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Era Bernat, Santa Eugènia

Antes de llegar a la era de Pi, Dana leyó la respuesta de Miguel a su whatsapp y miró a Kate de reojo. Ahora sólo le faltaba convencerla para que se quedase un día más. Mientras la veterinaria pensaba cómo se las apañaría para conseguirlo, Kate aparcó en el estrecho arcén de la carretera de Pi y bajaron del coche. Dana llevaba puesto el anorak de su abuela como escudo protector, convencida de que no podía quedar nada bueno donde había traspasado, si es que lo había hecho, alguien de la calaña de Jaime Bernat.

El zarzal intermitente que separaba ambos campos comenzaba a pocos metros del coche y se perdía en la arboleda de la parte alta de las eras. Allí donde empezaba el frondoso bosque de abetos que cubría la cima de la montaña de Santa Eugènia. A mitad de la cuesta, una cinta blanca y azul marcaba la zona en la que había aparecido el cuerpo de Jaime Bernat. Kate cerró el coche y observó un momento el trozo de terreno acordonado. Acto seguido saltó la acequia y entró en la era. Cuando se volvió, Dana también miraba hacia arriba. Pero seguía de pie junto al coche, como si éste pudiese protegerla de algún modo. Le preguntó, y Dana empezó a contarle que, mientras discutía con Jaime, Santi les había estado observando desde más arriba. Cuando la vio llevarse los dedos a la boca y empezar a pellizcar los hilos del esparadrapo con los dientes, Kate se sujetó a la alambrada y empezó a subir. Dana la seguía a pocos metros, atenta a cualquier ruido de motor. Empezaba a oscurecer, y temía que si alguien pasaba por allí y las descubría, avisase a la policía y todo acabase complicándose aún más. Cuando llegaron a donde estaba la cinta, Kate se detuvo y volvió a estudiar con atención el terreno acordonado y los alrededores.

—Es decir, que Santi arreglaba la alambrada a la altura del poste grande —aventuró señalándolo con la mano.

—No, un poco más abajo, en el anterior. Y tenía el quad un poco más arriba —matizó Dana en un susurro—. Creo que también llevaba un remolque.

—Y, entonces, tú llegaste y te bajaste del tuyo para matar a Jaime —se burló.

Dana la miró indignada. ¿Cómo podía bromear en un momento así, cuando cualquiera podía pasar y pillarlas husmeando donde no debían?

—Eres idiota. Venga, vamos, ahora ya lo has visto y, si alguien nos descubre, la policía tardará cinco minutos en presentarse.

—No te preocupes, ni siquiera hemos profanado la escena. Aún…

Kate soltó una carcajada al ver la expresión de Dana, y a ésta le dieron ganas de darle un guantazo a su amiga.

Apenas un minuto después, la veterinaria la oyó gritar:

—Ya podemos irnos.

Dana le respondió molesta.

—No tengo ni idea de por qué hemos subido hasta aquí.

—Pues para comprobar algo, y ya he visto lo que necesitaba. Además, si no nos vamos, igual te da un tembleque y tengo que cargar contigo hasta el coche. Que sepas que te bajaría rodando —amenazó.

Dana se dio la vuelta, aliviada, y empezó a bajar la cuesta. Apenas había luz y se le ocurrió que, aunque alguien pasase por la carretera, al cabo de unos minutos sería improbable que las viese. Y, en cuanto al coche, nadie reconocería el A3 de Kate. Esa idea la tranquilizó.

Pero al poco de empezar el descenso advirtió el silencio inesperado que la acompañaba y se volvió. Kate había entrado en la zona acordonada. Dana tuvo ganas de gritarle algo, pero empezó a respirar con dificultad. Se quedó quieta, dudando si volver a subir y echarle la bronca. Pero un segundo después, como si hubiese oído sus pensamientos, Kate empezó a bajar. Lo hacía por la era de los Bernat, y ella le hizo señales para que volviese a sus tierras. Cuando la alcanzaba, se volvió para empezar a bajar y el corazón le dio un vuelco. Había un coche parado detrás del A3 y no se veía a nadie alrededor. Intentó distinguir si el conductor seguía dentro. No fue capaz. A esa altura no había dónde esconderse. Los terrenos estaban despejados desde la carretera hasta la arboleda, así que sólo podía tirarse al suelo y rezar para que no las hubiese visto ni hubiese reconocido el coche. Se volvió buscando a Kate y no la vio por ninguna parte. La oscuridad ya era casi total y estaba sola al lado de la alambrada. Notaba la garganta tan seca que ni siquiera podía gritar el nombre de su amiga. Trató de controlar la respiración, inspirando por la nariz. Pero cuando la contenía para oír las pisadas de Kate, sólo era capaz de escuchar el bombeo furioso de su corazón. Se agachó y volvió a mirar hacia el coche. No podía quedarse allí, agachada toda la noche, era absurdo. Además, en realidad no habían hecho nada. En un alarde de valentía cogió aire y susurró el nombre de Kate. Pero no obtuvo respuesta. Apoyó una mano en la alambrada y se ayudó de ella para levantarse. Con paso inseguro fue bajando con una mano sujeta al alambre de arriba. Notó los primeros cortes y rasguños, pero siguió avanzando. Jamás debían de haber pisado la tierra donde había muerto Jaime Bernat. Cuando llegó abajo sólo encontró el coche de Kate. Ni rastro de ella o del otro vehículo. Miró a ambos lados de la carretera y, en ese instante, se encendieron tenuemente las luces de una granja a la entrada de Pi, a unos trescientos metros de donde se encontraba. Entornó los ojos y buscó angustiada en todas las direcciones, incluso hacia lo alto de la era. A su alrededor todo era oscuridad, apenas se distinguían ya las cintas blancas que acordonaban la zona donde había discutido con Bernat. Empezó a pensar que tal vez su alma se negaba a abandonar la montaña que tanto había deseado en vida, y el cuerpo se le fue encogiendo con la espalda contra la puerta del coche. En seguida notó la náusea, que le subía desde el estómago. Se agachó e intentó contener las ganas de vomitar. Se mantuvo así, agazapada, escuchando el silencio, preparada para lo peor. No había señales de Kate y la oscuridad lo envolvía todo como una telaraña asfixiante. Estaba convencida de que el temblor de las piernas no la dejaría subir hasta el lugar donde había visto a su amiga por última vez. Sólo era capaz de decirse que era una cobarde por no ir en su auxilio. Se acurrucó y cerró fuertemente los ojos para poder pensar. La náusea seguía ahí, amenazadora, cada vez más intensa. Y entonces lo oyó. Era un susurro. Con la piel erizada, abrió los ojos y la vio acercarse por la carretera con la BlackBerry pegada a la oreja.