Carretera de Mosoll
Había salido cabreado de comisaría, y la recta de Puigcerdà, desierta a esas horas, le dio alas. Era una de esas noches en las que la luna se empeñaba en no dejar ni un rincón a oscuras. J. B. levantó la vista y siguió el perfil de las montañas. Aquél era un lugar hermoso, sin duda; quizá era la grandeza del paisaje lo que, con frecuencia, le hacía sentirse tan solo.
Había sido un imbécil al confiar en la señora Rosa. Ahora, cuando más la necesitaba, se escabullía como una culebra. ¿Cómo se suponía que iba a encerrar a su madre en un sitio de ésos, en una cárcel para viejos? Con todo lo que había hecho por él… Notó el escozor en los ojos y se forzó a pensar en otra cosa.
Por la mañana pediría los registros. El de los Bernat no le preocupaba, aunque desconfiaba de la amistad entre Santi y Desclòs. Sin embargo, el de la finca Prats le producía cierto desasosiego. Sobre todo, por si seguía allí la letrada para complicarle la vida y ningunearle a placer como la última vez. Al recordarlo se le encendían las tripas. Y no podía dejar de pensar en lo bien que le habían tratado Miguel y el ex comisario. Sólo esperaba que ese caso tan importante en Barcelona la hubiese alejado del valle antes del registro, porque como le faltase al respeto delante de los caporales no pensaba contenerse. Puso el intermitente y torció hacia Mosoll.
Era muy raro que una hija, nieta y hermana de policías mostrase esa actitud. Él mismo era un ejemplo de la educación en el aprecio y respeto al cuerpo que inculcaban las familias de la policía a sus hijos. Quizá fuese algo personal, una química imposible sólo con él. En cualquier caso, mejor para todos si no volvían a cruzarse.
Y, en cuanto al caporal, habría que buscarle algo para mantenerle entretenido mientras él se ocupaba del caso. No le quería pegado a su espalda todo el día, como una sombra. De repente, echó de menos a Jamal, e inconscientemente redujo la marcha. Si no la hubiese cagado, todavía estarían juntos. El pasado aparece de vez en cuando para joderte la vida, sentenció en silencio. Con un juego de muñeca rápido levantó la moto y la forzó al máximo. Desde lo sucedido en La Verneda, no había vuelto a congeniar con otro compañero. Después de aquello no tardó en descubrir que bebía mejor solo, que ya nada volvería a ser lo mismo y que la culpa únicamente dejaba de comerle por dentro como una carcoma infecta cuando estaba ebrio. Pronto llegaron las broncas, la suspensión, el internamiento en el País Vasco y la providencial llamada de Miguel, que supuso la luz al final del túnel. Luego, la comprometida visita a Millás, el ex compañero de su padre, y la destinación al valle. Con esa mochila estaba convencido de que trabajaba mejor solo y de que, además, debía andarse con cuidado y no meterse en líos si quería quedarse y dedicarse a su verdadera afición: restaurar OSSAS de colección y venderlas por Internet.
Cuando llegó al granero que tenía alquilado como vivienda, el problema de su madre seguía taladrándole el cerebro. Y encima estaba sin móvil.