Finca Bernat
El policía parecía estar de su parte, y eso que en el entierro le había visto intercambiar confidencias con el ex comisario Salas-Santalucía. Santi sabía que había algo en ese hombre que hacía que su padre guardase las distancias, pero no tenía ni idea de lo que era. Algo del pasado, seguro. A él tampoco le seducía la idea de buscar problemas con el ex comisario, porque el instinto le susurraba que había peligro en ese enfrentamiento.
Tal vez por ese motivo, al ver llegar al sargento con sus tatuajes y esos andares de quinqui perdonavidas, esperó lo peor. El corazón se le subió a la garganta y pensó que venía a por él, que habían descubierto el atropello del viejo. Luego se le ocurrió que era imposible que con su envergadura mandasen a un solo tipo, y tan poca cosa, para detenerle. Además, alguien le habría avisado, seguro. Pero por suerte al final había resultado que sólo quería confirmar la coartada, y eso él lo tenía atado y bien atado.
Abrió la valla de la era donde guardaban las vacas, entró con el tractor y la dejó entornada. Daba gusto que nadie controlase sus pasos a cada instante. Cuando el viejo vivía no lo dejaba ni a sol ni a sombra, siempre se metía en todo y echaba por la boca toda la mala leche de la que era capaz. Sólo lo dejaba en paz para ir a las reuniones del CRC. Ésas sí que le ponían las pilas… Se preguntó si tendría que ocupar la silla de su padre en el consejo. Seguro que vendrían a pedírselo. Y, llegado el caso, aceptaría. Aunque a él no le importaban las cuestiones de tierras, a no ser que tuviesen que ver con Santa Eugènia, y ésas, el viejo ya las había resuelto.
Al pensar en asuntos legales se le ocurrió que necesitaba hablar con el gestor y el abogado en seguida, no fuesen a meter la pata mencionando la propiedad de la tía justo ahora que faltaba tan poco para que la veterinaria lo perdiese todo. Un par de semanas atrás, su padre le había comentado que el director del banco ya estaba al corriente de cómo actuar cuando se cumpliese el plazo. Santi relajó la expresión. Cuando estuviese resuelto, él podría, si quería, volver a ofrecerle el trato que ella había rechazado un año atrás. Pero entonces ajustaría las condiciones a su favor. Sólo imaginarla vencida le aceleraba la sangre. Aun así, sabiéndose dueño de su destino final, le molestaba que Chico se pasease por la finca de las Prats como Pedro por su casa. Él se ocuparía de que eso no durase mucho. De hecho, estaba convencido de que había sido el propio Chico quien le había revelado a la veterinaria que las tierras de los Bernat de Santa Eugènia no estaban a nombre de su padre. Debió de haberlo descubierto en su propio contrato de arrendamiento.
Por suerte, la visita que acababa de hacerle el sargento le había venido al pelo. Porque le había contado las maquinaciones de la veterinaria para poner en su contra a todos los arrendatarios y convencerlos de que renegociasen sus contratos directamente con los titulares de las tierras, un pequeño detalle que la incriminaría aún más. Tampoco se había olvidado de ponerle al corriente de las costumbres del valle, ni de comentarle que era habitual que los pequeños propietarios delegasen sus contratos en los grandes arrendatarios. Eso, junto con la coartada que le aseguraba no haber estado presente cuando ella discutió con el viejo, lo excluía de la lista de los sospechosos.
Bajó del tractor y cogió la horca para descargar el heno. Empezó a deshacer la bala y a distribuirla a buen ritmo en los comederos mientras pensaba en que ahora era el único Bernat y en que ya no tenía que dar explicaciones a nadie si las briznas de heno caían por fuera. Volvía a estar solo, como cuando ellas se fueron.
A su madre no había vuelto a verla desde entonces, pero sabía que llevaba un par de años muerta. A Inés la había visto en el funeral, de lejos y sólo un segundo. Después de la misa la buscó con la mirada, pero ya no dio con ella. Aunque estaba claro que en la ciudad se había trastornado. ¿Cómo si no iría alguien al entierro de su propio padre con un pañuelo en la cabeza? Y además había aparecido con un hombre. Santi negó con la cabeza. El novio o marido de su hermana no le importaba en absoluto, y lo mismo le sucedía con ella. Pero le cabreaba que no le hubiese dicho nada. En tal caso, habría podido resarcirse. Aunque, en realidad, al reconocerla tuvo miedo de que se acercase. No hubiera sabido qué decirle. Mejor así. Quizá en ese momento se hubiese hecho el loco, como si no supiese quién era. Pero era ella. Estaba seguro. Sus ojos y la forma de la nariz eran iguales que entonces, iguales que cuando le buscaba mariquitas para jugar o cuidaba de que no se metiera en problemas al entrar con sus pequeños pantalones de peto en el establo de los terneros.
Santi se dio cuenta de que sudaba como un condenado y se detuvo para quitarse la camisa. El viento gélido de noviembre le azotó la espalda, pero ni se inmutó. Tenía otras cosas en la cabeza, como acordarse sin falta de llamar al gestor para pedirle una valoración de las tierras y así poder decidir cuáles le convenía vender. Por fin emprendería el viaje al Caribe que siempre había deseado. Ahora estaba solo. ¿Qué le importaban Inés y sus saludos cuando por fin no tenía que dar explicaciones a nadie de sus actos ni de si entraba o salía? Además, mientras estuviese fuera, el viejo de Cal Panet le cuidaría el ganado por cuatro duros. En cuanto arreglasen el testamento se iría de vacaciones. O, mejor aún, primero le plantearía la oferta a la veterinaria y se la llevaría con él. La imaginó tomando el sol en biquini, sobre una tumbona, o desnuda en medio de una playa desierta. De repente, hacía más calor, se le aceleró la respiración y supo lo que estaba a punto de suceder. Unos segundos después notó la erección.