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Finca Prats

Kate levantó la tapa de su maletín, sacó la crema hidratante y se frotó las manos con ella. Hacía años que no compraba tantas cosas en un supermercado. De hecho, había empezado con cuatro tonterías y había acabado con siete ecobolsas enormes completamente llenas. Entre el peso y el frío, así tenía las manos.

Dana había llegado a la finca descompuesta tras vomitar varias veces en plena carretera, así que al final Kate había decidido ir a la compra sola.

Se frotó con fuerza hasta que su piel absorbió toda la crema. La verdad, no se explicaba cómo su amiga tenía la casa tan dejada. Ni siquiera había encontrado productos de limpieza cuando intentó poner en marcha el lavaplatos, y tuvo que bajar a buscar papel de váter porque en su baño no había. En fin, como siempre, Kate al rescate. Se sentó en el escritorio y enroscó el tapón de la crema, luego cogió uno de los pañuelos de papel para secarse las palmas y las frotó con energía. Al volver de la compra la había encontrado envuelta en una manta con Gimle, delante del fuego del salón, con una gran taza entre las manos y embobada en el cuadro de la viuda. Pero con bastante mejor color. Tuvo que obligarla a levantarse y a ordenar la compra mientras ella subía a revisar el correo electrónico. Al final, incluso había conseguido que se ocupase de preparar la cena. A ver lo que comían…

Habían pasado casi cuatro días desde la noche del Arts y en su bandeja de entrada no había ni rastro de Paco. Eso ya era una señal. Una mala señal, de hecho, así que ya sabía a qué atenerse. Miró los portafolios que se apilaban sobre la mesa con la documentación que había subido. Todos llevaban una etiqueta impecable con sus iniciales y la numeración del caso. Las últimas cinco cifras correspondían a la suma de todos los expedientes que Kate había defendido para el bufete, una codificación propia que mantenía desde el primer día y que le recordaba todo el trabajo realizado.

Aquella mañana, al enclaustrarse en la habitación para concentrarse en el caso de Mario, también había examinado a fondo el dossier con los datos del técnico andorrano que le había remitido Luis. Y decidió resolverlo por su cuenta, sin consultarlo antes con Paco. Con esa intención le había llamado directamente para ofrecerle lo que él necesitaba a cambio de su colaboración.

Al colgar se había sentido satisfecha. Desde su punto de vista, la negociación con el técnico había sido perfecta. Tanto era así que al cabo de un par o tres de días él habría borrado los datos que vinculaban a Mario con las transacciones fraudulentas que le implicaban. Entonces decidió llamar al jefe para informarle. La socia de un gran bufete de Barcelona no se detenía por estupideces como quién debería llamar primero a quién después de un encuentro sexual. Así que marcó su número y esperó la respuesta. El contestador de Paco había saltado al fin para dar paso al consabido mensaje: el usuario al que llama tiene el terminal apagado o fuera de cobertura.

Y Kate se había sentido extrañamente aliviada por no haber tenido que hablar con él. La incomodaba imaginar cómo sería su siguiente encuentro en el bufete, y no sabía muy bien cómo actuar mientras tanto. Se alegró de que no hubiese respondido porque sería más fácil ver por dónde iban los tiros si él daba el primer paso. Bien pensado, tampoco estaba mal que no la encontrase allí al volver de viaje. Paco estaba llevando un caso importante del que no le había hablado, y que no la hubiese llamado en dos días para interesarse por el asunto de Mario era realmente significativo. Lo único que lamentaba era la punzada de decepción que sentía por no haber podido darle la buena noticia del técnico andorrano.

Revisó los mensajes y conectó la BlackBerry al cargador antes de bajar a cenar. Luis acababa de mandarle los datos del juzgado y la fecha de la vista. Si quería estar preparada, necesitaba un aplazamiento. Empezó a escribirle un correo para que preparase el documento y antes de acabar recibió una llamada. Paco se coló en sus pensamientos y Kate miró la pantalla con el corazón en un puño. Cuando vio que era su hermano, colgó y acabó de redactar el correo para Luis. No le apetecía aguantar los reproches de Miguel por no haberse ocupado aún de encargar la comida para la fiesta. Por la mañana lo haría; pasaría por La Múrgula, y listos.

Se acercó a la ventana y apoyó la frente en el cristal. La noche era fría y la luna parecía empeñada en iluminar cada rincón como una omnipotente linterna blanca. Descorrió por completo las cortinas y contempló el enorme sauce de la plazoleta. A su alrededor, el suelo era un mar de hojas larguiruchas que alfombraban el aparcamiento. La viuda siempre había mantenido la entrada y la casa impecables. Aspiró aire. La irritaba que la naturaleza se fuese adueñando de la finca y ocultase su majestuosidad por la desidia de Dana. Puede que estuviese muy liada con sus clientes y los caballos, pero eso no la excusaba de tener la casa y la despensa tan abandonadas. Aunque, bien pensado, nada de aquello podía extrañarle, pues siempre había sido la viuda la que se había ocupado de todo, y encima le daba tiempo de prepararles aquellas Tatin tan deliciosas.

Después de tantos años a su lado, Kate no se explicaba que Dana no hubiese aprendido a cocinar. Ella, en su lugar, con alguien como la viuda no hubiese perdido la oportunidad. Bien que aprendió todo lo que pudo de las motos de su padre, aunque luego no le sirvió para nada. Por suerte, la viuda la había tratado como a su propia nieta y siempre había podido hablar de cosas de chicas en casa de las Prats.

Pero un par de años después de la muerte de su padre, incluso eso cambió. Porque cuando se enteró de lo que le habían ocultado los suyos y quiso irse a vivir con ellas, la viuda no la aceptó. Ésa había sido la segunda mayor decepción de su vida. Hubo un antes y un después tras aquella petición desesperada que la abuela Prats había denegado con educada contundencia. Y, a pesar de eso, Kate había mantenido siempre su papel de protectora de Dana. De hecho, seguía cuidando de ella. Notó que se sulfuraba y corrió la cortina. A veces se le daba pan al que no tenía dientes. La BlackBerry empezó a vibrar sobre la mesa del escritorio y Kate sospechó que Miguel no se daba por vencido.