Finca Bernat
Tras el registro en la finca de los Bernat, J. B. agradeció poder librarse del caporal por lo menos durante un rato. Le había puesto de malas el servilismo de Desclòs con Santi durante la incursión, así que, al acabar, le despachó a comisaría con las pruebas para que las enviara al laboratorio. Luego había ido a por un par de salchichas de Frankfurt y había aparcado el coche en el paseo de la Acequia de Puigcerdà, detrás del lago, para disfrutar de la vista y comer tranquilo.
Desclòs era como un crío que podía meter la pata en cualquier momento. La idolatría con la que el caporal hacía referencia al fallecido y la camaradería con la que se dirigía a Santi le hubiesen inhabilitado para estar en el caso en cualquier comisaría del resto del mundo. Así que, a los diez minutos de llegar a la finca, J. B. había decidido ocuparse él mismo de las preguntas y mandar a Desclòs, al secretario del juzgado y a los otros dos agentes a registrar la masía sin confiar demasiado en que, bajo las órdenes del caporal, encontrasen algo decisivo.
Y, efectivamente, durante el registro no habían hallado nada fuera de lo normal en una casa que llevaba los últimos veinte años ocupada por dos hombres solos. J. B. anotó el nombre y la dirección de la mujer que cada sábado se encargaba de la limpieza, una vecina de Alp que rondaba los setenta. Desde el principio tuvo claro que lo único que podía ayudarle a avanzar era una buena charla a solas con Santi.
Pero, lamentablemente, ni siquiera eso despertó en él la más mínima sospecha. Hasta que se le ocurrió preguntar por las costumbres diarias del austero Jaime Bernat. Entonces sí hubo algo que le llamó la atención. El Ximénez-Spínola de diez años. Según Santi, su padre bebía un trago de ese coñac cada día después de comer. J. B. había advertido en seguida que se trataba de una botella numerada. En la etiqueta rezaba: «Unidad 501». Un caldo demasiado selecto para alguien con el aprecio al dinero que apuntaba la manera de vivir de Jaime Bernat. El hecho de que Santi no pudiese concretar con exactitud el origen de ese ejemplar aumentó aún más el interés de J. B. El hijo de Bernat sólo recordaba que habían llegado un par de botellas por Navidad, quizá se las había regalado algún proveedor. Tras la insistencia del sargento por saber con exactitud quién se la había enviado, Santi sugirió que tal vez hubiese sido cosa del tipo del forraje, pero no estaba seguro. J. B. decidió llevársela para analizar su contenido porque, según Santi, ese coñac y el pan con ajo del desayuno eran lo único que Jaime Bernat ingería de forma recurrente.
J. B. miró el reloj del coche y se llenó los pulmones de aire. Cientos de gotas frías empezaron a sembrar las lunas del coche. Suspiró. Ya había amanecido con el cielo cubierto y durante el registro había llovido de forma intermitente. Movió los dedos de los pies dentro de las deportivas. Llevaban demasiados días casi permanentemente húmedos y necesitaba un calzado diferente. Miguel ya se lo había advertido nada más llegar. Se irguió en el asiento y miró la hora. Con toda probabilidad Desclòs habría mandado la botella al laboratorio, tal como le había ordenado. Por lo menos, al caporal había que reconocerle que no era de los que tocaban las pelotas discutiendo las órdenes. Estiró las piernas por debajo de los pedales y masticó el último bocado mientras, con la palma de la mano, convertía el papel de aluminio en una bola.
Santi no le gustaba, pero ahora que conocía algo más de su pasado y de la vida que había llevado junto a su padre, le daba lástima. Aunque en el fondo como todos los hijos de los ricos tuviese aquel aire rancio de superioridad que se le atrancaba desde la primera palabra como el olor a pescado. Además, su insistencia en pedirles que buscasen el bastón con el mango de plata que llevaba su padre cuando murió, y que no apareció en la escena del crimen, le parecía una fijación muy extraña. Hasta que le preguntó por el bastón quebrado que colgaba como un trofeo en la pared del comedor y Santi le comentó que era el primero que su padre le había partido en la espalda, y que el viejo lo mantenía colgado ahí para que no se le olvidase lo que podía volver a ocurrir. Desde ese instante, el gigante de cara marcada y mirada gélida había empezado a parecerle más tolerable.
Asomó el sol por primera vez en todo el día y el arcoíris no tardó en aparecer, nítido, como pintado en el cielo. La lluvia daba una tregua a la ciudad mientras descargaba con fuerza sobre la zona de Bolvir. J. B. bajó las ventanillas del coche, conectó la radio y se recostó en el respaldo. Se subió hasta arriba el cuello de la cazadora y la cremallera. Luego sacó la lata de coca-cola por la ventana. La abrió con estruendo. Jaime Bernat era un cabronazo que le había dado mala vida a su hijo desde pequeño. Los había que nacían estrellados, y Santi era uno de ésos.
Él, en cambio, había tenido mucha suerte con los Silva. Por lo menos estaban bien avenidos. Dolores hubiese dado la vida por León, y él, a pesar de sus frecuentes escapadas, también por ella. Y aunque sólo hubiese durado unos años, por lo menos J. B. había podido disfrutar de la sensación de tener una familia completa. Pero todo empeoró tras la muerte de León, cuando hubo que rellenar unos papeles y él empezó a preguntar. Entonces fue cuando Dolores le confesó que era adoptado. J. B. tenía nueve años y acababa de perder al único padre que había conocido: el inspector León Silva, de la brigada de Pueblo Nuevo, socio del Real Club Deportivo Español y fan incondicional de Frank Sinatra. Millás, su compañero y compadre, se ocupó de que nunca le faltase nada a la familia, pero no pudo impedir que J. B. empezase a pensar que en cualquier momento podía volver a quedarse solo en el mundo. Ni que apareciese una especie de agujero hondo que se le metía entre las costillas y que, con frecuencia, le dejaba sin respiración. En esa época se había obsesionado en recordar, pero su memoria no fue capaz de recuperar nada de lo que había vivido antes de la adopción, a pesar de haber llegado a casa de los Silva con dos años cumplidos. Fue su madre la que le dijo una noche que el cuerpo humano era muy listo y que seguramente su cerebro había decidido borrar de la memoria esa época porque era como un accidente terrible que no volvería a ocurrir.
Y ahora, la que se estaba borrando era la memoria de su madre. La última vez apenas le había reconocido un momento, y él no podía con eso, con su mirada ausente y los silencios vacíos. Le fundía las tripas que la mujer que le había criado le mirase como a un desconocido porque, sin ella, no le quedaba nadie. Abrió la puerta del coche y una ventolera de aire frío la llevó hasta el tope. Pero a pesar de la mala conciencia no se veía con ánimo de estar ahí, donde debía, a su lado. Y tampoco podía con eso. No era capaz de cuidarla como se merecía porque el miedo a estar quedándose solo le impedía incluso ir a visitarla todo lo que hubiera debido. La señora Rosa y su familia cubrían sus ausencias como podían. Y ahora, encima, se había enfadado con la vecina. Intentó no pensar en ello, pero debía llamarla para pedirle perdón y acatar sus disposiciones. No había otra. Del mismo modo, también debía disculparse con Gloria por haberla dejado colgada en el Insbrük la noche anterior. Eso le recordó que en el móvil nuevo que había ido a recoger después del registro no tenía ni un solo contacto. Por culpa de no sé qué permanencia del contrato tuvo que pagar casi sesenta euros por un aparato como el que tenía, y encima estaba vacío. Así que ahora se veía obligado a pedirle a Montserrat el número de la forense, porque por no sé qué tipo de problema se había arruinado la tarjeta de memoria en la que estaban la mayoría de sus contactos.
J. B. echó un vistazo al reloj del coche y encestó en la papelera de la esquina la bola de papel de aluminio que había estado prensando. Tenía lo que quedaba de tarde para redactar el informe, mañana se ocuparían del registro de la finca Prats y luego se escaparía a Barcelona. Levantó la vista hacia el horizonte, en dirección al túnel del Cadí y a Santa Eugènia. Las manos de la veterinaria aparecieron en su memoria, y recordó los dedos encapuchados y el punto de fragilidad en su mirada. Quedaba el registro más difícil, pensó con la vista en la ladera arbolada de enfrente. Los árboles mostraban una gama completa de tonos, desde los verdes más intensos hasta el amarillo de las hojas muertas del roble o el casi blanco de algunos arbustos. Sus ojos se posaron sobre el único ejemplar de hoja rojiza; en ocasiones la diferencia resulta terrible, pensó sin poder apartar la mirada. Una gota le cosquilleaba la nariz. J. B. la recogió con el dorso de la mano y cerró la puerta y los cristales del coche patrulla. Iba con tiempo, así que cogió el móvil de la cazadora con intención de comenzar su letanía de disculpas. Tenía un mensaje de comisaría, marcó el número del buzón y en seguida oyó la voz de Montserrat. Magda quería verle en su despacho de inmediato. J. B. borró el mensaje. Qué agonías era la comisaria. Respiró hondo, y marcó de memoria los nueve dígitos del número de la señora Rosa.