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Comisaría de Puigcerdà

A las ocho de la mañana, J. B. ya había enviado la petición de registro al secretario del juzgado de instrucción y se había escapado a desayunar antes de que el caporal llegase a la comisaría. No quería encontrárselo tan pronto y, además, quería releer con tranquilidad el informe toxicológico que aún llevaba en el bolsillo. Le preocupaba el modo en el que el caporal se le había pegado el día anterior al salir del despacho de Magda. Si permitía que Desclòs se convirtiese en su sombra, estaba jodido.

Lo que sí le había dejado era trabajo. Cuando volviese de desayunar quería sobre su mesa el dibujo con el trazado de las roderas que le había mandado para determinar el recorrido y, si había llegado la valija, las fotos de la escena y el informe sobre las ruedas, el tipo de vehículo y su peso aproximado. A Desclòs había que mantenerle ocupado para estar tranquilo. Mientras el caporal estaba ocupado, él aprovecharía para revisar lo que le había contado la mujer de Masó sobre la escena en el momento en el que dio con el cadáver de Jaime Bernat. Además, aún debía disculparse con la señora Rosa y comentarle que por la tarde se acercaría a Barcelona. Seguro que le daba tiempo, porque no era probable que el visto bueno del juzgado para los registros estuviese listo antes del día siguiente.

Compartir una investigación con Desclòs y pasar tiempo con él por fuerza pondría a prueba su dominio de sí mismo. J. B. lo sabía, y también que en su situación no debía meter la pata si quería quedarse. La camarera le sirvió el café y los dos donuts, y él sonrió cuando unas chicas de otra mesa le hicieron un guiño entre sonrisitas. Sabía lo que miraban. Bajó la cabeza y, por encima de las gafas de sol, sostuvo la mirada a la que más sonreía, hasta que ella la apartó para cuchichear con las otras. Demasiado niñas. Se olvidó de la mesa de las chicas y se sacó del bolsillo el documento de Gloria. Lo desplegó y lo alisó con el puño para releerlo. Mordió el donut de azúcar, y echó otro vistazo a la segunda página, incapaz de concentrarse en otra cosa que no fuera el sabor extradulce y la textura de nube que le llenaban la boca. Y, como de costumbre, no pudo contenerse y finiquitó el donut en pocos segundos. Le quedaba el donut bombón, pero quería saborearlo, y dio un sorbo al café. El aroma cálido e intenso le ayudó a concentrarse en el texto.

Lo que había acabado con Jaime Bernat era una intoxicación por digoxina, un compuesto químico para las arritmias cardíacas. J. B. daba vueltas a lo que había encontrado en Google sobre el medicamento cuando la chica de la sonrisa se dejó caer por sorpresa en la silla de delante, apoyó los codos sobre la mesa y rodeó con las manos el servilletero verde de San Miguel.

Tania, delgada, de melena lacia y rubia hasta la cintura y una ciento diez como mínimo, le sonreía con los pechos rozando el borde de la mesa. Era el tipo de chica a la que la cazadora motera le sentaba de miedo. Un nueve, de entrada, y ya se vería. Hablaron de tonterías, y ella le devolvió la primera sonrisa sin poder apartar los ojos de su boca. J. B. sabía que ese diente partido era como un imán que las dejaba fuera de combate para poder observarlas con la guardia baja. Casi todas caían rendidas cuando les soltaba alguna de las chorradas que tenía preparadas para la ocasión, y eso siempre le daba ventaja. Pero Tania tenía desparpajo, y algo más que una buena delantera, así que antes de que él dijese palabra alguna ya quería saber cómo se lo había roto y por qué siempre llevaba las gafas puestas. Desde el primer momento fue fácil darse cuenta de que no se andaba con rodeos. Su cercanía y sus atributos le hicieron ser consciente del tiempo que llevaba sin estar con una mujer, y decidió que no había nada de malo en un poco de juego. Mientras ella sonreía, él la estudiaba con interés de comprador curioso, hasta que Tania le propuso salir a tomar una copa. J. B. bromeó sobre la hora a la que ella tendría que volver a casa, y ella le replicó picada que vivía sola en el apartamento de sus padres y que hasta las nueve de la mañana su jefa no abría la perfumería. Le preguntó adónde solía ir y él le mencionó el Insbrük con los ojos puestos en el estampado floral de sus uñas. ¿Ése no es un sitio de viejos? En ese instante J. B. notó un sudor frío en la espalda. De repente, recordó su cita de la noche anterior con Gloria. La que había olvidado por completo. Jodeeeeer. A ver cómo arreglaba algo así. Tania le miraba expectante y a él se le había olvidado la pregunta. Igual que de su cita con la forense. El valle era un lugar pequeño y en los sitios pequeños cualquier cagada se magnificaba fácilmente. La dueña le avisó desde la barra de que tenía una llamada y de inmediato pensó en Gloria, pero desechó la idea ¿Cómo iba a saber que estaba allí? Y con el estómago encogido se dirigió al mostrador.

—Sí…

—Como no me cogías el móvil te he llamado al bar… —La voz de Montserrat le tranquilizó, y también le recordó la razón por la que estaba sin teléfono—. Acaba de llegar la conformidad del juzgado para los registros, y tienes a Desclòs esperándote en el despacho.

—Joder, ¿tan rápido?

—Creo que Magda se ha ocupado de ello. Ya te irás dando cuenta de que tiene mano para esas cosas.

—Vale, dame dos minutos. Y…, Montserrat, por favor, sácalo de mi despacho.

—Veré si puedo. Date prisa.

J. B. se acordó de Tania al verla sentada en su mesa. Se acercó con cara de despedida y ella se puso de pie.

—Lo siento, tengo que irme.

Ella asintió, y él cogió el informe y el donut bombón. Al aceptar la oferta de quedar algún día, la chica se le echó encima para despedirse con dos besos.

El contacto con la turgencia de sus pechos le sorprendió tanto que casi se le pasó por alto la colonia. Tras una décima de segundo de desconcierto, J. B. reconoció el aroma envolvente de alguna otra cita.

En una mesa del fondo, los trabajadores de una obra cercana murmuraban sobre ellos entre risas y J. B. salió del bar preguntándose si la chiquita de la ciento diez tendría ya la edad legal.

De camino a la comisaría mordió el donut bombón y le vino a la mente el último registro que había realizado. La casa de Badalona en la que habían encontrado el zulo con los chinos. Vaya montaje… Catorce chinos viviendo bajo tierra como topos, sin ver el sol, sin papeles ni posibilidad de respirar aire limpio o acceder a la luz del día. Al que regentaba el taller J. B. le hubiese partido la cara por cabrón y explotador, pero Jamal le detuvo. Encontraron la droga y, cuando sacaron a los chinos a la calle, la expresión de miedo y desconcierto del supuesto cabecilla era idéntica a la de los catorce del sótano. Fue Jamal quien soltó que a quien había que partirle el cráneo era a los que los traían. Pero a ésos nunca había forma de pillarlos, porque la mayoría eran dueños de negocios respetables en zonas respetables y con hijos en universidades respetables, que pagaban con el trabajo de los desgraciados del sótano.

Con el mal rollo que le daban esos recuerdos, llegó a la comisaría sintiéndose más solo que un perro. Pero en la misma entrada oyó que alguien gritaba su nombre y, sujetando la puerta abierta, se detuvo.

La había visto con el rabillo del ojo aparcando su Honda rojo descapotable en la plaza reservada, pero no quería entretenerse mientras Desclòs estuviese solo en su despacho. Sólo de pensar en el olor que dejaría allí le ponía enfermo. Envolvió lo que quedaba del donut como pudo en la servilleta de papel. Magda lo alcanzó y, sin mediar saludo, le sugirió con firmeza que empezasen con el registro de la finca Prats y dejasen para el día siguiente la finca de los Bernat. Mientras ella le hablaba, J. B. observaba la figura de uniforme impoluto que caminaba nerviosamente de un lado a otro de su despacho con un portafolios en la mano.