterinaria levantó la vista de su tostada un instante. Kate la observó untar una segunda capa de mantequilla y esparcir miel por encima con la cuchara. Resopló. Siempre había envidiado el metabolismo de las Prats. Maldita genética. Dana puso la tostada en el plato de Kate y ella frunció el ceño.

—Hoy lo vamos a quemar —afirmó animosa.

—Lo dirás por ti, guapa, que llevas la misma talla desde los quince.

Dana negó con la cabeza.

—Eres una exagerada. Veo que has abierto la cómoda.

Kate asintió, consciente por primera vez de que el botón de los pantalones corría el riesgo de explotar.

—Nunca te ha sentado bien madrugar. Anda, come o llegaremos tarde.

Kate se sentó en el taburete, delante de Dana, y lanzó un suspiro sin apartar la mirada del plato. Dana sólo tomaba infusiones y tés, pero sobre la mesa había una taza con dos expresos recién hechos. Se sirvió una sacarina y un chorro de descremada. El primer sorbo, largo y caliente, ya le reconfortó el cuerpo.

La rectoría de Tato era un edificio antiguo que colindaba con la pared norte de la pequeña capilla del barrio de Capdevila, en el término municipal de Prats i Sansor. Llevaba seis años en obras. En la planta baja había tirado paredes para dejar un salón de un solo ambiente con cocina vista. Arriba, las tres habitaciones eran bastante grandes y el baño, con suelo y techo de madera, conservaba la pila de mármol blanco original. Los muebles, todos de madera con filigranas talladas, eran obra suya, incluso las camas con dosel, copiadas de un ejemplar de El Mueble que le había comprado Nina, su hija adolescente.

Abajo, en la parte trasera de la casa, al fondo del comedor, había colocado dos grandes puertas correderas de cristal que daban al jardín, una zona de unos noventa metros cuadrados rodeada por una antigua valla de piedra de casi dos metros de altura. Aparte del césped, la única planta era un ciprés enorme en la esquina que colindaba con el pequeño cementerio del pueblo.

Kate empleó toda la mañana en colocar muebles con Tato y limpiar a fondo las habitaciones, mientras su sobrina Nina y el ex comisario abrían las cajas y colocaban sus pertenencias en las estanterías del piso de abajo.

Hacia las doce, Nina le subió una coca-cola zero y la pilló contestando un correo procedente del despacho. Kate le hizo señas para que se la abriese. Cuando acabó con el correo se metió la BlackBerry en el bolsillo y se sentó en la cama, al lado de su sobrina.

—¿Hace mucho que la tienes?

Kate le sonrió e hizo un gesto de brindis con su lata.

—¿La BlackBerry? —preguntó mostrándosela.

Nina asintió sin quitarle el ojo de encima al aparato.

—Es la tercera. Debo de llevar casi un año con ésta. ¿Quieres echarle un vistazo?

—Me encantan las metalizadas, son más lujosas —respondió aceptando la oferta—. Pero yo la quiero blanca, es más cool.

Kate se echó a reír.

—Seguro, pero yo la uso para trabajar y me la dan en el bufete, así que no puedo elegir —mintió.

—¿Me la dejas un rato?

Kate negó con la cabeza y Nina se encogió de hombros.

—Es del trabajo, ya lo sabes. Venga, voy a ver si acabo con esto y bajo a ayudaros.

—Nosotros ya lo hemos colocado todo. El abuelo siempre tiene mucha prisa.

—Ya…

Kate le mostró dos trapos.

—Puedes elegir: ¿polvo o cristales?

Nina enarcó las cejas y sopló.

—Polvo —aceptó cogiendo el trapo de algodón.

Se levantaron para volver a sus tareas, pero Nina se detuvo en la puerta.

—Cat…

Kate frunció el ceño sorprendida de que la llamase como Dana.

—Dime…

—Esa sudadera… Me gustaría una igual.

—Si la lavas después, es tuya.

—Guay.

—Es de la facultad. Por cierto, ¿ya sabes lo que vas a estudiar?

Nina dudó un instante y volvió sobre sus pasos para sentarse de nuevo sobre la cama. Entonces empezó a alisar el edredón con la palma de la mano, como si fuese un momento importante, pero a Kate le dio más bien la impresión de que no sabía qué decir.

—Mamá quiere que estudie el bachillerato y vaya a la universidad. Turismo o Magisterio. Pero no sé.

Kate la vio encogerse de hombros e intuyó malas noticias.

—Me gusta bastante la peluquería, así que igual me apunto a algún módulo.

A Kate empezó a hervirle la sangre.

—Pero ya estás en cuarto, ¿no?

Nina asintió. Seguía concentrada en la colcha.

—Tienes que hacer el bachillerato y la selectividad, así podrás elegir. Si no, siempre te arrepentirás de haber perdido la oportunidad.

Su sobrina seguía sin mirarla, pero ahora trazaba círculos más grandes sobre el edredón que aun acariciaba con la mano. Kate insistió.

—Apúntate al módulo si quieres, pero antes sácate la selectividad. Es mi consejo.

Permanecieron en silencio. Contuvo el impulso de zarandearla para hacerla reaccionar, pero Nina parecía concentrada en contar las flores del edredón. Por fin, la vio cruzar las piernas y suspirar.

—Ya…, pero no sé si tengo ganas. Para llevar la peluquería no necesito estudiar tanto.

—A no ser que quieras cerrar en cuanto entierren a la última clienta de tu madre —sentenció Kate intentando ocultar su irritación.

Nina levantó la vista intrigada. Y Kate se alegró de ver por fin alguna reacción.

—Vamos a ver, ¿a la peluquería de tu madre quién va? Los del pueblo, las mujeres mayores a las que ya peinaba tu abuela, ¿no? ¿A cuánta gente de tu edad le has lavado la cabeza últimamente? Estoy segura de que van a esa franquicia que inauguraron hace tres o cuatro años. ¿Cómo se llama?

A Nina le vino a la cabeza la cantidad de veces que su madre había maldecido a los Marfá por haber alquilado el local de la calle Mayor a una conocida marca de peluquerías.

Suspiró.

—Bueno, me voy abajo —resolvió sin moverse.

Cada vez que hablaba con Nina la invadía esa sensación de impotencia que produce la indolencia de los adolescentes. Y siempre se alegraba de no tener que enfrentarse a ello con frecuencia. De hecho, ella misma no había sido fácil de tratar en esa época. Sin embargo, aunque su comportamiento no fuese ejemplar, siempre tuvo claros sus prioridades y objetivos, y en sus decisiones sobre los estudios jamás hubo fisuras. Miró la melena lacia de su sobrina y las Ugg que le había regalado la Navidad anterior, los vaqueros minúsculos y la doble camiseta con el fular a juego. Todo en tonos morados y crudos. Nina continuaba acariciando con la palma de la mano el edredón estampado y Kate se dio cuenta de que llevaba rato con la mente en otra parte. Se puso de pie y empezó de nuevo con los cristales.

—En cuanto acabe, bajo a la cocina, ¿vale? Por cierto, ¿han traído la compra?

—No sé, me parece que no.

Sin darse cuenta frunció el ceño y empezó a frotar los cristales cada vez con más fuerza. Oyó cómo Nina se levantaba de la cama y bajaba la escalera sin prisa. Vaya un futuro, una peluquería de tercera fila, prometedor… Y, encima, a nadie parecía preocuparle. Notó un retortijón y contuvo un eructo. No debía haberse tomado la coca-cola en ayunas, pero acabarían comiendo a las quinientas, porque en esta familia de locos sin ambición nadie planificaba nada. Decidió aprovechar el tiempo limpiando el resto de los cristales con los abdominales contraídos. Ya que se perdía el gimnasio, por lo menos trabajaría un poco la musculatura.

Una hora más tarde, Kate estaba en la planta baja acabando con los armarios de la cocina. Dana apareció en la puerta cargada con varias bolsas y la saludó levantando la barbilla. A esas alturas, Kate tenía la espalda molida y notaba el estómago y la zero en los pies. Necesitaba con urgencia picar algo y las bolsas de Dana le recordaron que estaba todo por hacer. Empezó a irritarse con todos en silencio. Panda de inútiles, era la última vez que decidían por ella.

Dana soltó las bolsas sobre la mesa alta del centro de la cocina y empezó a vaciarlas. Encendió el horno y Kate resopló de nuevo, atenta al reloj de la cocina. Las dos de la tarde, ¿y pensaban cocinar algo al horno? ¡Dios! Se fue directa a la mesa y hurgó con brusquedad en las bolsas. Una pieza entera de lomo, patatas y verduras. Tardarían como poco treinta minutos en tener la comida preparada. Empezaba a dolerle la cabeza y presintió que estallaría como una olla a presión en cuanto alguien abriese la boca. En ese momento vio entrar al abuelo con la misma expresión irritada en la cara.

Ajena por completo a la tormenta que se gestaba a su alrededor, Dana empezó a lavar las verduras y a ponerlas en la bandeja del horno. Kate miró a su abuelo, él alzó la muñeca un instante mostrándole el Omega y le sostuvo la mirada hasta que Miguel, cargado con varias bolsas más, le pidió paso. Entonces el ex comisario desapareció en el comedor tras haber dejado clara la orden.

Kate empezó a vaciar con brusquedad las bolsas que acababa de dejar Miguel. Apiló las bandejas de carne para la barbacoa y las fue abriendo una a una con un cuchillo. Puso un cazo de agua a hervir y echó mantequilla y sal. Abrió un bote de tomate natural triturado e hizo lo mismo en otro cazo, al que tiró media cucharada de sal y el tomate. Llamó a Nina y le pidió que ordenase la compra para que su padre encontrara las latas cuando estuviera solo. Tenía la camiseta húmeda y, en cuanto echó la pasta al cazo de agua hirviendo, el vapor caliente le produjo un escalofrío que la hizo sentir vulnerable, cansada, rabiosa y con ganas de llorar.

La casa había estado abierta de par en par toda la mañana esperando el calor del sol. Pero éste apenas había asomado unos minutos, de modo que los gruesos muros que la aislaban continuaban reteniendo la humedad en el interior. Kate le ordenó a Miguel con malas maneras que cerrase todas las puertas y ventanas, y le dejó delante una bandeja con dos latas de aceitunas, un salchichón y un pedazo de queso con un cuchillo clavado. Llévaselo tú, exigió. Miguel miró a Dana con las cejas en alto y ella se encogió de hombros. Todos sabían a quién se refería.

Dana seguía preparando las verduras con la puerta del horno abierta. Kate la cerró de golpe y apagó el fogón de la pasta. A su lado, Nina cortaba los fresones para el postre con los auriculares puestos, canturreando una mezcla explosiva del DJ francés David Guetta.

Kate cogió los boles con la pasta y el tomate, y los llevó a la mesa sin mirar a nadie. Miguel y el abuelo picoteaban el aperitivo sentados en el sofá, y Tato hacía lo mismo mientras vigilaba la carne de la barbacoa. De regreso a la cocina, un movimiento sospechoso detuvo a Kate en la puerta y se volvió justo a tiempo de ver cómo el abuelo le daba a Miguel dos billetes de cincuenta que su hermano se introdujo de inmediato en el bolsillo trasero del vaquero. Como de costumbre, Miguel era el único que no trabajaría gratis. Seguramente el abuelo creía estar haciéndose cargo de la cuenta del súper, pero a ella no podía engañarla, estaba segura de que Miguel habría extraviado oportunamente el ticket. La rabia le relampagueó el ánimo. Desde los diecisiete, a ella jamás le había pagado nada. Las clases de repaso que daba a sus compañeros en el colegio, y las de hípica que le pagaba tan generosamente la viuda, le habían proporcionado la independencia económica, y siempre había contado con recursos propios para sus cosas, como Tato. Los observó a los tres comentar el partido como viejos colegas, y comprender que no formaba parte de su mundo le sacudió el ánimo. En la bandeja del aperitivo ya sólo quedaba el cordón del embutido, el cuchillo sucio y algo de líquido en el bol de las aceitunas. Kate se apoyó en el marco de la puerta, ni siquiera notaba el hambre en el estómago. Entonces el abuelo se volvió y le hizo una señal para que retirase la bandeja.

Volvió a entrar en la cocina y se quedó quieta delante del fregadero, sin reaccionar, con la bandeja del aperitivo vacía en las manos y la mirada fija en el grifo. Alguien cogió la bandeja y le puso una terrina de queso fresco en una mano con una cucharilla clavada. Era Dana.

Durante la comida todos intentaron esquivar el caso Bernat. Tato les dio las gracias y prometió volver a invitarlos cuando la casa estuviese totalmente acabada. Kate permanecía en silencio mientras los demás bromeaban sobre la comida que iba a ofrecerles. Miguel le aconsejó que comprase algo en La Múrgula para que nadie resultara perjudicado por su forma de cocinar, y Kate le miró dispuesta a saltar en cuanto mencionase algo sobre la fiesta del domingo. Ni siquiera había elaborado la lista con lo que necesitaban. Nina salió en defensa de su padre y propuso que la inauguración oficial fuese cuando su madre la dejara ir a vivir allí. Tato casi se atragantó al oírla.

Cuando Nina nació, Tato acababa de cumplir los diecisiete años. El pequeño de los Salas dejó el instituto y entró a trabajar de aprendiz en la empresa de construcción de un amigo del ex comisario. Desde entonces la mitad de su sueldo siempre había ido a una cuenta a nombre de Martina Moix, la madre de Nina. Él le pidió que se fuesen a vivir juntos al granero que el ex comisario había acondicionado en los terrenos de su finca, pero ella había empezado como aprendiza en la peluquería de su madre cuando estaba embarazada y después del parto siguió viviendo con Nina en uno de los pisos que poseían sus padres encima del negocio. En aquella época, su relación con Tato era tempestuosa. Él trabajaba muchas horas y, cuando acababa, lo único que le apetecía era salir de copas con los amigos. La relación con Martina siempre fue complicada; cada vez que estaban a punto de volver pasaba algo que lo estropeaba, y al final nunca llegaron a tener una relación seria. Dieciséis años después ambos seguían solteros. Ahora Nina quería ir a vivir con su padre, y Tato ya casi podía oír los berridos de Martina cuando se lo propusiese. Lo que no imaginaba era lo que su hija soltó a continuación.

—Desde que sale con ese moro italiano está insoportable.

Todos, excepto el abuelo, dejaron lo que estaban haciendo y la miraron en silencio. Nina siguió cortando la carne.

—¿Qué has dicho? —preguntó Tato al ver que no proseguía.

—Que mamá tiene un novio, y que no me gusta.

El silencio voló de nuevo sobre la mesa. Nina seguía comiendo con la vista fija en el plato mientras su padre la miraba. Al final, Tato interpeló a Miguel:

—¿Sabes quién es?

Miguel negó con la cabeza y entonces Tato se dirigió al abuelo.

Como de costumbre, el ex comisario ignoró a su nieto y Nina rompió una tensión que ya empezaba a espesarse.

—Trabaja en el aserradero de Bellver. Se llama Paolo no sé qué más y es moro. Creo que de Italia.

—¿Por qué no te gusta? —interrogó Kate bajo la mirada indignada de Tato.

Nina arrugó la nariz. Y pareció calcular lo que iba a decir.

—Creo que es porque mamá hace siempre lo que él quiere. Además, no me gusta cómo se comporta cuando viene por casa.

—¿Le ha dejado entrar en casa? —rugió Tato con incredulidad.

Nina asintió.

Kate estudió a sus hermanos. Tato masticaba demasiado rápido, Miguel había dejado de comer y mantenía los ojos clavados en su sobrina. Y ella continuó:

—Es normal si es su novio. Además, está soltera, ¿no? —replicó.

Tato la miró, ya a punto de saltar, pero un carraspeo del abuelo lo detuvo.

—Bueno, Nina, puedes llevarte esto —ordenó el ex comisario señalando la bandeja de carne—. Dana, he oído que tienes pensado vender tus sementales.

Kate levantó la cabeza e interceptó la mirada entre Dana y Miguel un instante antes de que ella respondiese al abuelo.

—Sí, es una oferta que no debería rechazar. La próxima primavera seguiré con la cría. Lo haremos por inseminación.

Kate estaba perpleja.

—¡Pero si tú odias eso! Siempre dices que es antinatural.

Dana continuó cortando las verduras.

—Hay que ser flexible, a veces es lo mejor.

—Debe de ser una decisión difícil —aventuró el ex comisario, pensativo—. Pero si estás segura de lo que haces, adelante.

Dana se metió un trozo de verdura en la boca y se esforzó en masticar. Kate no recordaba que le hubiese comentado lo de la venta de los sementales y eso le produjo una punzada de frustración. La veterinaria seguía comiendo con los ojos fijos en la mesa hasta que terminó de tragar y volvió a mirar de soslayo a Miguel.

Allí ocurría algo raro. ¿Dana se desprendía de los sementales que había visto nacer? Kate tragó lo que tenía en la boca, decidida a averiguar qué estaba ocurriendo en cuanto estuviesen en la finca, a solas.

—Bueno, hagas lo que hagas con los sementales, tendrás que decidirlo sola. Es lo que os pasa a las que no tenéis un hombre al lado —expuso el ex comisario.

Kate dejó los cubiertos en el plato con fuerza y le miró directamente. Pero ni siquiera eso disuadió al ex comisario de continuar atento a la respuesta de Dana. Kate recuperó la sensación de furia rabiosa que solían provocarle los comentarios del abuelo y el modo que tenía de no dejarte otra opción que el silencio. Miró a Dana y la veterinaria le guiñó un ojo antes de responderle.

—La verdad es que no quedan hombres como usted. Yo creo que por eso seguimos solteras.

Kate la miró y se sonrieron por primera vez desde el desayuno. Pero el ex comisario no se dejó engatusar.

—Bueno, yo siempre esperé que entrases legalmente en la familia, pero parece que mis nietos no saben lo que les conviene. Ya ves —añadió contrariado, mientras seguía cortando la carne con la vista fija en el plato.

Kate vio cómo Dana se sonrojaba ligeramente y maldijo al abuelo y su irritante facilidad para incomodar a todos. Tato se levantó y fue a buscar la carne que quedaba en la parrilla. No había vuelto a abrir la boca desde el comentario sobre el nuevo novio de la madre de Nina. Miguel se servía vino; se le veía incómodo. Nina levantó la vista de su iPod para preguntar si alguien quería más pan y el ex comisario asintió. Cuando su nieta hubo salido, le dijo a la veterinaria:

—Éste —dijo señalando a Tato, que llegaba con la bandeja repleta de carne— lleva quince años intentando reunir el coraje suficiente para dar un puñetazo sobre la mesa y llevarse a su mujer y a su hija a vivir con él, como una verdadera familia. El otro se pasa la vida ocupándose de los hijos y las mujeres de los demás en lugar de tener los suyos propios.

Miguel miró de soslayo a Dana y pinchó un trozo de carne de la bandeja que Tato acababa de dejar sobre la mesa.

—Sólo soy el entrenador de hockey —protestó.

Pero todos sabían que el abuelo se refería a la historia que había mantenido un par de años atrás con la madre de uno de los chicos del equipo y que había acabado con la marcha del valle de toda la familia.

Nina volvió con el cesto del pan lleno y se dejó caer en la silla, atenta a la conversación. Había oído algo sobre el hockey y no podía desperdiciar la oportunidad de averiguar a qué hora jugaban los júnior el sábado. A su pesar, el abuelo aún no había acabado.

—Y mi única nieta —continuó— se ocupa de librar a delincuentes financieros de pagar por sus delitos en lugar de defender a inocentes y formar una familia como Dios manda.

Nina no estaba dispuesta a dejar que el silencio se espesara.

—Oye, Miguel, he oído que el sábado el partido empieza antes.

Miguel asintió. Estaba acostumbrado a que su sobrina le preguntase por el equipo. Intuía que estaba interesada en alguno de los jugadores, pero las veces que la había tanteado ella no había soltado prenda.

—Juegan a las cinco —respondió a tiempo de ver una sonrisa complacida en el rostro de Nina—. ¿Cuál de ellos te interesa, el gran A.?

Nina enrojeció hasta las orejas mientras se mordía los labios por dentro en un gesto que hacía desde pequeña. La observaron bajar la cabeza y clavar los ojos en el iPod, pero todos fueron testigos de cómo su piel se volvía de color cereza.

Nina estaba convencida de que había heredado lo peor de cada uno de sus progenitores. Era bajita como su padre, tenía los ojos rasgados y pequeños igual que él, pero su pelo era lacio, y una piel blanca como la de su madre que se sonrojaba con facilidad. Y eso la mortificaba. Sobre todo en el instituto. Porque era consciente de que mostrar sus emociones con tanta claridad no la ayudaba lo más mínimo a conseguir lo que más deseaba en el mundo: estar en el grupo de los populares.

—¿Quién es ése? —interrogó Tato a su hermano.

—Álex Muñoz, el hijo de la comisaria.

Kate y Dana cruzaron la mirada previendo la tormenta y Tato clavó los ojos en su hija preparado para decirle algo.

Pero fue el abuelo quien tomó la palabra.

—Por cierto, ¿sabes cómo le va a Silva? —demandó a Miguel.

Kate apretó los dientes. El abuelo tenía un don para fastidiarlo todo y sacarla de quicio. Cogió aire. Esta vez no estaba dispuesta a dejar que defender al sargento les saliese gratis ni a él ni al idiota de Miguel.

—Tu amigo vino a visitar a Dana, a intimidarla por tercera vez —ladró clavando los ojos en su hermano—. ¿No es tu colega tan fantástico? Pues haz el favor de hablar con él y decirle que deje de atosigarla y se dedique a buscar al verdadero culpable.

Y, para llenar el silencio que habían provocado sus palabras, añadió:

—Además, estoy segura de que fue Santi. Y si no fue él, seguro que tuvo algo que ver. Basta comprobar lo rápido que se quitó de en medio mintiendo sobre dónde estaba la tarde que murió su padre.

—Sí, seguro que tiene algo que ver —intervino Tato mientras volvía a llenarse el plato de carne—. Todo el mundo sabe que el viejo lo tenía esclavizado. No me extrañaría que se le hubiesen hinchado las pelotas y…

La mano levantada del ex comisario le hizo enmudecer.

—No se puede hablar tan a la ligera. Hay que esperar a los resultados de la investigación —sentenció.

—Pues ésta no va por buen camino —saltó Kate de inmediato—. Vuestro admirado sargento está convencido de que fue ella —ironizó señalando a Dana con la barbilla.

—Y yo no he matado a nadie. Lo juro —reconoció solemnemente Dana—. Aunque tampoco le voy a echar en falta…

Todos rieron y la tensión de los últimos minutos se suavizó. Pero Kate no estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad.

—No sabéis elegir a los amigos —los acusó.

Nina, distraída con el iPod, regalo por su decimosexto cumpleaños, no parecía atender a la conversación. Por eso, cuando intervino sin apartar la mirada de la pantalla, todos se sorprendieron.

—Entonces ¿todo lo que poseían los Bernat será ahora de Santi?

—Es más complicado que eso, Nina —respondió el ex comisario—. Santi tiene una hermana.

—Que no recuerdo haber visto nunca… —apuntó Tato.

—Estaba en el entierro con su marido —soltó Kate, molesta por la interrupción.

—Es normal, se fue con su madre a Barcelona cuando era muy pequeña.

—Y dejaron a Santi en Mosoll con Jaime.

Dana negó con la cabeza.

—No entiendo cómo puede una madre abandonar a un hijo. Y menos aún dejarlo en manos de un espécimen como Bernat.

El abuelo lanzó una mirada a Nina y ella se levantó para recoger los platos. Kate, por su parte, recolocó sobre la mesa los del postre y la fuente con los fresones.

—Es probable que Jaime no le dejara alternativa —aventuró el ex comisario—. Alguien como él jamás habría renunciado a su heredero.

—Algo muy gordo tuvo que pasar para que la mujer se fuese sola a Barcelona con su hija pequeña.

—Recuerdo que Santi dejó de venir al colegio casi en seguida —intervino Miguel.

—¿Iba a tu clase?

Él asintió y Dana bajó la cabeza, arrepentida por haber preguntado. Kate no había perdido detalle y se prometió que esa misma noche aclararía lo que estaba pasando entre esos dos.

—Su mujer era de la capital y volvió con los suyos. Puede que no se acostumbrase al valle —justificó el ex comisario.

—Pero ¿se sabe realmente lo que pasó? Hace veinte años tampoco era muy normal una espantada de ese tipo.

El ex comisario negó con la cabeza mientras pinchaba una fresa del bol que ofrecía Kate. Ella lo retiró molesta, pero él ignoró el gesto y sujetó el bol con el tenedor para volver a pinchar.

—Nadie sabe lo que pasó en esa casa. Tal vez el padre Anselmo, que era muy amigo de Jaime, conozca algún detalle. En esa época se extendieron diversos rumores, pero nunca se ha sabido a ciencia cierta la verdad.

—En todas las familias cuecen habas —sentenció Nina para sorpresa general.

El abuelo alargó su vaso a Kate para que le sirviese los fresones dentro y Tato hizo lo mismo.

Había intentado cambiar esa estúpida costumbre que tenían de tomar el postre en el vaso del agua decenas de veces. Llevaba años poniendo y recogiendo los platos de postre limpios, y a estas alturas ya estaba convencida de que lo hacían adrede, sólo para molestarla.

Miguel hizo ademán de levantarse.

—Bueno, tengo que irme. —Y lanzando una mirada fugaz a su hermana añadió—: Tú te encargas de lo del domingo, ¿eh?

Y, sin esperar respuesta, Miguel dio una palmada cómplice en el hombro del abuelo. Kate estudió los movimientos de ambos. Siempre había sido así: Miguel, el ojito derecho del abuelo. De repente, tuvo ganas de marcharse.

—La pick-up aún está cargada de trastos. ¿Te vienes conmigo a Alp y volvemos luego a recogerla? —le propuso a Dana.

Kate estaba más que harta de la reunión familiar y además quería saber lo que le pasaba a su amiga con Miguel.

Pero la veterinaria empezó a recoger los platos.

—Sólo si me dejas antes en la finca, necesito estar en los establos a las cinco. El del forraje me la jugó la última vez y tenemos que ajustar cuentas. Además, si no estoy allí es capaz de irse sin descargar.

Ese comentario hizo fruncir el ceño al ex comisario y Kate estuvo a punto de preguntar, pero ambos permanecieron en silencio. Entonces, le observó beber el líquido de los fresones que había quedado en el vaso y sorber ruidosamente hasta la última gota. Llevaba cien años haciéndolo y a ella la ponía de vuelta y media por cualquier tontería…

—Si quieres yo te acerco —se ofreció Miguel metiendo los cubiertos en el plato—. Tengo que desviarme a Bellver de camino a La Seu. Dejarte en la finca son diez minutos.

Dana asintió y se levantó para llevar los platos a la cocina. Kate le sujetó el brazo, decidida a averiguar lo que ocurría en cuanto llegase a la finca.

—Ni se te ocurra, ya recogeremos nosotras. Esta adolescente tiene algo que contarme sobre no sé qué jugador de hockey y no la dejaré marchar hasta que lo suelte.

Nina levantó la vista de la pantalla y dibujó una mueca burlona.

—¿Sí, tía Catalina?

Kate siguió apilando platos sucios y, en un tono de falso sosiego, amenazó:

—Repite eso y el sábado me plantaré en el partido de hockey con una pancarta de dos metros.

La cara de susto de Nina arrancó una carcajada general, el único que no se rió fue Tato, su padre.