Comisaría de Puigcerdà
Antes de colgar el teléfono, las conexiones nerviosas de Magda Arderiu, máxima autoridad en la comisaría de Puigcerdà, ya funcionaban a pleno rendimiento. Jaime Bernat era amigo del alcalde. Tenían negocios juntos y atesoraba una de las mayores fortunas del valle. Magda acababa de coincidir con él apenas hacía dos semanas en la barbacoa anual que solía ofrecer el político, y nada le hizo presagiar lo que acababa de oír. Recordó su comentario sibilino sobre la reciente decisión del CRC, el Consejo Regulador de la Cerdaña, de talar el cortafuego de Santa Eugènia en las tierras de la finca Prats. Teniendo en cuenta que la otra opción para ubicarlo eran sus propias tierras, y que una instalación de tal calado mermaba notablemente el valor de las fincas, no era de extrañar su satisfacción. Ese hombre era un malaje, y ella lo sabía.
Como la mayoría de los propietarios importantes de la zona, Bernat hacía y deshacía a su antojo desde su silla en el CRC. Sus miembros eran los principales terratenientes del valle. En sus reuniones acordaban favores mutuos, y al menor contratiempo se invitaba a los pequeños propietarios a venderles sus tierras. En el valle nadie vendía más de doscientas hectáreas de terreno a los foráneos. Allí se jugaban las verdaderas partidas del valle, y Magda, aficionada a pasear sus galones por actos sociales y comités, se cuidaba bien de estar a buenas con el poder local que actuaba en la sombra. Respiró hondo. Sólo esperaba que se tratase de una muerte natural porque, de no ser así, la lista de sospechosos del asesinato de Bernat podía ser muy larga.
La comisaria se apoyó en el respaldo de su butaca. Interesante jornada la que tenía por delante… La muerte de Jaime le proporcionaba un protagonismo inesperado que, desde luego, iba a aprovechar. Se balanceó en la butaca, con los antebrazos sobre los soportes del asiento y las manos colgadas a ambos lados, mientras ordenaba mentalmente las llamadas que debía hacer. Primero, convenía ocuparse de la autopsia y de recibir la primera copia de ésta para controlar la información. Después, el funeral. Seguro que iría todo el mundo, así que se pondría el traje negro con el ribete crudo, ese que le daba una imagen sobria y elegante. Con suerte, Matilde, la mujer del alcalde, se quedaría en casa y ella podría acaparar a Vicente sin tener que hacerle ningún parabién a esa irritante bruja que se empeñaba en tratarla como una vulgar subordinada de su marido. El simple hecho de pensarlo la sulfuraba. Algún día la pondría en su lugar. De hecho, lo único que se lo había impedido hasta entonces era la posibilidad de que las relaciones entre la alcaldía y las fuerzas del orden, de las que como comisaria era la máxima representante, se viesen enturbiadas. Y también la amistad entre Pepe, el hijo del alcalde, y su hijo Álex. Magda se preguntaba qué había visto en ella un hombre como Vicente. Sería el dinero, y las tierras de su padre. O puede que ella se hubiese quedado embarazada y él, todo un caballero, hubiese cumplido con su deber. Chasqueó la lengua y miró a través de la ventana hacia la cumbre del Puigmal. Todo eso no eran más que elucubraciones que no la llevaban a ninguna parte. Especialmente, en un momento en el que era de vital importancia estar centrado y aprovechar la situación.
Al levantarse de la butaca, notó el sujetador más prieto que de costumbre y decidió saltarse las pastas. Hasta el entierro, sólo café. No quería que el traje le marcase demasiado las curvas y, aunque sabía que su atractivo no radicaba únicamente en eso, era importante cuidarse.
Pulsó el botón de secretaría. Mientras ordenaba a Montserrat que avisara al sargento Silva, observó satisfecha la impecable manicura francesa de su índice. Lo quería en su despacho de inmediato. Se apartó el pelo de la frente con el anular y el meñique, y le rugieron las tripas.
Volvió a pulsar el botón y le pidió un americano bien cargado.