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Comisaría de Puigcerdà

Cuando sonó el teléfono y Montserrat le comunicó que había llegado un informe de la policía científica para ella, Magda sonrió. Desde que algún imbécil inepto había multado al hijo del alcalde por un test de alcoholemia sin importancia, las relaciones con la alcaldía no pasaban por su mejor momento y esperaba que el contenido del informe fuese la excusa perfecta para restaurarlas y que, de nuevo, el poder político y las fuerzas del orden fuesen aliados.

Además, el hijo del alcalde era del mismo equipo de hockey que Álex, y con frecuencia iban juntos a casa a prepararse algo de comer después de los entrenamientos. No era agraciado como su hijo, porque había salido a la familia de Matilde, y tenía los ojos juntos y apagados de una tortuga, igual que la alcaldesa consorte. Pero a Álex le iba de perlas tener a alguien bien relacionado para salir por ahí mientras estuviesen destinados en el valle. Y cualquier cosa era mejor que una pueblerina a la que, en cualquier descuido, le podía dejar un regalito. Sonrió. Había encontrado preservativos de colores en su mesilla de noche y en el cajón de los calzoncillos. Normal, Álex era igual que su abuelo materno, como un armario y con acabados de lujo.

Dos golpes suaves en la puerta, y Montserrat entró para dejarle el informe sobre la mesa y volver a salir sin hacer ruido. Desde luego, la secretaria había resultado mucho mejor de lo que le pareció en un principio. El único problema eran sus aires de Juana de Arco cuando hablaba de los derechos de los agentes, pero la comisaria podía bregar perfectamente con eso. Después de la que le había montado con los turnos, Magda decidió echar un vistazo a su ficha para ver si, en caso de ponerse demasiado pesada, existía la posibilidad de quitarla de en medio. Lo que más la sorprendió fue la edad porque, la verdad, por su aspecto jamás habría imaginado que ambas eran del mismo año. Cogió el sobre que acababa de traerle la secretaria y lo abrió.

El documento arrojaba información inesperada sobre la muerte de Bernat. Lo releyó y pulsó el interfono para ordenarle a Montserrat que avisara a Silva de inmediato. La secretaria le dijo que el sargento había salido y, además, le recordó que faltaban quince minutos para que llegasen los de atestados, que venían a reunirse con ella. Magda repitió la orden en un tono que no dejó lugar a excusas, quería verle en su despacho después de la reunión. Antes de soltar el botón del intercomunicador, dudó si empezar sólo con Desclòs, pero desechó la idea y levantó el dedo. A pesar de su aspecto, Silva era el hombre más preparado que tenía, y el hijo del juez distaba mucho de ser un ingenio de la naturaleza. Con el informe todavía en la mano, se recostó en el respaldo de su butaca y abrió el último cajón con la punta del zapato. Apoyó los pies en él y releyó el informe para cerciorarse de que sus conclusiones eran correctas.

Definitivo y concluyente. En ocasiones, los de la científica empleaban un argot poco claro a la hora de redactar los informes y uno podía dudar de lo que había entendido. Esta vez no. Ella no. La conclusión era clara, cristalina, y cambiaba por completo el caso. De hecho, convertía la muerte de Bernat en un crimen. Magda sonrió satisfecha. Eso significaba la oportunidad de estar en primera línea, de repartir información con cuentagotas según sus conveniencias, y de tener al alcalde y a los del CRC comiendo de su mano si querían averiguar lo que había ocurrido con Bernat.

Miró a través del ventanal del despacho, y el cielo crepuscular de los anocheceres del valle la transportó a sus encuentros con Hans. Había quedado con él en el hotelito y quería pasar por casa para ducharse y ponerse ropa interior sexy. Puede que no fuese un gran profesor de golf, pero su dominio de otras artes compensaba con creces la factura de las clases. Con la cabeza recostada, cerró los ojos y saboreó el recuerdo de su último encuentro. Notó un estremecimiento intenso. El cuerpo del holandés siempre la hacía temblar, y eso no era nada fácil. Su ex, por ejemplo, no lo había conseguido ni una sola vez. Magda estaba convencida de que la diferencia de edad no había tenido nada que ver. Además, se consideraba una mujer práctica, y el cargo de su ex marido, como jefe supremo de la división de delitos financieros, siempre le había parecido más importante que unos temblores que, al fin y al cabo, aprendió a conseguir de otras fuentes. Miró el reloj de la pared y se relajó. Quedaban tres horas para encontrarse con Hans. La reunión con los de atestados no pasaría de media hora, y el encuentro con Silva le llevaría sólo unos minutos. Cerró los ojos y perdió la noción del tiempo.