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Casa de los Desclòs

Arnau Desclòs había tenido un buen día. Y puede que la mejor noche de su vida. Acababa de ser la estrella en la partida que jugaban cada martes en el casino de Alp. Le costaba comprender cómo no había descubierto antes el poder de los datos que manejaba. Cerró la puerta del piso, en el que vivía solo, y al volverse encontró sobre la mesa la taza de cacao que le bajaba su madre del ático todas las noches. Esbozó una mueca de satisfacción. Se sentía como un rey y no había tenido que pasarse media vida estudiando, como el tonto de su hermano. Además, él también manejaba información privilegiada, también decidía sobre la vida de la gente, a su manera. ¿Acaso no era eso lo que hacía poniendo multas y lanzando miradas amenazadoras a los que no cumplían estrictamente la ley? ¿Y cuando paseaba por la calle? Su sola presencia imponía respeto y temor a todos. Tal vez incluso más que su hermano, el juez. Y todo eso sin haber necesitado pasar un montón de años encerrado, preparando las oposiciones para ser como su padre. Ahora se daba cuenta de lo bien que le había aconsejado su madre al insistir en que se hiciese policía. A él le gustaban los uniformes. Desde pequeño. Y ser bombero era mucho más difícil y cansado. Además, a su madre le asustaba que pudiese tener un accidente y se lo quitó de la cabeza tras su segundo fracaso en las pruebas de acceso. Arnau se acercó a la taza y levantó el platillo que la cubría. Todavía estaba templada y volvió a taparla. No quería mancharse el uniforme porque aún era martes.

Mientras se desvestía e iba dejando la ropa colgada y doblada, pensó en la partida y se le escapó un gruñido de satisfacción.

Habían ido todos menos Santi y, como era de esperar, Jaime Bernat fue el tema principal de la noche. Hablaron de su edad, de si era demasiado joven para fallecer, de los últimos muertos conocidos, de si ese tipo de muerte repentina era mejor, y todos estaban de acuerdo en desear un final parecido. Luego hablaron de Santi, y bromearon sobre su euforia contenida en el entierro, además de coincidir en que, con la herencia que le iba a caer, no era de extrañar. Hicieron apuestas sobre el viaje del que llevaba tanto tiempo hablando y de si, ahora que ya no estaba su padre, lo emprendería por fin o si sólo se trataba de un farol. Entonces volvieron al asunto preferido de todos: la herencia que Jaime Bernat habría dejado a su hijo.

Alguien habló de cómo el viejo Bernat le había hecho sudar la camiseta en las tierras, con todo lo que poseían, y surgieron discrepancias sobre si Santi ocuparía el lugar de su padre en el CRC. Las fichas se movían entre manos expertas y en la tercera ronda, sin darse cuenta, Arnau soltó la bomba al mencionar que él llevaba el caso con el nuevo para enseñarle cómo funcionaba todo por allí. Desde ese instante los demás empezaron a escucharle con interés. Eso le animó y, cuando sugirió que quizá Bernat no había tenido una muerte tan plácida como creían, los cinco pares de ojos que le escrutaban se abrieron como naranjas. Cuando afirmó que no le estaba permitido decir nada más, se alzaron las protestas. Pero él se mantuvo firme, como el profesional que era. Y, por primera vez, fue el centro de atención de la partida. Y eso le gustó. De camino a casa, se había dado cuenta de que habría un antes y un después tras aquel martes. Cuando se despidieron todos en la plaza del casino, algunos incluso se habían acercado a tocarle el hombro y a hacer un último intento por averiguar algo más. Pero él se mantuvo críptico, no sólo para acrecentar el interés y disfrutar de la atención de los presentes, sino porque tampoco podía añadir mucho más. Pensó en la comisaria y en la orden de mantener en secreto todo lo que tuviera relación con el caso. Bueno, él no había revelado nada que comprometiese la investigación. Ni siquiera había mencionado los registros. Además, ya sabía que lo que quería la comisaria era concentrar en sí misma todo el interés sin moverse del despacho y él, que era quien iba a comerse los registros y la investigación —y que probablemente descubriría al asesino—, también quería algo de protagonismo. Echó los calcetines y los calzoncillos en el cesto de la ropa sucia y se puso el pijama. Se lo abrochó a partir del segundo botón y remetió el cuello hacia dentro para lavarse los dientes. Lo hizo a fondo y secó bien el cepillo antes de volver a recolocarlo para abrochar el primer botón. Al salir del baño reparó en que se había olvidado el cacao. Si lo dejaba, al día siguiente su madre le iba a poner de vuelta y media. Por la mañana lo tiraría en el retrete antes de salir.

En su último pensamiento antes de dormirse, decidió preparar algo nuevo para cada martes. Ahora que había prendido la chispa, no iba a dejar que se apagara.