Finca Prats
Kate conducía su A3 hacia la finca Prats pensando en lo que acababa de soltarle el abuelo delante de Miguel. Sus hermanos no habían ido al entierro. Miguel había preferido esperarlos en casa para conocer el parte de boca del ex comisario, y Tato acababa de llegar de Nèfol, donde estaba acabando de colocar unas puertas labradas que le había encargado una pareja de arquitectos famosos. Y ella, como de costumbre, tuvo que esperar a que comentasen el funeral, a que Miguel le hiciese la pelota al abuelo con descaro y a que todos alabasen sin recato al sargento. Y cuando en una pausa de la conversación dijo que se marchaba, empezó el festival de reproches y consejos que ella no había pedido ni tampoco deseaba.
Cambió de marcha y en la recta de la subida de Prats a Baltarga presionó el acelerador con rabia.
Pero ¿quién se creían para decirle lo que era o no importante? Eso tendría que decidirlo ella, ¿no? ¿Acaso había pedido alguna opinión? Pues no. Además, ya sabía que Dana estaba en el punto de mira, que la necesitaba, y que llevaba sola demasiado tiempo. Y no era necesario que se lo recordasen. Intentó llenar los pulmones con la vista en el cuentakilómetros y hundió el pie aún más en el acelerador. Por eso le molestaba volver, porque todos se creían con derecho a emitir juicios sobre su vida y a organizársela. Y eso, sin hablar de las insinuaciones malintencionadas que solía dejar caer el abuelo sobre el perfil de los clientes del bufete. Lo extraño era que esta vez no hubiese mencionado nada sobre la gentuza a la que defendía o sobre cuándo pensaba volver y formar una familia como Dios manda. Aún tendría que agradecerle que se hubiese centrado en Dana, aunque probablemente sólo lo había hecho para mortificarla. ¿Es que nadie entendía que no necesitase un hombre para vivir? En los quince minutos escasos que había pasado en casa del abuelo, hasta Miguel se había puesto de parte de él. Y eso, después de que ella aceptó ocuparse de la fiesta. El muy traidor… Y, cuando ya se iba, tuvo la tentación de escandalizarlos y contarles su historia con Paco, pero imaginó lo que dirían cuando supiesen que salía con un hombre de la edad de su padre y se contuvo. Que su vida amorosa siempre estuviese encima de la mesa y todos se creyeran con derecho a opinar era una de las razones por las que odiaba volver al valle.
La última vez que lo había hablado con Miguel y le había pedido su ayuda, él le había respondido que si le molestaba tanto el asunto sería porque, en el fondo, también se daba cuenta de que había algo en su vida que no funcionaba. El muy imbécil incluso se había permitido sugerirle que fuese más honesta consigo misma. Él, que desde los catorce iba como un abejorro, de flor en flor, sin respetar al dueño del jardín. Pero ¿qué se había creído?
Igual que un par de años atrás, cuando durante una comida familiar su hermano Tato había insinuado que nadie la juzgaría por tener otras preferencias, y que en el valle se rumoreaba sobre su «amistad» con la veterinaria. Ella les preguntó si alguno de verdad creía semejante estupidez, y sus silencios le respondieron por ellos. Aquel día se había sentido más sola que en su apartamento de Barcelona un domingo por la tarde. Incluso adelantó su vuelta a la ciudad y se prometió que no volvería a pisar el valle a no ser que se tratara de un caso de vida o muerte. Y así fue. De hecho, tuvo que enfermar la abuela de Dana, la viuda Prats, para que volviese a cruzar el túnel del Cadí.
Aquel día había tomado la decisión de no compartir con Dana el tema de la sobremesa para no disgustarla con los comentarios de los Salas. Esos que ahora tenían un nuevo protegido ilustre: el tatuado sargento Silva. Al pensar en él le vino la imagen de las letras góticas en el cuello. Negó con la cabeza y puso el intermitente para torcer hacia Santa Eugènia. Tanto apoyo de su familia hacia el tipo que admitía abiertamente sospechar de Dana era incomprensible e irritante. Y, encima, tenía que aguantar que Miguel y el abuelo hablasen de él como si fuese el no va más. Ya en la academia de capacitación era el mejor, brillante, había anunciado Miguel orgulloso, como si aquel desarrapado fuese algo suyo. Y entonces ella había comentado con sarcasmo el extraño cambio que suponía esa nueva amistad de Miguel, teniendo en cuenta lo que le disgustaban los tatuajes, y les había recordado el último tatuado con el que había tenido relación la familia, Rafa Pous, el chico del último curso con el que ella había salido y al que Miguel había destrozado la cara en un partido de hockey. Y, tras ese comentario, todo había sido muy rápido. La mirada que su hermano le dirigió al abuelo y la sonrisita de Tato durante ese silencio. Quince años después, Kate comprendió que la idea de escarmentar a Rafa no había surgido de sus hermanos.
Al llegar a la finca Prats, aparcó el coche bajo el sauce y buscó la BlackBerry en el bolso. Tenía un mensaje de Luis en el que la informaba de que su contacto en la judicatura le había soplado el número del juzgado que les asignarían. La mala noticia era que el nuevo despacho no estaría listo hasta el jueves a primera hora. Kate le respondió con la orden de avisarla cuando llegase la notificación. En cuanto al despacho, ella misma llamaría a mantenimiento y el miércoles trabajaría desde casa. Kate cerró el mensaje y respiró satisfecha. Si tenían suerte y les tocaba el juez Márquez, puede que el caso de Mario fuese un paseo, porque Paco siempre se cobraba los favores.
Por lo menos su vida profesional le daba un respiro. Revisó las llamadas recibidas y el correo. Ni rastro de Paco. Se sentía algo decepcionada con la situación. Pero ¿qué esperaba después de haber ignorado su llamada en el funeral? Él no era de los que iban detrás, él iba delante, sólo delante. Pulsó el botón rojo y guardó la BlackBerry en el bolsillo de la chaqueta. Puede que sus expectativas fuesen demasiado altas después de la noche en el Arts, puede que para él no hubiese sido más que un desliz con la nueva socia o el modo de darle la bienvenida al club.
Bajó del coche y fue hacia la entrada con una mezcla de desazón e inquietud al imaginar su primer encuentro con Paco en el bufete. Una molesta sensación de la que sólo podría librarse si se sumergía a fondo en el caso. Y eso haría, porque a esas alturas parecía evidente que él no iba a volver a llamarla, a pesar de haberse despedido con una nota, un continental con rosas incluidas y un chófer. Por ella, de acuerdo; si no quería hablar, perfecto. Al fin y al cabo él era el jefe y lo conocía bien, así que cuando había entrado con él en el Arts ya sabía quién establecería las normas del juego. Aun así, en cuanto surgiese la oportunidad, pensaba dejarle claro que no se había comportado bien. Relaciones complicadas o sin futuro: su especialidad.
Había luz en el despacho y se dirigió hacia allí. Cuando entró, Dana introducía apresuradamente algunos papeles en un sobre. Al verla esbozó una sonrisa forzada. Kate intuyó que algo no iba bien, pero cuando le preguntó, Dana aseguró que eran asuntos bancarios sin importancia que arreglaría por la mañana. Kate soltó el bolso sobre el Chester y se dejó caer en él sin perder detalle de los movimientos de Dana. La veterinaria guardó los documentos que había sobre la mesa en el cajón central del escritorio, echó la llave y se la metió en el bolsillo. Luego, como si nada, colocó un par de cojines en el suelo y atizó el fuego. Kate la observaba perpleja. Era la primera vez en veinte años que veía a alguien cerrar con llave ese cajón. Dana se volvió hacia ella y se estiró para coger un tronco. Después la miró sonriente y se volvió para echarlo al fuego.
No, no era probable que le ocultase algo. Dana no tenía secretos con ella, nunca los había tenido. Sencillamente, no era capaz de guardarlos. Le ocurría igual que a Tato. Tarde o temprano se venían abajo y lo soltaban todo, como con la paliza de Rafa Pous. De repente, necesitó contárselo. Que había sido el abuelo quien había ordenado que le destrozasen la cara a su antiguo novio. Sólo de pensarlo ya se sulfuraba. Siempre controlándolos, siempre decidiendo por ellos. Estaba convencida de que le ponía enfermo que ella hubiese conseguido tener su vida en Barcelona, donde él no podía inmiscuirse. De hecho, ése era su mayor logro: haber huido de su dominio. Sin embargo, en ocasiones todavía tenía la sensación de que nada escapaba a su sombra.
Permanecieron en silencio unos minutos hasta que Dana, con las piernas cruzadas sobre el almohadón y la cabeza de Gimle en la rodilla, se interesó por el entierro.
Kate le contó que había visto a Chico Masó, añadió que estaba convencida de que era el tipo perfecto para pasar un buen rato y que, definitivamente, era un pecado desperdiciar la oportunidad. Dana la escuchaba con una media sonrisa en el rostro, quizá imaginando los comentarios de los vecinos y el berrinche del viejo Masó. A estas alturas ya tenía bastante con los problemas del día a día de la finca como para meter a un hombre en su vida. Seguro que estaba pensando eso, la conocía bien. Kate no imaginó ni por un instante que las cábalas de Dana iban en otra dirección y que lo que la veterinaria tenía en la mente en realidad era que, siendo tan lista y después de tantos años, Kate no tenía ni idea de sus verdaderos sentimientos.
Entonces, la abogada le habló de Rafa Pous.
Dana se echó a reír y le respondió que la envidiaba por tener a alguien que se preocupase tanto por ella.
—Al fin y al cabo hay que reconocer que Pous era un error que te hubiese podido costar muy caro si Miguel no le hubiese destrozado los dientes y la nariz en aquel partido.
Kate sabía a qué se refería. Había salido con él para enfadar al abuelo en su época más incendiaria, cuando acababa de descubrir lo que le habían ocultado sobre las actividades y el suicidio de su padre. Además, Rafa era un tipo oscuro al que, años después, encontraron en su coche muerto de una sobredosis.
—Vi a un tío en Barcelona con uno de sus tatuajes —recordó en voz alta—, el de la wuivre.
Dana la miró sorprendida.
—Las dos serpientes enlazadas, la fuerza de la tierra. No puedo creer que aún te acuerdes de sus tatuajes, ¡con todos los que llevaba! Además, todo aquel rollo de la red de Hallstatt que se inventó para hacerse el importante… ¿Cómo se llamaban?
—Kaun.
—El fuego celta que engulle a los muertos y los transporta a otro nivel. Muy poético, muy absurdo.
—Pues por un tiempo bien que le creímos…
—Éramos unas adolescentes y él un tipo oscuro que nos seducía con sus frases enigmáticas, sus tatuajes y su ropa negra, un aprendiz de maleante que nos metió en más de un lío.
Kate asintió pensativa. Dana se refería a las apuestas, un juego al que habían jugado desde pequeñas y que habían enterrado por completo tras el accidente.
—Él convirtió algo divertido en tragedia, nos hizo saltar de nivel una y otra vez hasta el límite. Bueno, a ti más. El accidente de Joel fue culpa suya, él no quería saltar, lo sabes, pero nadie podía negarle nada al Oscuro o pasabas a ser un proscrito para siempre. Él dijo puenting, y todos tras él. Lo milagroso es que no nos matásemos todos. Así que agradece que alguien le hiciese olvidarse de ti.
—Ya, pero no me negarás que es extraño que un nórdico llevase el mismo tatuaje, del mismo color y en el mismo lugar.
—Kat, olvídate, era una invención de adolescente con ínfulas. ¿Es que no te das cuenta de lo absurdo que es pensar que existe una organización así? ¿Con qué fin, vender droga? Eso ya lo hacen en todas partes los camellos adultos. ¿Y lo de morir cuando llegue el relevo? Vamos. No creo ni que fuese el mismo tatuaje, tal vez parecido. Los símbolos celtas son muy comunes en Europa central y en Escocia, en toda Inglaterra, de hecho. La gente se hace tatuajes constantemente, hasta nosotras lo hicimos. Además lo celta está siempre de moda, ya lo sabes. La suerte que tuvimos fue que se olvidase de nosotras. Tendríamos que estar agradecidas a Miguel o a quienquiera que tuviese la idea de quitárnoslo de encima.
Kate la miró molesta.
Estaba segura de que el tatuaje del camarero del Arts era igual que el de Rafa, los mismos colores y el mismo tamaño. Y también de que Dana siempre defendía al abuelo porque no lo conocía como ella. Aunque en lo de Rafa Pous posiblemente ambos tuviesen razón.
Aun así era irritante constatar una vez más cómo el abuelo la controlaba a sus espaldas. Kate recordaba perfectamente el coche en el que encontraron a Pous, había fumado hierba en él y casi habían hecho el amor sobre sus asientos. Y la verdad era que no tenía ni idea de si se arrepentía de algo, pero lo que sí tenía claro era que nunca se sentía tan culpable, ridícula o frustrada como cuando pensaba en el abuelo.
—Además, el Oscuro acabó con lo que más nos divertía, las apuestas. Ahora vuelvo —anunció Dana, y se puso de pie.
Desapareció y al poco regresó con dos yogures, cucharas, miel y un paquete de copos de avena. Lo dejó todo sobre la mesa auxiliar y la colocó entre las dos para empezar el ritual. En silencio, comenzaron a pasarse los ingredientes con la precisión de reloj suizo que habían adquirido tras tantas tardes de merienda. Primero, echaron la avena en el bol. Luego removieron el yogur antes de verterlo todo sobre los copos. Por último, volvieron a removerlo todo hasta conseguir un efecto de pasta cremosa al que sumaron un chorrito de miel. Con la primera cucharada se sonrieron y Dana sacó la lengua, completamente blanca, en busca de la respuesta de Kate. Pero ella no estaba por la labor y sólo dibujó una mueca. Volver a las etapas superadas no le apetecía, ni remover el pasado, y menos aún con la tardecita que le habían hecho pasar entre el funeral y la casa del abuelo.
Arrancó su monólogo quejándose por tener que ocuparse de la fiesta que había organizado Miguel para que al final, como siempre, él se llevase los honores. Claro que prefería organizarlo ella a que la celebración fuera un desastre. Dana la miraba de un modo que la molestó y decidió cambiar de tema. Entonces le contó que había visto a la hija de Jaime Bernat en el entierro.
—Iba con el marido.
—¿Y qué tal es?
—Mmm… Alto, con clase y estirado. Uno de esos atractivos crípticos con barba de pocos días.
—¿Ojos?
—Ni idea, no se quitó las gafas de sol ni en la iglesia. En fin, la panadera de Alp dijo que era un cirujano extranjero.
—¿Cotilleaste con la panadera de Alp? —preguntó Dana con incredulidad.
—No, yo sólo escuchaba —respondió Kate, molesta.
Dana asintió con una sonrisa irónica.
—Lástima que no tendré ocasión de verle —fingió apenarse.
—No creo que ésta vaya a ser su única visita al valle.
—¿A qué te refieres?
—Pues a que es una Bernat y vendrá a reclamar su parte del pastel. Es un pastel muy grande, querida.
—Después de tantos años no sé yo si tiene derechos…
—Siempre que el testamento no se los niegue explícitamente, los tiene —aclaró la abogada.
—Desde luego su padre era bien capaz de hacer algo así.
Kate asintió pensativa.
—Cuéntame más cosas —le pidió Dana.
—¿Sobre qué?
—Sobre lo que quieras, sobre Inés y su cirujano.
—Parece que era el cardiólogo que trató a su madre durante los últimos años.
—Pues no le fue muy bien a la pobre. Se murió, ¿no?
Kate rió.
—No sé, pero los vi marcharse en un deportivo lujoso, así que les gustan las cosas caras. Creo que ella tampoco anda muy fina.
—¿A qué te refieres?
—Le están dando algún tipo de tratamiento. Llevaba la cabeza cubierta…
Dana chasqueó la lengua.
—¿Y con Santi?
—Ni se saludaron —negó con la cabeza.
—Si a mí me hubiera dejado sola con Jaime toda la vida, te juro que tampoco habría vuelto a dirigirle la palabra.
Kate sonrió de nuevo. Entre los Bernat todo era posible. Sería interesante ver cómo acababa el asunto del patrimonio familiar.
La conversación fluyó hacia el caso que Kate estaba llevando en Barcelona. Le contó a Dana su preocupación por el perfil de Mario y por sus constantes interferencias. También, por el fiscal que les había tocado, un adversario de primer nivel, y por el papel ultraprotector de Paco con su hermano, que le despojaba de toda imparcialidad a la hora de opinar. Todo eso hacía que tuviese que andar con pies de plomo y representaba trabajar bajo mucha presión.
Dana la escuchaba muda, y cuando Kate reparó en su silencio quiso saber en qué estaba pensando.
—¿Un fiscal que te preocupa? Eso es nuevo.
—No te creas, éste lo gana todo. No es probable que te haya hablado de él, pero Jan Bassols es el mejor, y superarle sería la guinda.
—¿Bassols? —Dana repitió el apellido como para sí misma.
—Sí, ¿te suena de algo?
La veterinaria se levantó a atizar el fuego.
—Creo que si te preocupa de verdad, deberías pedirle a Paco que le asigne el caso a otro abogado.
Al volverse hacia Kate, Dana ignoró su gesto de perplejidad.
—Paco me pidió que me encargase de él en persona porque no se fía de nadie más —declaró con orgullo.
El escepticismo en la mirada de Dana la indignó.
—Desde luego, qué fácil es hablar cuando eres tu propio jefe… —replicó Kate.
La veterinaria asintió dispuesta a defender su punto de vista.
—Tienes razón, pero creo que deberías relativizar un poco lo del trabajo. Parece que vayas a heredar el bufete, y no creo que eso pase, la verdad.
Kate pensó si era el mejor momento para contarle que la habían ascendido. Sin embargo, lo que de verdad se moría por contarle era lo del Arts.
—¿Qué opinas? —quiso saber tras la confesión.
Dana se encogió de hombros.
—Prométeme que no te vas a enfadar.
Kate frunció el ceño y asintió a la defensiva, mientras preparaba argumentos para rebatir cualquier objeción que Dana pudiese plantearle.
—Creo que cuadra mucho con el perfil de Paco atar bien todos los cabos.
—¿Qué quieres decir?
—Tan lista, y a veces parece que vivas en el limbo. Pues que se ha acostado contigo para que des el doscientos por cien defendiendo a su hermano y para que no le falles. La nota que te dejó lo dice bien claro: ocúpate de Mario, ¿no decía eso?
Tras un silencio tenso, Kate apuntó:
—Céntrate, dice céntrate.
—Pues eso, Cat, no puede estar más claro.
¿Cómo podía haber intuido Dana algo que a ella se le había pasado por completo? Y, encima, seguro que tenía razón. ¿Por qué si no Paco la habría metido en su cama justo ahora, cuando llevaban casi cinco años trabajando juntos y jamás se le había insinuado? Lo que planteaba Dana tenía toda la lógica del mundo, y ella no podía haber sido más ingenua.