Finca Prats
Dana había cocinado un arroz con setas según una receta de su abuela. Cenaban en silencio. Kate, con la BlackBerry sobre la mesa, repasaba mentalmente la conversación que acababa de mantener con Paco justo antes de bajar. Notaba el estómago como en ayunas desde que habían colgado. En conclusión, él se ocuparía de que el juez desestimase ciertas pruebas que no les favorecían, sabía bien cómo hacerlo, y ella llevaría a buen término el acuerdo con el técnico andorrano. Paco le había dejado claro que no podía prescindir de ella, que se jugaban demasiado, y que el viernes cuando llegase al despacho esperaba encontrarla en Barcelona, al pie del cañón. La despedida había parecido casi una orden; no delegues nada a partir de ahora. Todo muy claro, todo muy frío. Ni rastro de la seducción de la noche del ascenso.
Kate cargó y descargó el tenedor varias veces sin llegar a apartarlo del plato. Dana tenía razón, Paco era un gran estratega, y ella, que se creía tan lista, se había engañado al pensar que la cita en el Arts podía representar algún cambio. Aunque al menos había conseguido el ascenso por méritos, sin ayuda, y eso la dignificaba ante sí misma, a pesar de los últimos acontecimientos. Pero si llegaba a saberse, nadie en el bufete dejaría de relacionar ambos hechos. Sus ojos se posaron un instante en Dana. ¿Qué pensaría de su ascenso ahora que sabía lo suyo con su jefe? Puede que contárselo hubiese sido un error, porque ahora tampoco tenía claro que no fuese cosa de una sola noche.
En el otro extremo de la mesa, Dana se había cansado de darle vueltas al asunto del espía de la carretera y había intentado de todos los modos posibles recordar algún detalle acerca del coche. Todo inútil. Y, en cuanto dejaba de pensar en ello, volvía a mortificarla el asunto del banco. Había superado una tarde intensa, con la doma del caballo de la hija del alcalde de La Seu y, después, la visita que llevaba esperando semanas. El dueño de una de las yeguadas árabes más importante de Granada se había desplazado, con dos de sus hombres, para examinar a los sementales de la finca. Sentimientos encontrados de orgullo y miedo al descubrir en sus ojos el brillo del deseo, y decepción al oír la oferta. Sólo estaban interesados en el lote completo y lo que le ofrecían no se acercaba ni de lejos a lo que Dana esperaba ingresar únicamente por los dos mejores ejemplares. A pesar de todo, vender los sementales era la única manera de conseguir dinero sin desprenderse de las tierras y poder sacar la finca del pozo. Si aceptaba el trato, por lo menos rebajaría la deuda y puede que el banco dejase de atosigarla unos meses. La oferta era pobre, pero la situación de la finca era extrema y con tantos impagados de pupilaje Dana ya no sabía de dónde sacar el dinero. Ahora la decisión era suya y la oferta seguiría en pie hasta que encontrasen una opción mejor. Antes de irse, le habían comentado su intención de seguir un par de días por la zona, incluso de adentrarse en la parte francesa, para visitar otras yeguadas. Quedaron en que la llamarían antes de irse. Dana sabía que en la parte española sólo los sementales de Mas d’en Cot, la magnífica finca a la entrada de Puigcerdà, podrían haber competido con los suyos. Sin embargo, sus dueños habían trasladado el negocio de los caballos árabes cerca de Barcelona, y en el valle sólo se ocupaban de su extensa cabaña de formidables vacas Angus. Aun así, si algún francés se le adelantaba, puede que no tuviese otra oportunidad.
Cuando sus miradas coincidieron, Dana asintió.
—¿Comerás algo, o quieres que vayamos hasta el pico? —propuso señalando con su tenedor el plato lleno de Kate.
—¿Para ver las estrellas como cuando nos llevaba Miguel? Un poco pasaditas para eso, ¿no?
—Carpe diem, mañana no sabemos dónde vamos a estar.
—Pues tú criando caballos y yo en mi superdespacho de la octava.
Dana frunció el ceño y luego abrió mucho los ojos. Kate le sonrió.
—Me han nombrado socia.
La veterinaria deseaba más información.
—Es oficial desde el viernes y esperaba al próximo fin de semana para decírtelo en la fiesta. Además, ya tengo despacho asignado y están trasladando mis cosas a la octava.
Dana la observaba de una forma extraña, y Kate se sintió decepcionada por su falta de ilusión. Hasta que comprendió que sus temores se habían cumplido y que Dana pensaba en lo que le había contado del Arts.
Pero la veterinaria la sorprendió.
—Me alegro por ti. Porque sé que esto es lo que quieres. Pero ahora supongo que puedo ir olvidándome de que regreses y abras un despacho en el valle.
Kate notó que algo se relajaba dentro de ella.
—Supongo que sí. La verdad es que tengo ganas de decírselo al abuelo, a ver si de una vez por todas deja de presionarme para que regrese.
—Yo no esperaría tanto. Ya sabes que el bufete no le gusta demasiado, y no creo que tu ascenso vaya a cambiar eso.
—No, pero por lo menos sabrá que he llegado arriba y que lo he hecho sola.
Dana esquivó su mirada y Kate lamentó profundamente haberle contado su cita con Paco.
—Vale, ¿y esa cara? —inquirió.
—He dicho que me alegro por ti, pero yo tampoco entiendo que trabajes allí. —Kate la miró suspicaz—. Ya sé que te molesta hablarlo, pero todo lo que haces está muy lejos del objetivo con el que comenzaste la carrera.
Ya empezábamos a salvar árboles. Kate cogió aire. De acuerdo, quizá cuando era niña ella también quería hacerlo, pero ya no. ¿Qué había de malo en cambiar de objetivos?
—Cada uno tiene derecho a elegir su vida y yo tengo lo que quiero. He trabajado mucho y me merezco este premio. Además, no quiero volver al valle y, la verdad, tampoco comprendo por qué os cuesta tanto entenderlo —protestó irritada.
—Porque te queremos y nos gusta tenerte cerca. Es triste que nos veamos tan poco. Estos últimos meses ni siquiera hemos hablado por teléfono.
—También me podías haber llamado tú —se defendió Kate.
—Si no te culpo, sólo digo que cada vez nos distanciamos más y que te echo de menos. Bueno, a quien añoro es a la Cat de los raids, los pantalones con rayas escandalosas, las botas de montar sucias y el pelo enmarañado. La que salía a ordeñar las vacas en pijama sin importarle lo que pensase la gente. Echo de menos a la auténtica, a la que, no comprendo por qué, te empeñas en esconder ahí dentro como a una criminal.
A pesar de lo dura que había sido su última afirmación, Dana había recuperado el tono suave con el que Kate recordaba sus conversaciones de madrugada y las confidencias mientras se exploraban a escondidas en lo alto del granero. Dana esperaba su reacción y Kate bajó la vista, incómoda. Había pasado mucho tiempo desde aquellas sesiones de investigación. Ahora las recordaba como una anécdota que formaba parte de su pasado. Una parte que no deseaba, que no podía sacar de sí misma porque sencillamente ya no existía. El lugar de la adolescente irreverente que añoraba Dana lo ocupaba ahora una mujer adulta con intereses muy distintos. Y en aquel instante tuvo la sensación de que había subido al valle sólo para afrontar esa conversación, dejar las cosas claras y quedarse en paz.
Dana seguía en silencio, con los ojos muy abiertos y un marco de tirabuzones cobrizos alrededor de su pequeña cara pecosa. Lo hacía con la atención de quien aguarda algo importante, algo mágico. Kate, consciente de que nunca podría dárselo, se encogió de hombros como un mimo. Dana le devolvió una sonrisa cálida, convencida de que había tocado fibra y de que el silencio de Kate significaba que pensaría en ello. De repente se levantó.
—Anda, coge un anorak del armario de la entrada y busca unas botas como Dios manda. Con esas de Barbie que llevas se te van a congelar los pies y tendría que dejarte morir en la montaña.
Kate sabía que tenía razón en lo de las botas. Había subido al valle con lo puesto y poco más, porque sólo pensaba pasar allí un par de días. Añoró sus jerséis de cachemir y las Ugg que se había comprado en las rebajas. Abandonó el sofá y fue a sentarse en la banqueta de la entrada con intención de examinar las botas y ver si había un par de su número. Cuando tiró de la cinta para abrir el compartimento bajo el armario vio algo que la hizo sonreír.
—¡He encontrado unas mías! —gritó.
Dana entraba en aquel momento con las linternas y dos gorros de lana rojos.
—También hay ropa tuya en los cajones de la cómoda del primer piso. Lo digo por si necesitas algo menos… urbano.
—No, me iré mañana por la tarde, quiero ver qué tal va todo por el despacho. Cuando estoy fuera siempre me preocupa que se me pase algo. Además, después del encontronazo, no creo que el sargento vuelva por aquí.
Dana la observaba en silencio. Por la tarde, cuando los había visto en la escalera de la entrada, ya había intuido algo. Aunque sabía que Kate nunca lo iba a reconocer, decidió pincharla para comprobar su intuición.
—Pues a mí me gusta —sentenció, atenta a su reacción.
Kate seguía desabrochando las botas.
—¿Quién?
—Silva, ¿quién va a ser? Ojos azules, pelo desordenado, piel oscura, y no olvidemos el tatuaje… Se parece a aquel que te gustaba en segundo. El que lo dejó en COU para ir a trabajar a la carpintería de su padre, ¿te acuerdas? Sí, ¿cómo se llamaba?, el de la chupa negra y los pantalones que marcaban paquete.
Kate la ignoraba, pero Dana quería confirmar sus sospechas.
—El que montó aquel grupo de rock tan cutre, The Blackway.
Kate levantó la cabeza con los ojos entrecerrados.
—Si te refieres a Pep Coma, te confundes. Era mucho más alto que yo y guapo, muy guapo. Y tenía los ojos negros. Nada que ver con tu sargento soy-el-más-chulito-y-mira-mi-placa.
Dana soltó una carcajada y Kate la acusó con el índice mientras miraba la pantalla de la Blackberry, que acababa de iluminarse.
—Es Miguel. Que no se me olvide de encargar lo del domingo. Es la quinta vez que me lo recuerda hoy. Tanta insistencia es muy irritante, la verdad.
Dana ignoró los comentarios sobre Miguel y siguió a lo suyo.
—¿Lo ves? Eso ha sido una señal; hablamos de él y aparece la familia.
Kate levantó un pie.
—Y encontrar estas botas, ¿también es una señal?
—Lo que pasa es que tú no quieres verlo. Y que sepas que no me explico el tema con tu jefe, cuando a ti siempre te han ido los tíos cañeros.
—Eso no es verdad. Salí con Amill, y ése no era nada cañero —se defendió.
—Sólo estuviste con él dos mesecitos, guapa. Vamos, reconócelo, quien te duró fue Pous, el más crápula del instituto. Aún debo de guardar por arriba algún esmalte negro de esos que usabas cuando salías con él. Espera, Black Silk, ¿no? ¿Y qué me dices de Coma? Si se hubiese dejado…
Durante un instante, Kate contuvo el impulso de quitarse los calcetines y mostrarle los pies, pero en lugar de eso se calzó la otra bota y tiró de los cordones para igualarlos.
—Eso fueron tonterías de adolescente. He madurado y ya no necesito a los tíos para enfadar al abuelo, me basto sola. Además, seguro que ni siquiera los reconocería, deben de estar calvos y barrigones.
—Lo que tú digas, pero a ti te va esa clase de tíos. Y, si no, medita bien por qué te molesta tanto el sargento. Cada vez que sale en la conversación se te pone esa cara.
—¿Qué cara? Pero ¿qué dices?
Dana se ajustó el gorro convencida de que su intuición era acertada.
Kate estaba molesta por las insinuaciones de su amiga. Recordaba perfectamente la impertinencia con la que el sargento la había estado estudiando esa tarde al llegar a la finca, la arrogancia cuando le había hablado de Dana en el entierro. Incluso la espantada con el abuelo. Y deseó poder borrarlo todo. Pero sabía que olvidarse de los malos momentos no era su fuerte. Además, policías y motos estaban absolutamente descartados, ya había tenido bastante de las dos cosas en su vida. Por otra parte, ver la OSSA le había recordado a su padre y pensar en él lógicamente la había afectado. Ya se le pasaría. Lo peor era la deferencia con la que el cáustico del abuelo había tratado al sargento, eso sí la sacaba de quicio y no parecía una actitud con tendencia a menguar. Se lo contó todo a Dana y también el aprecio exagerado que mostraban los hombres de su familia por él.
—Sólo por eso ya estaría fuera de la lista —concluyó.
—Ya, ¿y tú te tragas todo eso que me estás contando?
Kate la miró ofendida.
—Vete a la mierda, Dan.
—Vale, pero ni siquiera lo que opine tu abuelo va a cambiar tus gustos. Y el sargento te va, aunque no vayas a reconocerlo ni muerta.
La BlackBerry protestó y Kate leyó el contenido del mensaje con el ceño fruncido. Marcó un número y le sacó la lengua a Dana. No hubo respuesta, así que soltó un bufido, escribió algo y mandó el mensaje.
—Ha surgido un problema de última hora —aclaró—. Le he dicho a Luis que pida un aplazamiento. No sé por qué no me contesta si acaba de mandar el mensaje. Es idiota, seguro que se ha puesto el casco de la moto y ahora no puede hablar.
—¿Por qué no te quedas un día más? —pidió Dana—. El jueves haremos la mudanza de Tato. Me ha pedido las cuerdas de la pick-up y le aseguré que ayudarías.
Kate le lanzó una mirada asesina y Dana puso cara de pena.
—No puedo, tengo que irme. Además, me fastidia cómo van las cosas cada vez que nos juntamos. Siempre hay alguien dispuesto a organizarme la vida, el trabajo o una cita a ciegas con alguno de los amigos solteros, crápulas y fracasados de Miguel. Por cierto, necesito que alguien limpie a fondo la casa del abuelo o todos van a pensar que soy una cerda. ¿La señora Elisa sigue en activo?
—Seguro que sí. Además, si se lo pides tú hará lo que sea. Eres su preferida.
Kate la miró extrañada, luego incrédula.
—¡Lo dices por lo de las botas! No me puedo creer que aún te acuerdes de eso.
—Era una apuesta que ganaste con trampas. No lo olvidaré en la vida, tramposa.
—Calla, rencorosa.
—Ya, pero tú vienes a la mudanza.
Kate negó con la cabeza.
—Son lo peor. Y seguro que me toca cocinar.
—Vaya, con eso sí que no contaba…
Kate le dedicó un gesto obsceno y ella respondió abriendo los ojos como platos.
—¡Catalina, qué modales! —canturreó con voz afectada.
—Te voy a dejar… —amenazó Kate interrumpida de nuevo por la BlackBerry.
La abogada frunció el ceño.
—Mierda. Es Mario, las últimas veces no le he contestado. Y han sido unas cuantas.
—Hazlo, o el hermano del lobo te comerá. ¿Quieres que vaya reservando sitio en la cima mientras atiendes a tu cuñado?
Kate puso cara de indignación.
La conversación duró unos minutos. Ella se disculpó una vez, le tranquilizó un par de veces y, hasta que colgó, hizo varias promesas que no tenía intención de cumplir. Fue entonces cuando soltó un gilipollas que casi se oyó desde el pueblo.
A pesar del buen paso que llevaban de camino a la cima, el sofoco de Kate se debía a la conversación con su cliente. Se desahogó hablando de cuánto la sacaba de quicio y contándole cómo le habían ido sus últimos casos. Dana la escuchaba despotricar, esperanzada de que el ex comisario tuviese razón y de que su vuelta al valle estuviese cada vez más cerca.