Finca Prats
A las cuatro de la madrugada, Kate se metió en la ducha maldiciendo a Dana, porque la culpa de lo que acababa de ocurrir era toda suya. Se mantuvo bajo el agua caliente, inmóvil, desconcertada por lo acontecido bajo las sábanas, mientras profundamente dormida había imaginado unas manos fuertes y expertas acariciando con maestría las partes más íntimas de su cuerpo, insistiendo, intensificando el ritmo a su demanda. Hasta que el dulce hormigueo empezó a tomar su cuerpo y a subir imparable desde los pies, a inundarlo todo como una ola arrebatadora e inmensa que la precipitó a la explosión final y la dejó sin aliento. Pero ahora, bajo el agua, volvía a sentir la misma frustración que en la cama, justo antes de levantarse, cuando los ojos intensos y la sonrisa irreverente del sargento se habían colado en su mente en el instante del clímax.
Kate apoyó las manos en la pared de la ducha, luego la frente, y dejó que el agua caliente resbalase por la piel de su espalda. No iba a permitir que ocurriese de nuevo. Sobre todo porque alguien como él ya no tenía sentido. Giró el mando del agua para disminuir la presión y vertió el contenido de uno de sus lujosos botes en la mano hasta que la mezcla granulada chorreó por los bordes. Un instante después se frotaba el cuerpo como una posesa con el peeling corporal, y no se detuvo hasta que el dolor borró por completo la sensación lasciva con la que se había despertado. Cuando empezó a ver la piel enrojecida a través de los restos del compuesto se enjuagó con agua casi fría y tuvo que morderse el labio para contener un grito. Salió y se envolvió la cabeza con una toalla y el cuerpo con otra más grande. En la finca Prats jamás usaban suavizante para lavar la ropa, así que empezó a secarse lentamente, a conciencia, observando con atención cirujana las zonas de sus brazos en las que la piel estaba más perjudicada. Las ronchas y rojeces habituales persistían para martirizarla, pero bien distintas de las que se había provocado con el peeling rabioso. Puede que Dana aún conservase alguno de los ungüentos de la viuda para los eccemas. Miró la hora. Incluso para ella era demasiado pronto, así que cogió la crema hidratante corporal y empezó a extenderla por las piernas intentando disfrutar del olor que desprendía. Pero todo parecía inútil. Él seguía ahí, en su cabeza. Kate abrió el grifo y se lavó las manos con agua helada. Mierda de tíos. Y a Dana ni una palabra, se advirtió ante el espejo, o empezará a hablar de señales cósmicas y te pondrá de los nervios.
Además, todo esto es por la conversación de ayer, así que no vas a dejar que se repita. Y menos con un elemento como él. Por mucho que Dana insista en que es tu tipo, ya-no-es-así. Se frotó enérgicamente la cabeza con la toalla, decidida a concentrarse en otra cosa, en cualquier otra persona. Porque no iba a volver atrás, no iba a convertirse de nuevo en la pueblerina fracasada que andaba de un tipo a otro intentando llenar el vacío que había dejado la ruptura rabiosa e irreparable con los suyos. Ahora ya no lo necesitaba. Era socia de un bufete importante y sus obligaciones no le dejaban tiempo para pensar en vacíos emocionales ni tonterías por el estilo. Además, no pensaba perder ni un minuto con un tipo con el que no podía ni dejarse ver. Ahora sus círculos eran otros. Se enfundó los vaqueros y hundió la nariz en el jersey azul de cuello cisne que ya había llevado el día anterior. Le dio la vuelta y echó un poco de perfume. Perfecto. Cogió el cepillo de alisar, cerró la puerta y enchufó el secador.