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Comisaría de Puigcerdà

Al llegar al aparcamiento de la comisaría, J. B. vio que tenía varias llamadas perdidas de un móvil desconocido. Pero lo que acababa de decirle Gloria era demasiado importante como para perder el tiempo devolviéndolas. Bajó de la moto y se dirigió al edificio con la sensación de avanzar flotando sobre el suelo. Además, había quedado con la forense para tomar algo en el Insbrük después del trabajo y así poder contarle cómo se había tomado «la doña» la información del correo que acababa de darle. J. B. estaba exultante. Y no sólo porque hubiese caso, que lo había, sino porque su instinto había funcionado una vez más. Y también por el placer que suponía asestar una patada moral en los morros a la comisaria. Lo único que oscurecía su cielo azul era la posibilidad de que le endosasen a Desclòs sí o sí. Pero, aun así, le quedaba la baza del informe. Se lo recordaría a la comisaria, y ella se vería obligada a aceptar de nuevo que él tenía razón. Cuando entró en la comisaría, Montserrat le llamó con la mano.

J. B. aprovechó para comentarle que la noche anterior no había podido encontrar el dossier sobre el CRC. Montserrat, sin levantar la vista de los listados que revisaba, le respondió que cabía la posibilidad de que estuviese entre los documentos que el comisario Salas-Santalucía se había llevado al jubilarse. Tendrás que preguntarle, había dicho. Luego le comentó que habían llamado varias veces desde Barcelona preguntando por él.

—Era una voz de mujer y se trataba de algo relacionado con tu madre.

J. B. recordó las llamadas perdidas del móvil y lo sacó del bolsillo. No era el número de la señora Rosa, la vecina que cuidaba de ella, y eso lo tranquilizó.

—¿Está la jefa?

—Está reunida con los de atestados. Luego quiere verte.

Montserrat parecía absorta en los listados, pero J. B. no podía esperar.

—Mientras, ¿puedes ponerme con el número que tenemos de Santi Bernat?

La secretaria asintió sin apartar los dedos de las teclas del ordenador.

Cuando J. B. colgó, apenas un minuto después, Montserrat seguía ignorándole por completo. Pero él necesitaba compartir lo que acababa de averiguar.

—Según su hijo, Jaime Bernat llevaba años sin pisar el consultorio de un médico, de modo que no estaba prescrito de nada en absoluto ni tomaba medicamentos de ningún tipo.

La secretaria lo miró como si estuviera loco y volvió a su pantalla. J. B. se dirigió al aparcamiento.

Santi había aprovechado la llamada para preguntarle por los objetos de su padre, el anillo y el bastón, y él había respondido que lo estaban investigando, sin dar demasiados detalles. Eran casi las cinco, no había comido y fuera empezaba a oscurecer. Necesitaba acercarse a comer algo antes de hablar con Magda. Luego, antes de ir al Insbrük, se pasaría por Correos a ver si sabían algo de la bocina que había pedido por Internet. No había dado dos pasos fuera del edificio cuando volvió a recibir una llamada del número desconocido, y la rechazó. Seguro que le buscaban para venderle algo a su madre. Hacía tres semanas que no hablaba con ella ni con la señora Rosa, y ni siquiera se había acordado de telefonearle. Culpabilidad y malas sensaciones. Decidió llamar a la señora Rosa y bajar el sábado a visitar a su madre. Buscó el número y marcó. Mientras escuchaba el tono vio luz en la sala de reuniones de la primera planta. Seguro que la comisaria tenía para rato, así que le daba tiempo a pasar por El Edén.

—Ñora Rosa…

—Niño, estamos en urgencias con tu madre. Ha vuelto a dejarse el butano encendido y por poco explota todo el edificio.

J. B. tragó saliva.

—Doy aviso en comisaría y en una hora estoy ahí. ¿En qué hospital está?

—Para el carro. Sólo tiene una quemadura en el brazo. Nos mandan para casa en seguida y me la llevo conmigo. Tú ven mañana, cuando puedas. No cojas la carretera de noche, no hace falta. Mi Mari está aquí con nosotras y nos lleva.

—Gracias, Rosa. Doy aviso y mañana a primera hora estoy ahí.

—Juanillo…, hay otra cosa. Los vecinos me han dicho que hable contigo o llamarán a los servicios sociales. Sola ya no puede estar. Tienes que buscar algún sitio para que la tengan y cuiden de ella.

—Pero si eso ya lo hace usted muy bien, señora Rosa.

—Ya, niño, pero ahora con el nieto voy entrando y saliendo a la guardería y al parque, y no puedo estar por ella como antes.

—¿Y si le pago? Rosa, ella no va a querer estar con nadie que no sea usted.

—No me ofendas, Juanillo, que yo a tu madre la quiero como a una hermana, tú lo sabes, pero ya no puedo. Cada día está peor. A veces, cuando me quiero dar cuenta ya ha salido a la calle con el camisón y el paraguas, descalza. Con lo que ella era… Me da una pena… Pero no puedo decirle a mi hija que no voy a hacerme cargo del niño porque tengo que cuidar a tu madre, ni tampoco meterla en casa, que ya tengo bastante con lo que cargo.

—¿Y qué voy a hacer ahora?

—Pues buscarle un sitio bien bonito y yo iré a verla todos los días.

—¡Qué jodida!, A visitarla sí que irá, ¿eh? Usted me dijo que se ocuparía, Rosa, y ahora me deja tirado —la acusó encendido.

La mujer hizo una pausa.

—Mira, Juanillo, yo sé que no piensas lo que dices, y no quiero seguir hablando contigo porque te conozco y no quieres ofenderme, pero podrías, así que voy a colgar y cuando estés más tranquilo me llamas.

J. B. se rodeó la cabeza con las manos y al notar el golpe del teléfono móvil en su sien derecha lo lanzó contra el suelo mientras soltaba un mierda tras otro con rabia. El aparcamiento de la comisaría no era el lugar para desahogarse, pero la vida era una mierda y él no podía hacer nada por evitarlo. Recogió con rabia las piezas del móvil esparcidas por el suelo y se dirigió al edificio. Antes de llegar a la puerta de cristal vio que la secretaria, con el teléfono en la oreja, le observaba. No podía con ella, no podía con nadie, así que dio media vuelta, se metió lo que quedaba del móvil en el bolsillo y subió a la moto. Se puso el casco y arrancó. Cuando daba marcha atrás para encarar la salida, algo le tocó la espalda y se volvió, colérico.

Montserrat le estaba gritando algo que el motor le impedía oír. La secretaria jadeaba por la carrera desde su silla hasta el aparcamiento, y J. B. apagó la moto. Aun con el casco puesto oyó que la comisaria le requería en su despacho de inmediato. Miró hacia el edificio. La sala de reuniones estaba a oscuras y acababa de encenderse la luz del despacho de Magda. Le tentó mandarlas a las dos a la mierda y largarse, pero el sentido común le hizo empujar la moto hasta el aparcamiento. Montserrat le dijo que Magda había recibido un sobre de la científica y que, después de leerlo, le había pedido que le localizase.

Cuando entraba en el despacho de la comisaria, J. B. notó que alguien se le acercaba por detrás. Era Desclòs, que le saludó con una sonrisa ladeada. J. B. se preguntó qué hacía allí el caporal y, al instante, pensó que en realidad le importaba una mierda.

Magda les ordenó que se sentaran. Sobre la mesa tenía un portafolios abierto y un documento encima con la palabra digoxina subrayada. J. B. comprendió en seguida que lo que llevaba en el bolsillo de la cazadora era una copia del mismo documento, la que acababa de darle Gloria. Después de hablar con doña Rosa, se había olvidado de la forense por completo. La comisaria respiró hondo y les anunció que acababa de recibir información crucial sobre el caso Bernat, unos análisis que modificaban el escenario en el que se habían movido hasta entonces. Acto seguido, permaneció unos instantes en silencio, disfrutando de la cara de sorpresa de Desclòs. Luego prosiguió con petulancia.

El alcalde en persona le había pedido prioridad y diligencia máxima para resolver el caso. Naturalmente, había que mantener el asunto en el más absoluto secreto. Nadie estaba autorizado a hablar de ello, ni siquiera con el hijo de Bernat, porque, hasta que se supiera algo más, cualquiera podía ser sospechoso. En ese punto, la perplejidad del caporal dio paso a una evidente indignación que le costaba contener. Pero la comisaria ignoró el modo en el que Desclòs se había acercado a la mesa y su manifiesta intención de hablar, y siguió a lo suyo.

Empezarían por solicitar un registro de la finca y la casa de los Bernat. Desclòs por fin se atrevió a interrumpirla y defendió sin argumentos la inocencia de Santi. Cuando Magda cerró el portafolios, el caporal le comentó que varios testimonios implicaban a la veterinaria de Santa Eugènia. J. B. le hubiese cerrado la boca de un puñetazo, pero el problema que le acababa de caer encima con lo de su madre le tenía ofuscado y las tripas le ronroneaban como un gato en celo. Magda asintió y, dirigiéndose a Silva, ordenó que registraran también la finca Prats. Mientras tanto, ella se ocuparía de controlar a la prensa y de dar la información pertinente cuando conviniese.

A J. B., con la mente aturdida, se le ocurrió que aquél era un color estúpido para el pelo de una mujer y que «la prensa» que él había visto hasta entonces en el valle se reducía a publicaciones mensuales que todos usaban como fondo del cubo de la basura. Desclòs se movió satisfecho a su lado y el familiar tufillo del caporal le llegó como un hálito tóxico. Después de la semana anterior, había esperado no tener que volver a compartir nada con aquel neandertal más allá del techo de la comisaría. Pero ya veía que no iba a librarse de él hasta que la comisaria echase un vistazo a su informe sobre la relación entre las dos familias. No quería meterse en problemas con un compañero, pero Desclòs era de los que le despertaban el pronto y, con el disgusto de su madre, no tenía el cuerpo para contenciones.

Pero ocurrió lo previsible. J. B. intentó protestar y apeló al informe del caso que le había entregado a Magda. Por desgracia, la comisaria no estaba dispuesta a dejarse contradecir, así que el sargento salió del despacho con un caso que resolver y un ayudante indeseado que fue tras él, como una sombra, hasta el interior de su despacho. Allí, J. B. dobló la copia del informe de tóxicos, la metió dentro de la cazadora y se subió la cremallera. Cogió las llaves de la moto y, sin mirarle siquiera, le dijo a Desclòs que le vería por la mañana.